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domingo, 18 de marzo de 2012

Shahbaz Bhatti. Vida y martirio de un cristiano en Pakistán



Shahbaz Bhatti. Vida y martirio de un cristiano en Pakistán

(RV 16marz2012).- Esta tarde a las 17,30 en la Basílica romana de San Bartolomé, en la Isla Tiberina, se presentará el libro titulado “Shahbaz Bhatti. Vida y martirio de un cristiano en Pakistán”, de Roberto Zuccolini y Roberto Pietrolucci. Intervendrán entre otros el Cardenal Jean-Louis Pierre Tauran, Presidente del Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso; el Profesor Andrea Riccardi, Ministro para la Cooperación Internacional y la Integración; Paul Bhatti, Consejero Especial del Primer Ministro de Pakistán para los Asuntos de las Minorías; y Marco Tarquinio, Director del periódico Avvenire de la Conferencia Episcopal italiana, además de los autores del volumen.

(María Fernanda Bernasconi – RV).
http://www.radiovaticana.org/



Shahbaz Bhatti (Lahore, 1968 - Islamabad, 2011). Ministro de Minorías de Pakistán del Gobierno presidido por Asif Ali Zardari y cristiano católico, asesinado el 2 de marzo de 2011 por islamistas a causa de su oposición a la ley de la Blasfemia y su defensa de Asia Bibi. Su asesinato, perpetrado por militantes de Tehrik-i-Taliban, estuvo precedido de cinco fatuas pidiendo su muerte y amenazas telefónicas de decapitación. Tales amenazas no le arredraron ni le hicieron callar: «la ley de la Blasfemia es una herramienta de violencia contra las minorías, especialmente contra los cristianos» y “me puede costar la vida, pero seguiré trabajando para modificar una ley que se usa para saldar asuntos personales”. El cumplimiento de su deber como Ministro de Minorías y su compromiso personal en el apoyo a las víctimas de la intolerancia de los islamistas radicales terminaron convirtiéndole en un mártir. Su muerte fue precedida por la del gobernador del Punjab, Salmaan Taseer, por idénticos motivos.
http://es.wikipedia.org/wiki/Shahbaz_Bhatti

jueves, 9 de junio de 2011

La Vocacion del Laico Ignaciano




REFLEXIONES SOBRE LA VOCACIÓN LAICO IGNACIANO
Escrito por María de los Angeles Pavez

No me parece coincidencia que nos hayamos reunido hoy, en pleno tiempo Pascual, tan especial para nosotros los cristianos, así como lo fue para San Ignacio. Este amigo nuestro, cuando habla del Jesús Resucitado, en sus Ejercicios Espirituales, se refiere a un Jesús con oficio de consolador (EE.EE. 224). La primera vez que escuché esto, me pareció que no podían haber palabras más acertadas para describir cómo inunda la vida de gozo este Jesús que vence y limpia abandonos, torpezas, negaciones y traiciones humanas. Este Jesús que sale al encuentro de los entristecidos y decepcionados discípulos que iban camino a Emaús, y no solamente es capaz de enseñarles y compartir su mesa, sino que los consuela a tal punto con su presencia que ellos se ven en la necesidad de volver a Jerusalén, a proclamar la Buena Noticia y consolar a otros (Lc. 24, 13-35).


Porque profundizando un poco más en este “oficio de consolar”, caí en la cuenta de que ahí había una invitación grande: estamos llamados a apropiarnos de este oficio, porque conocemos la fuente de donde viene la consolación, y nos desborda, y queremos que desborde a otros, al mundo entero. Y porque finalmente sabemos, no solamente con el intelecto, sino sobretodo a través de la experiencia misma -con el corazón, tal como les ardía a los discípulos de Emaús-, que la mejor y mayor razón de la dignidad humana reside en esa vocación del ser humano a la unión con Dios, al encuentro con Él. Ahí está su plenitud (GS 19), y esa es nuestra certeza.


Por lo tanto, este oficio de consolador, que por excelencia es el de Jesús, debiera ser propio de todos los cristianos, de la Iglesia entera, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, religiosos y laicos.


LAICOS. Qué más propio para nosotros los laicos que los oficios. Si tomáramos en serio éste, el de consolar, tal como seguramente lo hacemos con nuestros oficios cotidianos, estoy segura que viviríamos en un mundo muy distinto.


