Jesús: rostro misericordioso de Dios vence el mal, reitera Papa Francisco
Noticia del 24 marzo 2013
(RV).- (Con Audio) «¡Por favor no se dejen robar la esperanza que nos
da Jesús!», alentó Francisco. «Esta asamblea litúrgica es preludio de la Pascua
del Señor, a la que nos estamos preparando con la penitencia y las obras de
caridad, desde el comienzo de Cuaresma», dijo hoy al comenzar la celebración
del Domingo de Ramos, recordando que «Jesús entra a Jerusalén para dar
cumplimiento al misterio de su muerte y resurrección». Tres temas estuvieron en
el centro de la homilía el Papa: alegría - «un cristiano no puede ser jamás un
ser triste: la alegría nace de haber encontrado a Jesús –, cruz - «es con la
cruz que Dios ha vencido el mal», jóvenes - «desde hace 28 años el Domingo de
Ramos es la Jornada de la Juventud. Ustedes jóvenes tienen una parte importante
en la celebración de la fe». En sus intensas palabras, el Papa invitó también a
acompañar «con fe y devoción a nuestro Salvador en su entrada a la ciudad
santa, pidiendo la gracia de seguirlo hasta la cruz, para ser partícipes de su
resurrección».
Después de la tradicional y solemne procesión con ramos de olivo y de
palma, que caracteriza este día, en la Plaza de San Pedro iluminada por el sol,
con la participación de más de doscientas mil personas, el Obispo de Roma
presidió la Santa Misa y pronunció su homilía:
Texto completo de la homilía del Papa Francisco
1. Jesús entra en Jerusalén. La muchedumbre de los discípulos lo
acompañan festivamente, se extienden los mantos ante él, se habla de los
prodigios que ha hecho, se eleva un grito de alabanza: «¡Bendito el que viene
como rey, en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en lo alto» (Lc 19,38).
Gentío, fiesta, alabanza, bendición, paz. Se respira un clima de
alegría. Jesús ha despertado en el corazón tantas esperanzas, sobre todo entre
la gente humilde, simple, pobre, olvidada, esa que no cuenta a los ojos del
mundo. Él ha sabido comprender las miserias humanas, ha mostrado el rostro de
misericordia de Dios, se ha inclinado para curar el cuerpo y el alma. Y ahora
entra en la Ciudad Santa.
Es una bella escena, llena de luz, de alegría, de fiesta.
Al comienzo de la Misa, también nosotros la hemos repetido. Hemos
agitado nuestras palmas, nuestros ramos de olivo, y hemos cantado: «¡Bendito el
que viene en el nombre del Señor, el Rey de Israel!» (Antífona); también
nosotros hemos acogido al Señor; también nosotros hemos expresado la alegría de
acompañarlo, de saber que nos es cercano, presente en nosotros y en medio de
nosotros como un amigo, como un hermano, también como rey, es decir, como faro
luminoso de nuestra vida.
Y aquí nos viene la primera palabra: alegría. No sean nunca hombres,
mujeres tristes: un cristiano jamás puede serlo. Nunca se dejen dejéis vencer
por el desánimo. Nuestra alegría no es algo que nace de tener tantas cosas,
sino de haber encontrado a una persona, Jesús; de saber que, con él, nunca
estamos solos, incluso en los momentos difíciles, aun cuando el camino de la
vida tropieza con problemas y obstáculos que parecen insuperables..., y ¡hay
tantos! Nosotros acompañamos, seguimos a Jesús, pero sobre todo sabemos que él
nos acompaña y nos carga sobre sus hombros: en esto reside nuestra alegría, la
esperanza que hemos de llevar en este mundo nuestro. Llevemos a todos la
alegría de la fe.
2. Pero nos preguntamos: ¿Por qué Jesús entra en Jerusalén? O, tal vez
mejor, ¿cómo entra Jesús en Jerusalén? La multitud lo aclama como rey. Y él no
se opone, no la hace callar (cf. Lc 19,39-40). Pero, ¿qué tipo de rey es Jesús?
Mirémoslo: montado en un pollino, no tiene una corte que lo sigue, no está
rodeado por un ejército, símbolo de fuerza. Quien lo acoge es gente humilde,
sencilla. Jesús no entra en la Ciudad Santa para recibir los honores reservados
a los reyes de la tierra, a quien tiene poder, a quien domina; entra para ser
azotado, insultado y ultrajado, como anuncia Isaías en la Primera Lectura (cf.
Is 50,6); entra para recibir una corona de espinas, una caña, un manto de
púrpura: su realeza será objeto de burla; entra para subir al Calvario cargando
un madero.
