Con una Misa presida por el
Cardenal brasileño João Braz de Aviz en la Basílica de San Pedro, hoy se inició
el Año de la Vida Consagrada convocado por el Papa Francisco y que durará hasta
el 2 de febrero de 2016.
Carta apostólica del Papa Franciscocon ocasión del inicio del Año de la
vida consagrada- Testigos de la alegría
«Espero
que “despertéis al mundo”, porque la nota que caracteriza la vida consagrada es
la profecía». Es una fuerte invitación a ser testigos creíbles e incisivos en
la sociedad, la carta apostólica que el Papa Francisco dirigió el 21 de
noviembre a los consagrados con ocasión de la apertura, el primer domingo de
Adviento, del Año de la vida consagrada. «Hay toda una humanidad que espera»
escribe el Pontífice que pide a los consagrados «gestos concretos de acogida» y
desea la adecuación de obras y estructuras a las nuevas exigencias «de
evangelización y de caridad». Un testimonio que requiere el sello de la
alegría: «Estamos llamados a experimentar y demostrar que Dios es capaz de
colmar nuestros corazones y hacernos felices, sin necesidad de buscar nuestra
felicidad en otro lado».
CARTA APOSTÓLICA
DEL SANTO PADRE FRANCISCO
DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A TODOS LOS
CONSAGRADOS
CON OCASIÓN
DEL AÑO DE LA VIDA CONSAGRADA
Queridas consagradas y queridos consagrados
Os escribo como Sucesor de Pedro, a quien el Señor Jesús confió la tarea de
confirmar a sus hermanos en la fe (cf. Lc 22,32), y me dirijo
a vosotros como hermano vuestro, consagrado a Dios como vosotros.
Demos gracias juntos al Padre, que nos ha llamado a seguir a Jesús en plena
adhesión a su Evangelio y en el servicio de la Iglesia, y que ha derramado en
nuestros corazones el Espíritu Santo que nos da alegría y nos hace testimoniar
al mundo su amor y su misericordia.
He decidido convocar un Año de la Vida Consagrada haciéndome eco del sentir
de muchos y de la Congregación para los Institutos de vida consagrada y las
Sociedades de vida apostólica, con motivo del 50 aniversario de la Constitución
dogmática Lumen gentiumsobre la Iglesia, que en el
capítulo sexto trata de los religiosos, así como del Decreto Perfectae caritatis sobre la renovación
de la vida religiosa. Dicho Año comenzará el próximo 30 de noviembre, primer
Domingo de Adviento, y terminará con la fiesta de la Presentación del Señor, el
2 de febrero de 2016.
Después de escuchar a la Congregación para los Institutos de vida
consagrada y las Sociedades de vida apostólica, he indicado como objetivos para
este Año los mismos que san Juan Pablo II propuso a la Iglesia a comienzos del
tercer milenio, retomando en cierto modo lo que ya había dicho en la
Exhortación apostólica postsinodal Vita consecrata: «Vosotros no
solamente tenéis una historia gloriosa para recordar y contar, sino una gran
historia que construir. Poned los ojos en el futuro, hacia el que el Espíritu
os impulsa para seguir haciendo con vosotros grandes cosas» (n. 110).
I . Objetivos
para el Año de la Vida Consagrada.
1. El primer objetivo es mirar al pasado con gratitud. Cada
Instituto viene de una rica historia carismática. En sus orígenes se hace
presente la acción de Dios que, en su Espíritu, llama a algunas personas a
seguir de cerca a Cristo, para traducir el Evangelio en una particular forma de
vida, a leer con los ojos de la fe los signos de los tiempos, a responder
creativamente a las necesidades de la Iglesia. La experiencia de los comienzos
ha ido después creciendo y desarrollándose, incorporando otros miembros en
nuevos contextos geográficos y culturales, dando vida a nuevos modos de actuar
el carisma, a nuevas iniciativas y formas de caridad apostólica. Es como la
semilla que se convierte en un árbol que expande sus ramas.