Hace un tiempo le vengo dando vueltas al tema del laicado. Habiendo hecho recientemente mi elección de estado de vida, no me ha sido ajeno el tema de la vocación laical, el cuestionamiento sobre ésta, sobre su calidad, su cualidad. ¿Qué implica ser laico? ¿Cuál es nuestra misión en el mundo? ¿Cómo nos debemos vivir la vida? No he encontrado respuestas ni recetas, y estas son algunas de las muchas preguntas que, como laica novata, me he hecho y que todavía tengo –y espero seguir teniendo-, pero sí me han iluminado muchas cosas en el camino, que han sido herramientas para poder discernir mi propia vocación.


Primero que nada, quisiera aclarar que mi vocación no es por descarte, sino que es una verdadera vocación, tomada libremente, es decir, una respuesta a la llamada de Dios a jugármelas, desde el mundo mismo, en mi ser laica. Es una vocación elegida, discernida, no dejada al azar ni al destino.


Desde aquí es desde donde soy Iglesia, y hago Iglesia en mi andar. Las palabras de la Encíclica Lumen Gentium lo expresan con gran fuerza evangélica: “Los laicos, están llamados, particularmente, a hacer presente y operante la Iglesia en los lugares y condiciones donde ella no puede ser sal de la tierra si no es a través de ellos” (LG 33). Es decir, hay muchos lugares que se evangelizan a través de nosotros, y por el contrario, muchos otros que dejan de ser evangelizados por pura “negligencia” nuestra, porque no hemos sido capaces de dejar que Dios se revele en todas partes, y porque en definitiva, no hemos sido fieles a nuestra vocación. Si los laicos no lo hacemos, la Iglesia no lo hace. De ahí que el Sínodo de Santo Domingo (1992) nos considere a los laicos como los “protagonistas de la Nueva Evangelización” (nn. 97, 103).
Con esto de ser sal de la tierra en todas partes, llevando la misión de la Iglesia, por ende, del mismo Cristo, es que entonces me veo en la necesidad de examinar mi trabajo, examinar mis relaciones familiares y sociales, examinar mi vida cotidiana, porque es ahí en donde he recibido el llamado a ser sal de la tierra, y por lo tanto, donde la Iglesia tiene la posibilidad de hacerse “presente y operante”, con el mensaje de Jesús. Desde esta lectura, todos los ámbitos de nuestra vida se convierten en espacios y tiempos privilegiados para vivir el Evangelio.
Y esto a través de nuestras obras y palabras. No es una tarea menor, sino por el contrario. Involucra mucha responsabilidad, mucho compromiso. De hecho, podemos afirmar que nuestro compromiso cristiano está determinado por nuestro compromiso temporal mismo (Rahner, 1956). Creo que los laicos no hemos terminado de caer en la cuenta de esto, si es que hemos comenzado del todo.


Por otra parte, nuestro laicado no es a secas; lleva apellido: somos laicos ignacianos. Esto no es algo ganado, sino más bien regalado por Dios, que tiñe toda nuestra vida, y nos invita constantemente a ser “hombres y mujeres para los demás”. Pero me parece que es importante aclarar una cosa, que algunos pueden no estar de acuerdo conmigo, pero que yo lo creo firmemente: uno hace una opción por la ignacianidad; con entera y libre voluntad, tenemos la posibilidad de optar o no por este camino. Ahí está el regalo y la gracia de Dios. Y esto lo digo sobretodo desde mi ser mujer ignaciana.


La espiritualidad ignaciana –que es lo que nos hace ser finalmente ignacianos- no se vive por osmosis ni azar, o por ser exalumno de un colegio, por ser amigo de algún jesuita o por estar vinculado a una obra de la Compañía. Los laicos que vivimos o queremos vivir la espiritualidad ignaciana deseamos seguir a Cristo personalmente, más de cerca, y en todo intentamos buscar y hallar la voluntad de Dios, y para ello ponemos los medios que más nos ayudan. Y en eso, el medio privilegiado que nos dejó el Peregrino son los Ejercicios Espirituales. Es esta la herramienta particular que tenemos para poder abordar el mundo desde Dios, sin marearnos con tanta pseudoignacianidad, confundir medios con fines y perdernos en el camino.


Los laicos ignacianos tenemos un modo de proceder en la vida que es particular, distinto al del resto de los laicos, que tienen otros carismas (y es en esta diversidad en donde encontramos la riqueza de nuestra Iglesia), y distinto por cierto, al de la Compañía de Jesús.