Y, entonces, he aquí la segunda palabra: cruz. Jesús entra en
Jerusalén para morir en la cruz. Y es precisamente aquí donde resplandece su
ser rey según Dios: su trono regio es el madero de la cruz. Recordemos la
elección del rey David: Dios no elige al más fuerte, al más valiente; elige al
último, al más joven, uno con el que nadie había contado. Lo que cuenta no es
el poder terrenal. Ante Pilato, Jesús dice: «Yo soy Rey», pero el suyo es el
poder de Dios, que afronta el mal del mundo, el pecado que desfigura el rostro
del hombre. Jesús toma sobre sí el mal, la suciedad, el pecado del mundo,
también el nuestro, y lo lava, lo lava con su sangre, con la misericordia, con
el amor de Dios. Miremos a nuestro alrededor: ¡cuántas heridas inflige el mal a
la humanidad! Guerras, violencias, conflictos económicos que se abaten sobre
los más débiles, la sed de dinero, de poder, la corrupción, las divisiones, los
crímenes contra la vida humana y contra la creación. Y nuestros pecados
personales: las faltas de amor y de respeto a Dios, al prójimo y a toda la
creación. Jesús en la cruz siente todo el peso del mal, y con la fuerza del
amor de Dios lo vence, lo derrota en su resurrección. Queridos amigos, con
Cristo, con el Bien, todos podemos vencer el mal que hay en nosotros y en el
mundo. ¿Nos sentimos débiles, inadecuados, incapaces? Pero Dios no busca medios
potentes: es con la cruz con la que ha vencido el mal. No debemos creer al
Maligno, que nos dice: No puedes hacer nada contra la violencia, la corrupción,
la injusticia, contra tus pecados. Jamás hemos de acostumbrarnos al mal. Con
Cristo, podemos transformarnos a nosotros mismos y al mundo. Debemos llevar la
victoria de la cruz de Cristo a todos y por doquier; llevar este amor grande de
Dios. Y esto requiere de todos nosotros que no tengamos miedo de salir de
nosotros mismos, de ir hacia los demás. En la Segunda Lectura, san Pablo nos
dice que Jesús se despojó de sí mismo, asumiendo nuestra condición, y ha salido
a nuestro encuentro (cf. Flp 2,7). Aprendamos a mirar hacia lo alto, hacia
Dios, pero también hacia abajo, hacia los demás, hacia los últimos. Y no hemos
de tener miedo del sacrificio. Piensen en una mamá o un papá: ¡cuántos
sacrificios! Pero, ¿por qué lo hacen? Por amor. Y ¿cómo los afrontan? Con
alegría, porque son por las personas que aman. La cruz de Cristo, abrazada con
amor, no conduce a la tristeza, sino a la alegría.
3. Hoy están en esta plaza tantos jóvenes: desde hace 28 años, el
Domingo de Ramos es la Jornada de la Juventud. Y esta es la tercera palabra:
jóvenes. Queridos jóvenes, los imagino haciendo fiesta en torno a Jesús,
agitando ramos de olivo; los imagino mientras aclaman su nombre y expresan la
alegría de estar con él. Ustedes tienen una parte importante en la celebración
de la fe. Nos traen la alegría de la fe y nos dicen que tenemos que vivir la fe
con un corazón joven, siempre, incluso a los setenta, ochenta años. Con Cristo
el corazón nunca envejece. Pero todos sabemos, y ustedes lo saben bien, que el
Rey a quien seguimos y nos acompaña es un Rey muy especial: es un Rey que ama
hasta la cruz y que nos enseña a servir, a amar. Y ustedes no se avergüenzan de
su cruz. Más aún, la abrazan porque han comprendido que la verdadera alegría
está en el don de sí mismo y que Dios ha triunfado sobre el mal precisamente
con el amor. Llevan la cruz peregrina a través de todos los continentes, por
las vías del mundo. La llevan respondiendo a la invitación de Jesús: «Vayan y
hagan discípulos de todos los pueblos» (Mt 28,19), que es el tema de la Jornada
Mundial de la Juventud de este año. La llevan para decir a todos que, en la
cruz, Jesús ha derribado el muro de la enemistad, que separa a los hombres y a
los pueblos, y ha traído la reconciliación y la paz. Queridos amigos, también
yo me pongo en camino con ustedes, sobre las huellas del beato Juan Pablo II y
Benedicto XVI. Ahora estamos ya cerca de la próxima etapa de esta gran
peregrinación de la cruz de Cristo. Aguardo con alegría el próximo mes de
julio, en Río de Janeiro. Les doy cita en aquella gran ciudad de Brasil.
Prepárense bien, sobre todo espiritualmente en sus comunidades, para que este
encuentro sea un signo de fe para el mundo entero.
Vivamos la alegría de caminar con Jesús, de estar con él, llevando su
cruz, con amor, con un espíritu siempre joven.
Pidamos la intercesión de la Virgen María. Ella nos enseña el gozo del
encuentro con Cristo, el amor con el que debemos mirarlo al pie de la cruz, el
entusiasmo del corazón joven con el que hemos de seguirlo en esta Semana Santa
y durante toda nuestra vida. Amén.
Domingo de Ramos en Jerusalem