Es oportuno que cada familia carismática recuerde este Año sus inicios y su
desarrollo histórico, para dar gracias a Dios, que ha dado a la Iglesia tantos
dones, que la embellecen y la preparan para toda obra buena (cf. Lumen gentium, 12).
Poner atención en la propia historia es indispensable para mantener viva la
identidad y fortalecer la unidad de la familia y el sentido de pertenencia de
sus miembros. No se trata de hacer arqueología o cultivar inútiles nostalgias,
sino de recorrer el camino de las generaciones pasadas para redescubrir en él
la chispa inspiradora, los ideales, los proyectos, los valores que las han
impulsado, partiendo de los fundadores y fundadoras y de las primeras
comunidades. También es una manera de tomar conciencia de cómo se ha vivido el
carisma a través de los tiempos, la creatividad que ha desplegado, las
dificultades que ha debido afrontar y cómo fueron superadas. Se podrán
descubrir incoherencias, fruto de la debilidad humana, y a veces hasta el
olvido de algunos aspectos esenciales del carisma. Todo es instructivo y se
convierte a la vez en una llamada a la conversión. Recorrer la propia historia
es alabar a Dios y darle gracias por todos sus dones.
Le damos gracias de manera especial por estos últimos 50 años desde el Concilio Vaticano II, que ha representado un
«soplo» del Espíritu Santo para toda la Iglesia. Gracias a él, la vida
consagrada ha puesto en marcha un fructífero proceso de renovación, con sus
luces y sombras, ha sido un tiempo de gracia, marcado por la presencia del
Espíritu.
Que este Año de la Vida Consagrada sea también una ocasión para confesar
con humildad, y a la vez con gran confianza en el Dios amor (cf. 1 Jn 4,8),
la propia fragilidad, y para vivirlo como una experiencia del amor
misericordioso del Señor; una ocasión para proclamar al mundo con entusiasmo y
dar testimonio con gozo de la santidad y vitalidad que hay en la mayor parte de
los que han sido llamados a seguir a Cristo en la vida consagrada.
2. Este Año nos llama también a vivir el presente con pasión.
La memoria agradecida del pasado nos impulsa, escuchando atentamente lo que el
Espíritu dice a la Iglesia de hoy, a poner en práctica de manera cada vez más
profunda los aspectos constitutivos de nuestra vida consagrada.
Desde los comienzos del primer monacato, hasta las actuales «nuevas
comunidades», toda forma de vida consagrada ha nacido de la llamada del
Espíritu a seguir a Cristo como se enseña en el Evangelio (cf. Perfectae caritatis, 2). Para los fundadores
y fundadoras, la regla en absoluto ha sido el Evangelio, cualquier otra norma
quería ser únicamente una expresión del Evangelio y un instrumento para vivirlo
en plenitud. Su ideal era Cristo, unirse a él totalmente, hasta poder decir con
Pablo: «Para mí la vida es Cristo» (Flp 1,21); los votos tenían
sentido sólo para realizar este amor apasionado.
La pregunta que hemos de plantearnos en este Año es si, y cómo, nos dejamos
interpelar por el Evangelio; si este es realmente elvademecum para
la vida cotidiana y para las opciones que estamos llamados a tomar. El
Evangelio es exigente y requiere ser vivido con radicalidad y sinceridad. No
basta leerlo (aunque la lectura y el estudio siguen siendo de extrema
importancia), no es suficiente meditarlo (y lo hacemos con alegría todos los
días). Jesús nos pide ponerlo en práctica, vivir sus palabras.
Jesús, hemos de preguntarnos aún, ¿es realmente el primero y único amor,
como nos hemos propuesto cuando profesamos nuestros votos? Sólo si es así,
podemos y debemos amar en la verdad y la misericordia a toda persona que
encontramos en nuestro camino, porque habremos aprendido de él lo que es el
amor y cómo amar: sabremos amar porque tendremos su mismo corazón.
