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jueves, 9 de junio de 2011

La Vocacion del Laico Ignaciano




REFLEXIONES SOBRE LA VOCACIÓN LAICO IGNACIANO
Escrito por María de los Angeles Pavez

No me parece coincidencia que nos hayamos reunido hoy, en pleno tiempo Pascual, tan especial para nosotros los cristianos, así como lo fue para San Ignacio. Este amigo nuestro, cuando habla del Jesús Resucitado, en sus Ejercicios Espirituales, se refiere a un Jesús con oficio de consolador (EE.EE. 224). La primera vez que escuché esto, me pareció que no podían haber palabras más acertadas para describir cómo inunda la vida de gozo este Jesús que vence y limpia abandonos, torpezas, negaciones y traiciones humanas. Este Jesús que sale al encuentro de los entristecidos y decepcionados discípulos que iban camino a Emaús, y no solamente es capaz de enseñarles y compartir su mesa, sino que los consuela a tal punto con su presencia que ellos se ven en la necesidad de volver a Jerusalén, a proclamar la Buena Noticia y consolar a otros (Lc. 24, 13-35).


Porque profundizando un poco más en este “oficio de consolar”, caí en la cuenta de que ahí había una invitación grande: estamos llamados a apropiarnos de este oficio, porque conocemos la fuente de donde viene la consolación, y nos desborda, y queremos que desborde a otros, al mundo entero. Y porque finalmente sabemos, no solamente con el intelecto, sino sobretodo a través de la experiencia misma -con el corazón, tal como les ardía a los discípulos de Emaús-, que la mejor y mayor razón de la dignidad humana reside en esa vocación del ser humano a la unión con Dios, al encuentro con Él. Ahí está su plenitud (GS 19), y esa es nuestra certeza.


Por lo tanto, este oficio de consolador, que por excelencia es el de Jesús, debiera ser propio de todos los cristianos, de la Iglesia entera, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, religiosos y laicos.


LAICOS. Qué más propio para nosotros los laicos que los oficios. Si tomáramos en serio éste, el de consolar, tal como seguramente lo hacemos con nuestros oficios cotidianos, estoy segura que viviríamos en un mundo muy distinto.


Hace un tiempo le vengo dando vueltas al tema del laicado. Habiendo hecho recientemente mi elección de estado de vida, no me ha sido ajeno el tema de la vocación laical, el cuestionamiento sobre ésta, sobre su calidad, su cualidad. ¿Qué implica ser laico? ¿Cuál es nuestra misión en el mundo? ¿Cómo nos debemos vivir la vida? No he encontrado respuestas ni recetas, y estas son algunas de las muchas preguntas que, como laica novata, me he hecho y que todavía tengo –y espero seguir teniendo-, pero sí me han iluminado muchas cosas en el camino, que han sido herramientas para poder discernir mi propia vocación.


Primero que nada, quisiera aclarar que mi vocación no es por descarte, sino que es una verdadera vocación, tomada libremente, es decir, una respuesta a la llamada de Dios a jugármelas, desde el mundo mismo, en mi ser laica. Es una vocación elegida, discernida, no dejada al azar ni al destino.


Desde aquí es desde donde soy Iglesia, y hago Iglesia en mi andar. Las palabras de la Encíclica Lumen Gentium lo expresan con gran fuerza evangélica: “Los laicos, están llamados, particularmente, a hacer presente y operante la Iglesia en los lugares y condiciones donde ella no puede ser sal de la tierra si no es a través de ellos” (LG 33). Es decir, hay muchos lugares que se evangelizan a través de nosotros, y por el contrario, muchos otros que dejan de ser evangelizados por pura “negligencia” nuestra, porque no hemos sido capaces de dejar que Dios se revele en todas partes, y porque en definitiva, no hemos sido fieles a nuestra vocación. Si los laicos no lo hacemos, la Iglesia no lo hace. De ahí que el Sínodo de Santo Domingo (1992) nos considere a los laicos como los “protagonistas de la Nueva Evangelización” (nn. 97, 103).
Con esto de ser sal de la tierra en todas partes, llevando la misión de la Iglesia, por ende, del mismo Cristo, es que entonces me veo en la necesidad de examinar mi trabajo, examinar mis relaciones familiares y sociales, examinar mi vida cotidiana, porque es ahí en donde he recibido el llamado a ser sal de la tierra, y por lo tanto, donde la Iglesia tiene la posibilidad de hacerse “presente y operante”, con el mensaje de Jesús. Desde esta lectura, todos los ámbitos de nuestra vida se convierten en espacios y tiempos privilegiados para vivir el Evangelio.
Y esto a través de nuestras obras y palabras. No es una tarea menor, sino por el contrario. Involucra mucha responsabilidad, mucho compromiso. De hecho, podemos afirmar que nuestro compromiso cristiano está determinado por nuestro compromiso temporal mismo (Rahner, 1956). Creo que los laicos no hemos terminado de caer en la cuenta de esto, si es que hemos comenzado del todo.


Por otra parte, nuestro laicado no es a secas; lleva apellido: somos laicos ignacianos. Esto no es algo ganado, sino más bien regalado por Dios, que tiñe toda nuestra vida, y nos invita constantemente a ser “hombres y mujeres para los demás”. Pero me parece que es importante aclarar una cosa, que algunos pueden no estar de acuerdo conmigo, pero que yo lo creo firmemente: uno hace una opción por la ignacianidad; con entera y libre voluntad, tenemos la posibilidad de optar o no por este camino. Ahí está el regalo y la gracia de Dios. Y esto lo digo sobretodo desde mi ser mujer ignaciana.


