Refrescando el Verano del Peru

Domingo de Ramos con Maria 2018

Domingo de Ramos con Maria 2018
Domingo de palmas con Maria 2018

martes, 7 de junio de 2011

La última morada de los jesuitas en Santiago

Gonzalo Larraín tiene 92 años. Lleva
una década aquí. Es uno de los 29
jesuitas de la Residencia San Ignacio,
el último destino de los veteranos de la
orden. Todos retirados, varios enfermos,
pero con su fe intacta. Son el 20% de la
Compañía de Jesús en Chile.




La ultima morada de los Jesuitas en Santiago

En la Residencia San Ignacio, en pleno centro de Santiago, viven 29 jesuitas. Son casi el 20% de todos los sacerdotes de esa orden en Chile. Los más ancianos. Varios de ellos con problemas de salud. En esta casa, donde el día empieza a las 6 de la mañana y transcurre en los corredores de un patio interior, la vejez opera de maneras misteriosas.

Escrito por Javier Fuica el 05 de Junio del 2011






Cada vez que alguien muere en la Residencia San Ignacio, algo que ocurre con cierta frecuencia, una difusa turbación se apodera de los habitantes de esta casa ubicada en el centro de Santiago. Nadie lo enfrenta de manera directa. Si uno pregunta, Eliseo Ordenes dirá que cuando llegue al cielo dejará de ser ciego. Carlos Hurtado explicará que el trance de morir consiste en cerrar los ojos para volver a abrirlos después, en un lugar mejor. Y José Aldunate planteará que no vale la pena perder el tiempo en especulaciones. Pero ante la terca y periódica visita de la muerte, estos viejos y curtidos jesuitas, veteranos de una fe inquebrantable, confirman que abandonar este valle de lágrimas nunca será fácil.

-No lo fue para Jesús, por qué tendría que serlo para nosotros- dice el también jesuita Eduardo Silva. Desde marzo de este año, Silva es el superior de la Residencia San Ignacio y, por lejos, el más joven entre quienes aquí viven: tiene 52 años. A su cargo están los 29 religiosos que residen en esta casa centenaria, vecina a la Iglesia de San Ignacio, por un lado, y al colegio del mismo nombre, por el otro. Junto a sus labores como decano de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Alberto Hurtado, Silva debe velar por el bienestar de estos hombres que esperan el final de sus vidas. Desde que asumió han fallecido dos jesuitas.

El caserón es como un cementerio de elefantes. O como una clase de historia. En él conviven ex rectores de colegio con profesores que alguna vez enseñaron en sitios como La Sorbona o la Universidad Gregoriana de Roma. También hay quienes lucharon activa y riesgosamente por los derechos humanos en la dictadura militar, otros que vivieron en el exilio por haber apoyado la Reforma Agraria y confesores de figuras públicas y también de notorios asesinos. Casi todos conocieron al Padre Hurtado. Saludablemente, nadie se vanagloria con eso. A esas alturas de la vida, la vanidad ya está domesticada. El promedio de edad en la casa es de 83,2 años.

José Aldunate está muy por encima de ese promedio. En junio cumple 94, él espera que con una celebración discreta. Es que le incomoda que la gente lo haya convertido en una especie de mito en la lucha por los derechos humanos. Aldunate ayudó a 23 personas a huir de Chile durante el gobierno de Pinochet, y después fundó y fue vocero del Movimiento contra la Tortura Sebastián Acevedo. Hace un par de años quedó casi ciego, pero aún puede decir la misa de memoria y se las arregla para escribir artículos y cartas que, de vez en cuando, se publican en la prensa. Lo que ya no puede hacer es salir a trotar por el Paseo Bulnes, pero cambió esa afición por las máquinas del gimnasio de la residencia. Va todos los días a eso de las seis de la mañana.

En la habitación del cura Aldunate hay una vetusta máquina de escribir, una cama muy austera, una radio para escuchar las noticias. Con pequeñas diferencias, así son casi todas las habitaciones en la residencia. Quizá la excepción más notoria sea la del padre Eliseo Ordenes, que cuenta con un estudio de radio desde el cual transmite una misa todos los días, a las 8 de la mañana, a través de Radio Nacional. Tras la misa, dedica la media hora siguiente a su programa "Espigas Bíblicas", donde interactúa con oyentes y habla de temas de actualidad. Uno de sus últimos programas trató el tema de las uniones homosexuales.

Ordenes es ciego desde muy joven, pero sus manos navegan por las perillas y teclas de su estudio con una certeza que deja mudo. Por eso de la radio, y también por la ceguera, su vida y sus horarios corren por carril aparte. Y así ha sido casi siempre.