Nuestros fundadores y fundadoras han sentido en sí la compasión que
embargaba a Jesús al ver a la multitud como ovejas extraviadas, sin pastor. Así
como Jesús, movido por esta compasión, ofreció su palabra, curó a los enfermos,
dio pan para comer, entregó su propia vida, así también los fundadores se han
puesto al servicio de la humanidad allá donde el Espíritu les enviaba, y de las
más diversas maneras: la intercesión, la predicación del Evangelio, la
catequesis, la educación, el servicio a los pobres, a los enfermos... La
fantasía de la caridad no ha conocido límites y ha sido capaz de abrir
innumerables sendas para llevar el aliento del Evangelio a las culturas y a los
más diversos ámbitos de la sociedad.
El Año de la Vida Consagrada nos interpela sobre la fidelidad a la misión
que se nos ha confiado. Nuestros ministerios, nuestras obras, nuestras
presencias, ¿responden a lo que el Espíritu ha pedido a nuestros fundadores,
son adecuados para abordar su finalidad en la sociedad y en la Iglesia de hoy?
¿Hay algo que hemos de cambiar? ¿Tenemos la misma pasión por nuestro pueblo,
somos cercanos a él hasta compartir sus penas y alegrías, así como para
comprender verdaderamente sus necesidades y poder ofrecer nuestra contribución
para responder a ellas? «La misma generosidad y abnegación que impulsaron a los
fundadores – decía san Juan Pablo II – deben moveros a vosotros, sus hijos
espirituales, a mantener vivos sus carismas que, con la misma fuerza del
Espíritu que los ha suscitado, siguen enriqueciéndose y adaptándose, sin perder
su carácter genuino, para ponerse al servicio de la Iglesia y llevar a plenitud
la implantación de su Reino».[1]
Al hacer memoria de los orígenes sale a luz otra dimensión más
del proyecto de vida consagrada. Los fundadores y fundadoras estaban
fascinados por la unidad de los Doce en torno a Jesús, de la comunión que
caracterizaba a la primera comunidad de Jerusalén. Cuando han dado vida a la
propia comunidad, todos ellos han pretendido reproducir aquel modelo
evangélico, ser un sólo corazón y una sola alma, gozar de la presencia del
Señor (cf. Perfectae caritatis, 15).
Vivir el presente con pasión es hacerse «expertos en comunión», «testigos y
artífices de aquel “proyecto de comunión” que constituye la cima de la historia
del hombre según Dios».[2] En
una sociedad del enfrentamiento, de difícil convivencia entre las diferentes
culturas, de la prepotencia con los más débiles, de las desigualdades, estamos
llamados a ofrecer un modelo concreto de comunidad que, a través del
reconocimiento de la dignidad de cada persona y del compartir el don que cada
uno lleva consigo, permite vivir en relaciones fraternas.
Sed, pues, mujeres y hombres de comunión, haceos presentes con decisión
allí donde hay diferencias y tensiones, y sed un signo creíble de la presencia
del Espíritu, que infunde en los corazones la pasión de que todos sean uno (cf. Jn 17,21).
Vivid la mística del encuentro: «la capacidad de escuchar, de
escuchar a las demás personas. La capacidad de buscar juntos el camino, el
método»,[3] dejándoos
iluminar por la relación de amor que recorre las tres Personas Divinas (cf. 1
Jn 4,8) como modelo de toda relación interpersonal.
3. Abrazar el futuro con esperanza quiere ser el tercer
objetivo de este Año. Conocemos las dificultades que afronta la vida consagrada
en sus diversas formas: la disminución de vocaciones y el envejecimiento, sobre
todo en el mundo occidental, los problemas económicos como consecuencia de la
grave crisis financiera mundial, los retos de la internacionalidad y la
globalización, las insidias del relativismo, la marginación y la irrelevancia
social... Precisamente en estas incertidumbres, que compartimos con muchos de
nuestros contemporáneos, se levanta nuestra esperanza, fruto de la fe en el
Señor de la historia, que sigue repitiendo: «No tengas miedo, que yo estoy
contigo» (Jr 1,8).