En efecto, me atrevo a afirmar que con estos últimos compartimos una misma espritualidad, y en su mayor parte somos formados en ella por los mismos jesuitas; pero nuestro modo de proceder es particular, porque nuestros ámbitos de acción son propiamente los del mundo laico: intramundanos y extraeclesiales. Solo que lo hacemos al estilo de Ignacio.


Nosotros somos laicos a la manera de Ignacio, quien desde una vocación puramente laical tuvo las experiencias fundantes de lo que sería su vida y camino espiritual. Él se sentía profundamente hijo de la Iglesia. De hecho, para él no hay había otro lugar concreto de unión con la realidad inmediata de Dios que la Iglesia misma (Kolvenbach, 1985).


Y es esta misma Iglesia, en su Magisterio, que nos dice: “A los laicos pertenece, por propia vocación, buscar el reino de Dios, tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales...” (LG 31). Ordenar los asuntos temporales... Es curioso: san Ignacio, similarmente, aunque en un plano más profundo y personal, habla de ordenar los afectos (EE 1).


Me parece que hoy estas palabras de san Ignacio son tan vigentes para nosotros, hablando de nuestra misión como laicos ignacianos en el mundo. Porque son justamente nuestros afectos los que tienen que estar implicados en los asuntos temporales. Solo desde ahí es desde donde surge un verdadero compromiso con el mundo. Si desde lo más hondo estamos puestos en el mundo, si estamos conectados a la tierra, a las personas y a las distintas realidades con el corazón, en todas las materias, por más pedestres y profanas que parezcan, estaremos con nuestros afectos involucrados. Y san Ignacio justamente nos invita a ordenarlos en función de Dios; porque los afectos no están desprovistos de vida ni realidad ni cotidianeidad, sino muy por el contrario. Los afectos se cargan con y en nuestras vidas y realidades. De ahí que tenga tanto sentido para nosotros ordenar los asuntos temporales en función de Dios.


A hora, desde el punto de vista de la lógica, muchos de estos asuntos temporales deberían tomar un camino obvio: lo hace la economía, a veces la política y así se da también en muchas oportunidades en nuestra vida pública y privada. Pero para mirar el mundo desde Dios y actuar en él guiados por su Espíritu, se necesita algo distinto: se requiere poner a Dios en el centro y con ese horizonte preguntarse qué es lo que Él quiere. Eso es ordenar los afectos, y éste se convierte en nuestro modo de proceder para ordenar los asuntos temporales. De tal manera que se parte de convicciones del corazón y desde ahí surge la fuerza y tenacidad para poner los criterios del Evangelio en el mundo. Y seguramente ellos serán muy distintos a lo que nos dice la lógica y el mundo actual; porque la preferencia de Dios siempre serán los marginados, los pequeños, los últimos.


Me parece que esta es una clave fundamental en el modo nuestro de proceder, el de nosotros los laicos ignacianos: “Quitar las afecciones desordenadas” (EE 1), en palabras de Ignacio, para “ordenar los asuntos temporales según Dios”.
Esto me hace tanto sentido; sobretodo, porque cada día me convenzo más de que estos asuntos temporales no le son ajenos a Dios. Es como caer en la cuenta de que todo importa, todo cuenta, todo se convierte en oportunidad para vivir el Evangelio y ser Iglesia. En el fondo, es percibir que en todo y con todos podemos ejercer el oficio de consoladores. Y a eso es a lo que siento que estamos llamados.


A pesar de que sigo con mis preguntas sobre la misión de los laicos y cómo vivirla, desde mi juventud veo el tremendo deseo de muchos hombres y mujeres de volver a ponerse en camino, como los discípulos de Emaús, sin importar cuántos kilómetros hayan caminado ya. El hecho de que estemos reunidos hoy, por ejemplo, me consuela, me abre perspectivas como joven laica, me da esperanzas. Por eso les quiero agradecer nuevamente su presencia hoy día.


Por último, termino con palabras de nuestra madre Iglesia: “Los laicos... viven en el siglo, es decir, en todas y cada una de las actividades y profesiones, así como en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios a cumplir su propio cometido, guiándose por el espíritu evangélico, de modo que, igual que la levadura, contribuyan desde dentro a la santificación del mundo y de este modo, descubran a Cristo a los demás, brillando ante todo, con el testimonio de su vida, con su fe, su esperanza y caridad. ” (LG 31).