Entró a la Compañía de Jesús con 25 años, hizo sus primeros votos a los 27, pero sólo pudo ordenarse sacerdote a los 49, tras recibir de Roma la autorización que se requiere para casos como el suyo. Hoy tiene 89, duerme cuatro horas y tras el tiempo que dedica a la radio su agenda se reparte en actividades por todo Santiago. El día en que hablé con él debía reunirse con un periodista que está produciendo un documental sobre Carlos Topp Collins y Jorge Sagredo, los psicópatas de Viña. El cura Ordenes fue el confesor de uno de ellos.

La Residencia San Ignacio se fue construyendo por partes desde 1856, cuando se abrió el colegio que está a su lado. Desde afuera, la casa es apenas una puerta, como la de una oficina. Tras cruzar una recepción mal iluminada, se llega hasta un corredor desde el que es posible ver el patio, donde hay dos estatuas grandes de Jesús, una araucaria que debe tener por lo menos 120 años, un par de palmeras, una fuente con peces color naranja y escaños como los de una plaza. Es que en realidad el patio es una plaza, flanqueada por corredores de dos pisos en sus cuatro costados.

Aunque hay libertad para ir y venir, existen dos áreas bien definidas. En un sector hacen su vida los sacerdotes autovalentes, mientras que el otro está destinado a la enfermería, que hoy acoge a 12 religiosos. Además de un comedor y una capilla, donde se celebra misa todos los días a las 11 de la mañana, la enfermería cuenta con dos habitáculos de vidrio adosados a uno de los corredores. Varios pasan la mañana ahí, dormitando o leyendo o sumidos en alguna idea que los hace sonreír, pestañear o fruncir el ceño. Al verlos, es inevitable pensar en un invernadero. O en una incubadora.

La enfermería tiene su propio superior, el padre Jaime Guzmán, y muy cerca de él trabaja Salomé López, jefa de las auxiliares. Salomé llegó hace 10 años a la residencia, y hace uno que está a cargo. Es ella la que administra los fármacos, coordina las visitas médicas y vela para que se cumplan los horarios de las comidas. También es quien detecta y apacigua berrinches cuando alguno no quiere, por ejemplo, que lo ayuden en la ducha. En el proceso, inevitablemente, termina encariñada con los viejos. Por eso sabe -sin tener que consultar el registro- que el padre José Aldunate sólo toma un medicamento, y que los resfríos pasan por la puerta de su habitación y milagrosamente siguen de largo sin entrar en ella. O que hay otro sacerdote con cáncer de garganta y está en un tratamiento de quimioterapia. O que hay que tener ojo cuando alguno de los curas quiere arrancarse.

-¿Cómo arrancarse?

-Es que algunos, sobre todo si vienen de provincia, están acostumbrados a salir de sus casas y ver calles, áreas verdes, vida. Y acá no es así. Aunque esta no es una casa pequeña, tienen que estar adentro. Entonces, algunos se tratan de arrancar. Y es complicado, porque acá en Santiago no se ubican con las calles. Hay algunos que son bien astutos: cuando ven que en la portería los atajan, se dan la vuelta por la iglesia. Pero ligerito los echamos de menos y los vamos a buscar. O la gente del barrio nos avisa. Lo más lejos que han llegado es a la Alameda.

-¿Aquí estuvo el padre Renato Poblete, verdad?

-Sí, pero era muy lobo, muy inquieto. Le gustaba acá, pero tenía mucha gente que lo venía a ver, que lo llamaba, que lo buscaba. Sólo estuvo el último mes. Era una persona muy activa hasta última hora. De hecho, estaba en una reunión en Padre Hurtado cuando tuvo sus problemas y al final falleció. Y así les ha pasado a varios. Que han estado activos y, bueno, les ha llegado el momento nomás.

También circula por aquí Carlos Olmedo, taxista que transporta a los jesuitas de la residencia. Lleva una década trabajando para la casa, y asegura ser "chofer, enfermero y payaso". El padre Eliseo Ordenes lo confirmaría después:

-Ese es más jesuita que nosotros. Y, efectivamente, es un payaso. El otro día me mandó con un taxista amigo de él al que le dicen Satanás.

La comunidad jesuita en Chile la integran hoy 172 sacerdotes. Casi el 20% de ellos vive en esta casa, que desde hace un cuarto de siglo funciona como lugar de acogida para los religiosos más ancianos o con problemas de salud.

-El desafío es darles pega- dice el superior Eduardo Silva. Se refiere a los sacerdotes que aún tienen salud y autonomía. La Residencia San Ignacio es una casa grande, pero cuesta encontrar ocupaciones para un contingente de curas trabajólicos que han estado toda la vida haciendo cosas. Y cuesta, además, decirles que tienen que dejar de hacer misa, o que ya no pueden consagrar un matrimonio.

-Es como quitarles las llaves del auto, como decirles que dejaron de ser los reyes de la fiesta- grafica Silva.