La esperanza de la que hablamos no se basa en los números o en las obras,
sino en aquel en quien hemos puesto nuestra confianza (cf. 2 Tm 1,12)
y para quien «nada es imposible» (Lc 1,37). Esta es la esperanza
que no defrauda y que permitirá a la vida consagrada seguir escribiendo una
gran historia en el futuro, al que debemos seguir mirando, conscientes de que
hacia él es donde nos conduce el Espíritu Santo para continuar haciendo cosas
grandes con nosotros.
No hay que ceder a la tentación de los números y de la eficiencia, y menos
aún a la de confiar en las propias fuerzas. Examinad los horizontes de la vida
y el momento presente en vigilante vela. Con Benedicto XVI, repito: «No
os unáis a los profetas de desventuras que proclaman el final o el sinsentido
de la vida consagrada en la Iglesia de nuestros días; más bien revestíos de
Jesucristo y portad las armas de la luz – como exhorta san Pablo (cf. Rm 13,11-14)
–, permaneciendo despiertos y vigilantes».[4] Continuemos
y reemprendamos siempre nuestro camino con confianza en el Señor.
Me dirijo sobre todo a vosotros, jóvenes. Sed el presente viviendo
activamente en el seno de vuestros Institutos, ofreciendo una contribución
determinante con la frescura y la generosidad de vuestra opción. Sois al mismo
tiempo el futuro, porque pronto seréis llamados a tomar en vuestras manos la
guía de la animación, la formación, el servicio y la misión. Este año tendréis
un protagonismo en el diálogo con la generación que os precede. En comunión
fraterna, podréis enriqueceros con su experiencia y sabiduría, y al mismo
tiempo tendréis ocasión de volver a proponerle los ideales que ha vivido en sus
inicios, ofrecer la pujanza y lozanía de vuestro entusiasmo, y así desarrollar
juntos nuevos modos de vivir el Evangelio y respuestas cada vez más adecuadas a
las exigencias del testimonio y del anuncio.
Me alegra saber que tendréis oportunidades para reuniros entre vosotros,
jóvenes de diferentes Institutos. Que el encuentro se haga el camino habitual
de la comunión, del apoyo mutuo, de la unidad.
II -
Expectativas para el Año de la Vida Consagrada
¿Qué espero en particular de este Año de gracia de la Vida Consagrada?
1. Que sea siempre verdad lo que dije una vez: «Donde hay religiosos hay
alegría». Estamos llamados a experimentar y demostrar que Dios es capaz de
colmar nuestros corazones y hacernos felices, sin necesidad de buscar nuestra
felicidad en otro lado; que la auténtica fraternidad vivida en nuestras
comunidades alimenta nuestra alegría; que nuestra entrega total al servicio de
la Iglesia, las familias, los jóvenes, los ancianos, los pobres, nos realiza
como personas y da plenitud a nuestra vida.
Que entre nosotros no se vean caras tristes, personas descontentas, porque
«un seguimiento triste es un triste seguimiento». También nosotros, al igual
que todos los otros hombres y mujeres, sentimos las dificultades, las noches
del espíritu, la decepción, la enfermedad, la pérdida de fuerzas debido a la
vejez. Precisamente en esto deberíamos encontrar la «perfecta alegría»,
aprender a reconocer el rostro de Cristo, que se hizo en todo semejante a
nosotros, y sentir por tanto la alegría de sabernos semejantes a él, que no ha
rehusado someterse a la cruz por amor nuestro.
En una sociedad que ostenta el culto a la eficiencia, al estado pletórico
de salud, al éxito, y que margina a los pobres y excluye a los «perdedores»,
podemos testimoniar mediante nuestras vidas la verdad de las palabras de la
Escritura: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Co 12,10).