Escrito por María de los Angeles Pavez de Reflexiones

El Laicado Ignaciano


LAICADO IGNACIANO:

DISCIPULADO, EN COMUNIDAD, PARA LA MISION

.../

El laico ignaciano

Supuesto este acercamiento, podemos preguntar ahora qué rasgos básicos deben caracterizar al laico ignaciano. Acogiendo la luz de Aparecida, la respuesta es sencilla. Es un discípulo en comunidad y misión: es un bautizado. Es alguien que se ha encontrado con Cristo en los Ejercicios Espirituales, que posee algún sentido de comunidad en el mundo ignaciano y que orienta su vida apostólicamente, en el sentido de la fe-justicia: es un bautizado ignaciano. Pero la enumeración de estos rasgos no hace más que abrir una serie de problemas. ¿Qué tipo de experiencia de Ejercicios Espirituales? ¿Pertenencia formal a alguna comunidad? ¿Orientación apostólica de la vida laboral y familiar, o vida apostólica más allá de esos límites cotidianos? Pienso que estas cuestiones deben ir siendo respondidas en los diversos contextos, según tiempos, lugares y personas. Lo que sí se puede decir es que no basta solamente, para determinar a un laico ignaciano, por ejemplo, haber estudiado en una institución educativa ignaciana, o ser muy amigo de alguien ignaciano. Por otra parte, no necesariamente es mejor laico ignaciano quien colabora o trabaja en una obra de la Compañía de Jesús.
Pienso que hay algunos aspectos ligados a las tres características básicas del laico ignaciano, que son especialmente relevantes hoy y para el futuro mediato.
El laico ignaciano se encuentra con Cristo en los Ejercicios Espirituales. Me parece muy relevante en este punto la conciencia de proceso de la persona, es decir, que de alguna manera se manifieste que ella se siente en camino de crecimiento, de más encuentro, de más hondura. La meta es que llegue a sentirse tomada y llevada, en actitud de discernimiento y que se actualice así la gracia profunda del seguimiento. Tiendo a pensar que esta conciencia de proceso es un buen indicador de la experiencia espiritual ignaciana. En su Autobiografía, Ignacio revelaba que se sentía llevado por Dios, como un niño por su maestro. Y esto lo sentía un laico: la fundación de la Compañía de Jesús vino después. El seguimiento se puede experimentar en diversos niveles, incluso en los comienzos mismos de un proceso inicial. Es preciso, por tanto, poner los medios para acompañar los procesos de los laicos y para ofrecer oportunidades suficientes de pasar adelante. El laico ignaciano se encuentra con Cristo en comunidad. Tiene que haber, por tanto, pertenencia de algún modo a una comunidad que vaya más allá de la experiencia individual. Es bueno recordar que, para los laicos casados, la familia es esta primera comunidad. Tal vez se debería insistir un poco más en esto: el modo ignaciano de vivir la vida familiar (familias místicas, comunitarias y apostólicas). Sin embargo, pienso que no hay que quedarse sólo en la familia, Iglesia doméstica. Estimo indispensable una referencia más amplia.
En este punto, pienso que sería muy apropiado trabajar, con especial atención, en todo lo que signifique crecimiento de la conciencia institucional y del establecimiento de instituciones laicales. Hay una oleada individualista en la cultura, que afecta sin que a veces se tenga mucha conciencia de ello, y que llega a las mentalidades y conductas de jesuitas y laicos. Además, algunas dificultades para una colaboración más estrecha entre laicos y jesuitas tienen su asiento en las diferencias abismales de institucionalización de la vida ignaciana de unos y otros. Las asociaciones laicales, si bien han crecido mucho en esto, todavía tienen mucho camino que recorrer. En este sentido, por ejemplo, me ha alegrado mucho que el Decreto 6 de la reciente Congregación General 35 recomiende a los Superiores Mayores Jesuitas apoyar a CVX y a otras asociaciones laicales. El modelo ya no puede ser el de un jesuita con un grupo de laicos en su derredor, en aislamiento. Hay que poner en cauce los procesos individuales, espirituales y apostólicos, para que perduren en el tiempo, sean comunicables a otros y multipliquen su fruto. Por otro lado, aun siendo urgentes muchas necesidades, me parece necesario resistir el afán indiscreto de resultados inmediatos. Hay aquí otra característica de estos tiempos, que se expresa muy bien en el advenimiento de la tarjeta de crédito y la declinación de la libreta de institucionales lleva tiempo y demanda energía, pero así se construyen las vías de la historia.