La espiritualidad ignaciana –que es lo que nos hace ser finalmente ignacianos- no se vive por osmosis ni azar, o por ser exalumno de un colegio, por ser amigo de algún jesuita o por estar vinculado a una obra de la Compañía. Los laicos que vivimos o queremos vivir la espiritualidad ignaciana deseamos seguir a Cristo personalmente, más de cerca, y en todo intentamos buscar y hallar la voluntad de Dios, y para ello ponemos los medios que más nos ayudan. Y en eso, el medio privilegiado que nos dejó el Peregrino son los Ejercicios Espirituales. Es esta la herramienta particular que tenemos para poder abordar el mundo desde Dios, sin marearnos con tanta pseudoignacianidad, confundir medios con fines y perdernos en el camino.


Los laicos ignacianos tenemos un modo de proceder en la vida que es particular, distinto al del resto de los laicos, que tienen otros carismas (y es en esta diversidad en donde encontramos la riqueza de nuestra Iglesia), y distinto por cierto, al de la Compañía de Jesús.


En efecto, me atrevo a afirmar que con estos últimos compartimos una misma espritualidad, y en su mayor parte somos formados en ella por los mismos jesuitas; pero nuestro modo de proceder es particular, porque nuestros ámbitos de acción son propiamente los del mundo laico: intramundanos y extraeclesiales. Solo que lo hacemos al estilo de Ignacio.


Nosotros somos laicos a la manera de Ignacio, quien desde una vocación puramente laical tuvo las experiencias fundantes de lo que sería su vida y camino espiritual. Él se sentía profundamente hijo de la Iglesia. De hecho, para él no hay había otro lugar concreto de unión con la realidad inmediata de Dios que la Iglesia misma (Kolvenbach, 1985).


Y es esta misma Iglesia, en su Magisterio, que nos dice: “A los laicos pertenece, por propia vocación, buscar el reino de Dios, tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales...” (LG 31). Ordenar los asuntos temporales... Es curioso: san Ignacio, similarmente, aunque en un plano más profundo y personal, habla de ordenar los afectos (EE 1).


Me parece que hoy estas palabras de san Ignacio son tan vigentes para nosotros, hablando de nuestra misión como laicos ignacianos en el mundo. Porque son justamente nuestros afectos los que tienen que estar implicados en los asuntos temporales. Solo desde ahí es desde donde surge un verdadero compromiso con el mundo. Si desde lo más hondo estamos puestos en el mundo, si estamos conectados a la tierra, a las personas y a las distintas realidades con el corazón, en todas las materias, por más pedestres y profanas que parezcan, estaremos con nuestros afectos involucrados. Y san Ignacio justamente nos invita a ordenarlos en función de Dios; porque los afectos no están desprovistos de vida ni realidad ni cotidianeidad, sino muy por el contrario. Los afectos se cargan con y en nuestras vidas y realidades. De ahí que tenga tanto sentido para nosotros ordenar los asuntos temporales en función de Dios.


A hora, desde el punto de vista de la lógica, muchos de estos asuntos temporales deberían tomar un camino obvio: lo hace la economía, a veces la política y así se da también en muchas oportunidades en nuestra vida pública y privada. Pero para mirar el mundo desde Dios y actuar en él guiados por su Espíritu, se necesita algo distinto: se requiere poner a Dios en el centro y con ese horizonte preguntarse qué es lo que Él quiere. Eso es ordenar los afectos, y éste se convierte en nuestro modo de proceder para ordenar los asuntos temporales. De tal manera que se parte de convicciones del corazón y desde ahí surge la fuerza y tenacidad para poner los criterios del Evangelio en el mundo. Y seguramente ellos serán muy distintos a lo que nos dice la lógica y el mundo actual; porque la preferencia de Dios siempre serán los marginados, los pequeños, los últimos.


Me parece que esta es una clave fundamental en el modo nuestro de proceder, el de nosotros los laicos ignacianos: “Quitar las afecciones desordenadas” (EE 1), en palabras de Ignacio, para “ordenar los asuntos temporales según Dios”.
Esto me hace tanto sentido; sobretodo, porque cada día me convenzo más de que estos asuntos temporales no le son ajenos a Dios. Es como caer en la cuenta de que todo importa, todo cuenta, todo se convierte en oportunidad para vivir el Evangelio y ser Iglesia. En el fondo, es percibir que en todo y con todos podemos ejercer el oficio de consoladores. Y a eso es a lo que siento que estamos llamados.


A pesar de que sigo con mis preguntas sobre la misión de los laicos y cómo vivirla, desde mi juventud veo el tremendo deseo de muchos hombres y mujeres de volver a ponerse en camino, como los discípulos de Emaús, sin importar cuántos kilómetros hayan caminado ya. El hecho de que estemos reunidos hoy, por ejemplo, me consuela, me abre perspectivas como joven laica, me da esperanzas. Por eso les quiero agradecer nuevamente su presencia hoy día.


Por último, termino con palabras de nuestra madre Iglesia: “Los laicos... viven en el siglo, es decir, en todas y cada una de las actividades y profesiones, así como en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios a cumplir su propio cometido, guiándose por el espíritu evangélico, de modo que, igual que la levadura, contribuyan desde dentro a la santificación del mundo y de este modo, descubran a Cristo a los demás, brillando ante todo, con el testimonio de su vida, con su fe, su esperanza y caridad. ” (LG 31).



Escrito por María de los Angeles Pavez de Reflexiones