Bien podemos aplicar a la vida consagrada lo que escribí en la Exhortación
apostólica Evangelii gaudium, citando una homilía deBenedicto XVI: «La Iglesia no crece por
proselitismo, sino por atracción» (n. 14). Sí, la vida consagrada no crece
cuando organizamos bellas campañas vocacionales, sino cuando los jóvenes que
nos conocen se sienten atraídos por nosotros, cuando nos ven hombres y mujeres
felices. Tampoco su eficacia apostólica depende de la eficiencia y el poderío
de sus medios. Es vuestra vida la que debe hablar, una vida en la que se
trasparenta la alegría y la belleza de vivir el Evangelio y de seguir a Cristo.
Repito a vosotros lo que dije en la última Vigilia de Pentecostés a los Movimientos
eclesiales: «El valor de la Iglesia, fundamentalmente, es vivir el
Evangelio y dar testimonio de nuestra fe. La Iglesia es la sal de la tierra, es
luz del mundo, está llamada a hacer presente en la sociedad la levadura del
Reino de Dios y lo hace ante todo con su testimonio, el testimonio del amor
fraterno, de la solidaridad, del compartir» (18 mayo 2013).
2. Espero que «despertéis al mundo», porque la nota que caracteriza la vida
consagrada es la profecía. Como dije a los Superiores Generales, «la
radicalidad evangélica no es sólo de los religiosos: se exige a todos. Pero los
religiosos siguen al Señor de manera especial, de modo profético». Esta es la
prioridad que ahora se nos pide: «Ser profetas como Jesús ha vivido en esta
tierra... Un religioso nunca debe renunciar a la profecía» (29 noviembre 2013).
El profeta recibe de Dios la capacidad de observar la historia en la que
vive y de interpretar los acontecimientos: es como un centinela que vigila por
la noche y sabe cuándo llega el alba (cf. Is 21,11-12). Conoce
a Dios y conoce a los hombres y mujeres, sus hermanos y hermanas. Es capaz de
discernir, y también de denunciar el mal del pecado y las injusticias, porque
es libre, no debe rendir cuentas a más amos que a Dios, no tiene otros
intereses sino los de Dios. El profeta está generalmente de parte de los pobres
y los indefensos, porque sabe que Dios mismo está de su parte.
Espero, pues, que mantengáis vivas las «utopías», pero que sepáis crear
«otros lugares» donde se viva la lógica evangélica del don, de la fraternidad,
de la acogida de la diversidad, del amor mutuo. Los monasterios, comunidades,
centros de espiritualidad, «ciudades», escuelas, hospitales, casas de acogida y
todos esos lugares que la caridad y la creatividad carismática han fundado, y
que fundarán con mayor creatividad aún, deben ser cada vez más la levadura para
una sociedad inspirada en el Evangelio, la «ciudad sobre un monte» que habla de
la verdad y el poder de las palabras de Jesús.
A veces, como sucedió a Elías y Jonás, se puede tener la tentación de huir,
de evitar el cometido del profeta, porque es demasiado exigente, porque se está
cansado, decepcionado de los resultados. Pero el profeta sabe que nunca está
solo. También a nosotros, como a Jeremías, Dios nos asegura: «No tengas miedo,
que yo estoy contigo para librarte» (1,8).
3. Los religiosos y las religiosas, al igual que todas las demás personas
consagradas, están llamadas a ser «expertos en comunión». Espero, por tanto,
que la «espiritualidad de comunión», indicada por san Juan Pablo II, se haga realidad y que
vosotros estéis en primera línea para acoger «el gran desafío que tenemos ante
nosotros» en este nuevo milenio: «Hacer de la Iglesia la casa y la escuela de
la comunión».[5] Estoy
seguro de que este Año trabajaréis con seriedad para que el ideal de
fraternidad perseguido por los fundadores y fundadoras crezca en los más
diversos niveles, como en círculos concéntricos.