El laico ignaciano lleva en comunidad una vida apostólica. A veces se plantea la disyuntiva entre la vida laical cotidiana como misión, o la entrega al servicio apostólico más allá de la vida ordinaria. Me parece que el asunto es más hondo. Toda la vida está llamada a ser apostólica. Es la voluntad de Dios, conocida en discernimiento, la que ha de indicar, en último término, lo que cada cual tiene que hacer. Pero, si bien considero de suma importancia asumir la vida familiar y laboral, la recreación y el descanso, en sentido apostólico, un laico ignaciano tendría que caracterizarse por tener el impulso a ir más allá, haciéndose próximo de las necesidades de los demás. Me gusta pensar que ir a las fronteras debiera caracterizar al laico ignaciano. Esas fronteras, en primer lugar, están en los propios hijos y su nueva mentalidad, en los colegas de trabajo. Pero más allá también. Y, en este punto, los hermanos jesuitas también necesitan de los laicos y muchos de ellos anhelan trabajar y estar con ellos.
Me parece también muy necesario que los jesuitas no desfallezcan en el esfuerzo generoso de promover la identidad y misión laical en el mundo y en la Iglesia y que ayuden a que los laicos crezcan más, sirvan más, opinen más, emprendan más. Habría que pedirles que reprendan al laico cuando perciban que abdica de sus responsabilidades más propias: la familia, el trabajo, la sociedad, la cultura, la Iglesia. Con gusto y agradecidamente, muchos laicos colaboran en sus obras. Ellos les permiten sentirlas también suyas. Son sus colaboradores. Y, en esta colaboración, los mismos laicos reciben mucho. Por de pronto, renuevan su propia vocación laical y la pueden vivir más profundamente. Pienso que es muy bueno para los jesuitas considerar como uno de sus objetivos, en sus trabajos, la promoción de la identidad y misión laicales. Ello puede ayudarles a no ceder a la tentación de servirse del laico en función de sus obras. En todo caso, indudablemente, los responsables primeros de renovar la identidad laical son los mismos laicos. Este tema de la identidad, en mi opinión, está muy al centro de este asunto de la colaboración. Pues la identidad del laico, esbozada tan estimulantemente por el Vaticano II, quiebra mentalidades y prácticas seculares y masivas. No es fácil para los laicos asumir adultamente su vida de fe, los procesos son lentos. Pero la identidad jesuita, religiosa y sacerdotal, también ha sido remecida. Así, por ejemplo, la dificultad que a veces se percibe en jesuitas relativamente jóvenes para colaborar con laicos tal vez en parte sea porque ponen su identidad de jesuitas demasiado en el emprendimiento y en la acción. El “mundo ignaciano”, por tanto, célula viva del organismo eclesial, va haciendo su aporte al proyecto histórico de una Iglesia de comunión y participación. Ésta es una gracia. La colaboración es un fuego que enciende otros fuegos. De hecho, en diversas tareas relativas a la justicia y promoción humana, el trabajo conjunto se extiende también a agnósticos y no creyentes.
Pues la colaboración es evangelizadora, en primer lugar, respecto del misionero. Creo que hay que pedir mucho, para responder con sabiduría a la gracia de la colaboración. A mi entender, hay que pedir un don preciso: la gracia del sentido de los matices. En lenguaje ignaciano, esto es el discernimiento: saber distinguir, matizar, para seguir avanzando en el camino tras el Señor, quien, con su machete, va abriendo sendas en la espesura.
Una primera versión de este texto se presentó en el II Encuentro del Sector Laicos de la Conferencia de Provinciales de América Latina (CPAL), realizado en Quito, Ecuador, entre los días 17 y 20 de junio de 2008. Agradezco a algunos amigos laicos y jesuitas sus comentarios a dicha primera versión.

Samuel Yáñez, S.J.
Profesor de Filosofía, Universidad Alberto Hurtado
Miembro de CVX
Santiago, Chile

Revista de Espiritualidad Ignaciana - CIS
Secretariado de la Espiritualidad Ignaciana
Curia de la Compañía de Jesús, Roma


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