El padre Gonzalo Arroyo, 85 años, conoce la sensación. Aunque sigue yendo todos los días a su oficina en la Universidad Alberto Hurtado (es uno de sus fundadores), un infarto que sufrió hace dos años limitó sus capacidades y ahora no tiene la memoria de antaño. Le cuesta retener los nombres de personas y lugares. No ha logrado terminar un libro sobre responsabilidad social empresarial en temas de agricultura, que estaba escribiendo desde antes del infarto.

-No estoy descubriendo cosas, no tengo la fuerza que tenía hace dos años -se lamenta.

Arroyo es otro de los hombres notables de la residencia (aunque, en términos formales, pertenece a otra comunidad, San Roberto Bellarmino, y sólo aloja en la residencia por razones de salud). Asesoró al gobierno de Frei Montalva en la Reforma Agraria, pese a venir de una familia de latifundistas con grandes propiedades en la zona de Lontué. Sufrió el exilio a partir de octubre de 1973, aunque esa situación le permitió ser profesor en La Sorbona. Ha escrito cientos de artículos y varios libros.

La ventana de su oficina da al patio de la Casa Central de la Universidad Alberto Hurtado. Justo en el lado de afuera, una pareja se besa con particular empeño, mientras unos parlantes escupen reggaetón.

-Es difícil el contacto con los jóvenes. No tienen interés en la política, no tienen actividades estudiantiles. Salen a protestar por las represas, pero sin entender bien el problema. Antes era todo al revés -dice, reparando en la escena-. Pero al menos ellos se quieren, ¿ah?

José Donoso Phillips, 88 años, suele pasar el día paseando por los corredores de la Residencia San Ignacio. A veces se detiene frente a un cuadro de la Virgen, y se queda ahí un rato de veras largo, nadie sabe si admirando la obra o rezándole a la imagen. Cuando ya ha sido suficiente, da unos pocos pasos y se sitúa frente a un árbol del jardín o ante otra pintura, para repetir su plácida rutina. Si ocurre que alguien lo interrumpe, Donoso saludará con la sonrisa más dulce que se pueda imaginar, cruzará un par de palabras de cortesía y volverá a su mundo.

La senectud opera de maneras misteriosas. A veces es cruel, y convierte a un reputado experto en derecho canónico en un ser que apenas articula palabra. A veces es benevolente, como con el padre Donoso, que fue profesor de artes visuales y enseñó a varias generaciones de jesuitas. Era tal el esmero y el entusiasmo que ponía en sus clases, que su curso sobre las manifestaciones artísticas de la cultura occidental, que en la Universidad Católica estaba pensado para 80 vacantes, debía acomodarse para 120.

En otras ocasiones, la vejez actúa al descuido, como divirtiéndose. A Guillermo Marshall, 83 años, le quitó el frío. El cura Marshall, que fue rector de los dos colegios San Ignacio y además provincial de la Compañía, vivía cerrando las ventanas y preocupado de las corrientes de aire; hoy anda para todas partes en mangas de camisa. El alzheimer pudo trastrocarle el termostato, pero no los deberes fraternales. Y por eso es que hoy se desvive por su hermano Santiago, que también es jesuita, tiene un año menos que él, está confinado a una silla de ruedas y vive en esta misma casa.

También hay veces en que los años actúan como si no te conocieran. Que lo diga el padre Jaime Correa, de 86 años y memoria privilegiada. Correa dedica sus días a escribir versiones breves acerca de la vida de los santos jesuitas, que son 50, y de los beatos de la orden, que son 151. Dice que le faltan alrededor de 10 minibiografías para culminar su tarea.


1

Se levanta todos los días a las 6.30, y una hora más tarde se encarga de la misa matinal en la iglesia de San Ignacio. Después de eso, se mete en lo de los santos, sin apuro. Correa dice que es un hombre sano. Que está feliz con la vida que eligió y que la elegiría de nuevo. Que vive rodeado de hombres notables. Que su satisfacción más grande fue trabajar en el proceso de canonización del Padre Hurtado, el más corto en la historia de la Compañía.

-Y sobre la muerte, ¿qué piensa?- le pregunto.

Responde sin pestañear:

-No he tenido tiempo para pensar en eso. Finalizó.

Escrito por Javier Fuica para Diario La Tercera





LAS CIFRAS
El número de jesuitas en Chile
ha ido disminuyendo. Actualmente,
hay 172. En 1993, por
ejemplo, alcanzaban a 207 sacerdotes.
Y en 1960, la cifra era
de 251.
A nivel mundial, el fenómeno es
parecido. La Compañía de Jesús
cuenta hoy con 17.906 sacerdotes
en todo el planeta. En 1960,
eran casi el doble: 34.687 religiosos.
La Residencia San Ignacio se
construyó a partir de 1856.
Siempre ha pertenecido a la
Compañía de Jesús. Comenzó a
transformarse en enfermería y
lugar de acogida desde hace unos 25
años.



Foto 1: Altar mayor del Templo de San Ignacio en Santiago