La comunión se practica ante todo en las respectivas comunidades del
Instituto. A este respecto, invito a releer mis frecuentes intervenciones en
las que no me canso de repetir que la crítica, el chisme, la envidia, los
celos, los antagonismos, son actitudes que no tienen derecho a vivir en
nuestras casas. Pero, sentada esta premisa, el camino de la caridad que se abre
ante nosotros es casi infinito, pues se trata de buscar la acogida y la
atención recíproca, de practicar la comunión de bienes materiales y
espirituales, la corrección fraterna, el respeto para con los más débiles... Es
«la mística de vivir juntos» que hace de nuestra vida «una santa
peregrinación».[6] También
debemos preguntarnos sobre la relación entre personas de diferentes culturas,
teniendo en cuenta que nuestras comunidades se hacen cada vez más
internacionales. ¿Cómo permitir a cada uno expresarse, ser aceptado con sus
dones específicos, ser plenamente corresponsable?
También espero que crezca la comunión entre los miembros de los distintos
Institutos. ¿No podría ser este Año la ocasión para salir con más valor de los
confines del propio Instituto para desarrollar juntos, en el ámbito local y
global, proyectos comunes de formación, evangelización, intervenciones
sociales? Así se podrá ofrecer más eficazmente un auténtico testimonio
profético. La comunión y el encuentro entre diferentes carismas y vocaciones es
un camino de esperanza. Nadie construye el futuro aislándose, ni sólo con sus
propias fuerzas, sino reconociéndose en la verdad de una comunión que siempre
se abre al encuentro, al diálogo, a la escucha, a la ayuda mutua, y nos
preserva de la enfermedad de la autoreferencialidad.
Al mismo tiempo, la vida consagrada está llamada a buscar una sincera
sinergia entre todas las vocaciones en la Iglesia, comenzando por los
presbíteros y los laicos, así como a «fomentar la espiritualidad de la
comunión, ante todo en su interior y, además, en la comunidad eclesial misma y
más allá aún de sus confines».[7]
4. Espero de vosotros, además, lo que pido a todos los miembros de la
Iglesia: salir de sí mismos para ir a las periferias existenciales. «Id al mundo
entero», fue la última palabra que Jesús dirigió a los suyos, y que sigue
dirigiéndonos hoy a todos nosotros (cf. Mc 16,15). Hay toda
una humanidad que espera: personas que han perdido toda esperanza, familias en
dificultad, niños abandonados, jóvenes sin futuro alguno, enfermos y ancianos
abandonados, ricos hartos de bienes y con el corazón vacío, hombres y mujeres
en busca del sentido de la vida, sedientos de lo divino...
No os repleguéis en vosotros mismos, no dejéis que las pequeñas peleas de
casa os asfixien, no quedéis prisioneros de vuestros problemas. Estos se
resolverán si vais fuera a ayudar a otros a resolver sus problemas y anunciar
la Buena Nueva. Encontraréis la vida dando la vida, la esperanza dando
esperanza, el amor amando.
Espero de vosotros gestos concretos de acogida a los refugiados, de
cercanía a los pobres, de creatividad en la catequesis, en el anuncio del
Evangelio, en la iniciación a la vida de oración. Por tanto, espero que se
aligeren las estructuras, se reutilicen las grandes casas en favor de obras más
acordes a las necesidades actuales de evangelización y de caridad, se adapten
las obras a las nuevas necesidades.
5. Espero que toda forma de vida consagrada se pregunte sobre lo que Dios y
la humanidad de hoy piden.
Los monasterios y los grupos de orientación contemplativa podrían reunirse
entre sí, o estar en contacto de algún modo, para intercambiar experiencias
sobre la vida de oración, sobre el modo de crecer en la comunión con toda la
Iglesia, sobre cómo apoyar a los cristianos perseguidos, sobre la forma de
acoger y acompañar a los que están en busca de una vida espiritual más intensa
o tienen necesidad de apoyo moral o material.
Lo mismo pueden hacer los Institutos dedicados a la caridad, a la
enseñanza, a la promoción de la cultura, los que se lanzan al anuncio del
Evangelio o desarrollan determinados ministerios pastorales, los Institutos
seculares en su presencia capilar en las estructuras sociales. La fantasía del
Espíritu ha creado formas de vida y obras tan diferentes, que no podemos
fácilmente catalogarlas o encajarlas en esquemas prefabricados. No me es
posible, pues, referirme a cada una de las formas carismáticas en particular.
No obstante, nadie debería eludir este Año una verificación seria sobre su
presencia en la vida de la Iglesia y su manera de responder a los continuos y
nuevos interrogantes que se suscitan en nuestro alrededor, al grito de los
pobres.
Sólo con esta atención a las necesidades del mundo y con la docilidad al
Espíritu, este Año de la Vida Consagrada se transformará en un auténtico kairòs,
un tiempo de Dios lleno de gracia y de transformación.
III - Horizontes
del Año de la Vida Consagrada
También os animo a vosotros, fieles laicos, a vivir este Año de la Vida
Consagrada como una gracia que os puede hacer más conscientes del don recibido.
Celebradlo con toda la «familia» para crecer y responder a las llamadas del
Espíritu en la sociedad actual. En algunas ocasiones, cuando los consagrados de
diversos Institutos se reúnan entre ellos este Año, procurad estar presentes
también vosotros, como expresión del único don de Dios, con el fin de conocer
las experiencias de otras familias carismáticas, de los otros grupos laicos y
enriqueceros y ayudaros recíprocamente.
2. El Año de la Vida Consagrada no sólo afecta a las personas consagradas,
sino a toda la Iglesia. Me dirijo, pues, a todo el pueblo cristiano,
para que tome conciencia cada vez más del don de tantos consagrados y
consagradas, herederos de grandes santos que han fraguado la historia del
cristianismo. ¿Qué sería la Iglesia sin san Benito y san Basilio, san Agustín y
san Bernardo, san Francisco y santo Domingo, sin san Ignacio de Loyola y santa
Teresa de Ávila, santa Ángela Merici y san Vicente de Paúl? La lista sería casi
infinita, hasta san Juan Bosco, la beata Teresa de Calcuta. El beato Pablo VI decía: «Sin este signo concreto,
la caridad que anima la Iglesia entera correría el riesgo de enfriarse, la
paradoja salvífica del Evangelio de perder garra, la “sal” de la fe de
disolverse en un mundo de secularización» (Evangelica testificatio, 3).
Invito por tanto a todas las comunidades cristianas a vivir este Año, ante
todo dando gracias al Señor y haciendo memoria reconocida de los dones
recibidos, y que todavía recibimos, a través de la santidad de los fundadores y
fundadoras, y de la fidelidad de tantos consagrados al propio carisma. Invito a
todos a unirse en torno a las personas consagradas, a alegrarse con
ellas, a compartir sus dificultades, a colaborar con ellas en la medida de lo
posible, para la realización de su ministerio y sus obras, que son también las
de toda la Iglesia. Hacedles sentir el afecto y el calor de todo el pueblo
cristiano.
Bendigo al Señor por la feliz coincidencia del Año de la Vida Consagrada
con el Sínodo sobre la familia. Familia y vida consagrada son vocaciones
portadoras de riqueza y gracia para todos, ámbitos de humanización en la
construcción de relaciones vitales, lugares de evangelización. Se pueden ayudar
unos a otros.
3. Con esta carta me atrevo a dirigirme también a las personas
consagradas y a los miembros de las fraternidades y comunidades pertenecientes
a Iglesias de tradición diferente a la católica. El monacato es un
patrimonio de la Iglesia indivisa, todavía muy vivo tanto en las Iglesias
ortodoxas como en la Iglesia Católica. En él, como otras experiencias
posteriores al tiempo en el que la Iglesia de Occidente todavía estaba unida,
se han inspirado iniciativas análogas surgidas en el ámbito de las Comunidades
eclesiales de la Reforma, que luego han continuado a generar en su seno otras
expresiones de comunidades fraternas y de servicio.
La Congregación para los Institutos de vida consagrada y las Sociedades de
vida apostólica ha programado iniciativas para propiciar encuentros entre
miembros pertenecientes a experiencias de la vida consagrada y fraterna de las
diversas Iglesias. Aliento vivamente estas reuniones, para que crezca el
conocimiento recíproco, la estima, la mutua colaboración, de manera que el
ecumenismo de la vida consagrada sea una ayuda en el proyecto más amplio hacia
la unidad entre todas las Iglesias.
4. Tampoco podemos olvidar que el fenómeno de la vida monástica y de otras
expresiones de fraternidad religiosa existe también en todas las grandes
religiones. No faltan experiencias, también consolidadas, de diálogo
inter-monástico entre la Iglesia Católica y algunas de las grandes tradiciones
religiosas. Espero que el Año de la Vida Consagrada sea la ocasión para evaluar
el camino recorrido, para sensibilizar a las personas consagradas en este
campo, para preguntarnos sobre nuevos pasos a dar hacia una recíproca
comprensión cada vez más profunda y para una colaboración en muchos ámbitos
comunes de servicio a la vida humana.
Caminar juntos es siempre un enriquecimiento, y puede abrir nuevas vías a
las relaciones entre pueblos y culturas, que en este período aparecen plagadas
de dificultades.
5. Por último, me dirijo a mis hermanos en el episcopado. Que este
Año sea una oportunidad para acoger cordialmente y con alegría la vida
consagrada como un capital espiritual para el bien de todo el Cuerpo de Cristo
(cf. Lumen gentium, 43), y no sólo de las
familias religiosas. «La vida consagrada es un don para la Iglesia, nace en la
Iglesia, crece en la Iglesia, está totalmente orientada a la Iglesia».[8] De
aquí que, como don a la Iglesia, no es una realidad aislada o marginal, sino
que pertenece íntimamente a ella, está en el corazón de la Iglesia como
elemento decisivo de su misión, en cuanto expresa la naturaleza íntima de la
vocación cristiana y la tensión de toda la Iglesia Esposa hacia la unión con el
único Esposo; por tanto, «pertenece sin discusión a su vida y a su santidad» (ibíd.,
44).
En este contexto, invito a los Pastores de las Iglesias particulares a una
solicitud especial para promover en sus comunidades los distintos carismas,
sean históricos, sean carismas nuevos, sosteniendo, animando, ayudando en el
discernimiento, haciéndose cercanos con ternura y amor a las situaciones de
dolor y debilidad en las que puedan encontrarse algunos consagrados y, en
especial, iluminando con su enseñanza al Pueblo de Dios el valor de la vida
consagrada, para hacer brillar su belleza y santidad en la Iglesia.
Encomiendo a María, la Virgen de la escucha y la contemplación, la primera
discípula de su amado Hijo, este Año de la Vida Consagrada. A ella, hija
predilecta del Padre y revestida de todos los dones de la gracia, nos dirigimos
como modelo incomparable de seguimiento en el amor a Dios y en el servicio al
prójimo.
Agradecido desde ahora con todos vosotros por los dones de gracia y de luz
con los que el Señor nos quiera enriquecer, acompaño a todos con la Bendición
Apostólica.
Vaticano, 21 de noviembre 2014, fiesta de la Presentación de la Santísima
Virgen María.
Francisco
[1] Carta ap. Los caminos del Evangelio, a los religiosos y
religiosas de América Latina con motivo del V centenario de la evangelización
del Nuevo Mundo (29 junio 1990), 26.
[2] Sagrada Congregación para los Religiosos y los Institutos Seculares, Religiosos y promoción humana (12
agosto 1980), 24:L’Osservatore Romano, ed. en lengua española, 14 diciembre
1980, p. 16.
[4] Homilía en la fiesta de la Presentación del Señor,
2 febrero 2013.
[5] Carta ap. Novo millennio ineunte, 6 enero 2001, 43
[6] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 24 noviembre 2013, 87.
[7] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal. Vita consecrata, 25 marzo 1996,51.
[8] J. M. Bergoglio, Intervención en el Sínodo sobre la vida consagrada y
su misión en la Iglesia y en el mundo, XVI Congregación general, 13 octubre
1994.
Observatore Romano
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