Francisco preside la Misa de Nochebuena en San Pedro
2014-12-24
El Papa presidio la Misa del Gallo en la Basílica de San
Pedro. La ceremonia comenzo a las 9,30 pm hora de Roma.
Es la segunda Navidad del Papa Francisco en el Vaticano.
Durante la solemne ceremonia se interpretó el
"Et Incarnatus est” de la Misa en Do menor de Mozart.
Radio vaticana
Misa de Gallo - Natale 2014
"Maria, muéstranos a Jesús"
El Santo Padre Francisco celebró anoche, en la Basílica de
San Pedro, la Santa Misa de la Solemnidad de la Navidad del Señor.
Publicamos a continuación el texto integral de su homilía:
«El pueblo que caminaba en
tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras y una luz les
brilló» (Is 9, 1). «Un ángel del Señor se les presentó [a los pastores]: la
gloria del Señor los envolvió de claridad» (Lc 2, 9). De este modo, la liturgia
de la santa noche de Navidad nos presenta el nacimiento del Salvador como luz
que irrumpe y disipa la más densa oscuridad. La presencia del Señor en medio de
su pueblo libera del peso de la derrota y de la tristeza de la esclavitud, e
instaura el gozo y la alegría.
También nosotros, en esta noche
bendita, hemos venido a la casa de Dios atravesando las tinieblas que envuelven
la tierra, guiados por la llama de la fe que ilumina nuestros pasos y animados
por la esperanza de encontrar la «luz grande». Abriendo nuestro corazón,
tenemos también nosotros la posibilidad de contemplar el milagro de ese
niño-sol que, viniendo de lo alto, ilumina el horizonte.
El origen de las tinieblas que
envuelven al mundo se pierde en la noche de los tiempos. Pensemos en aquel
oscuro momento en que fue cometido el primer crimen de la humanidad, cuando la
mano de Caín, cegado por la envidia, hirió de muerte a su hermano Abel (cf. Gn
4, 8). También el curso de los siglos ha estado marcado por la violencia, las
guerras, el odio, la opresión. Pero Dios, que había puesto sus esperanzas en el
hombre hecho a su imagen y semejanza, aguardaba pacientemente. ¡Dios esperaba!
Esperó durante tanto tiempo, que quizás en un cierto momento hubiera tenido que
renunciar. En cambio, no podía renunciar, no podía negarse a sí mismo (cf. 2 Tm
2, 13). Por eso ha seguido esperando con paciencia ante la corrupción de los
hombres y de los pueblos. La paciencia de Dios. Qué difícil comprender esto: la
paciencia de Dios con nosotros.
A lo largo del camino de la
historia, la luz que disipa la oscuridad nos revela que Dios es Padre y que su
paciente fidelidad es más fuerte que las tinieblas y que la corrupción. En esto
consiste el anuncio de la noche de Navidad. Dios no conoce los arrebatos de ira
y la impaciencia; está siempre ahí, como el padre de la parábola del hijo
pródigo, esperando atisbar a lo lejos el retorno del hijo perdido. Y todos los
días con paciencia. La paciencia de Dios.
La profecía de Isaías
anuncia la aparición de una gran luz que
disipa la oscuridad. Esa luz nació en Belén y fue recibida por las manos
tiernas de María, por el cariño de José, por el asombro de los pastores. Cuando
los ángeles anunciaron a los pastores el nacimiento del Redentor, lo hicieron
con estas palabras: «Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en
pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2, 12). La «señal» es precisamente la
humildad de Dios, la humildad de Dios llevada hasta el extremo; es el amor con
el que, aquella noche, asumió nuestra fragilidad, nuestros sufrimientos,
nuestras angustias, nuestros anhelos y nuestras limitaciones. El mensaje que
todos esperaban, que buscaban en lo más profundo de su alma, no era otro que la
ternura de Dios: Dios que nos mira con ojos llenos de afecto, que acepta
nuestra miseria, Dios enamorado de nuestra pequeñez.
Esta noche santa, en la que
contemplamos al Niño Jesús apenas nacido y acostado en un pesebre, nos invita a
reflexionar. ¿Cómo acogemos la ternura de Dios? ¿Me dejo alcanzar por él, me
dejo abrazar por él, o le impido que se acerque? «Pero si yo busco al Señor» –
podríamos responder –. Sin embargo, lo más importante no es buscarlo, sino
dejar que sea él quien me busque, quien me encuentre y me acaricie con cariño.
Ésta es la pregunta que el Niño nos hace con su sola presencia: ¿permito a Dios
que me quiera?
Y más aún: ¿tenemos el coraje de
acoger con ternura las situaciones difíciles y los problemas de quien está a
nuestro lado, o bien preferimos soluciones impersonales, quizás eficaces pero
sin el calor del Evangelio? ¡Cuánta necesidad de ternura tiene el mundo de hoy!
Paciencia de Dios, cercanía de Dios,
ternura de Dios.
La respuesta del cristiano no
puede ser más que aquella que Dios da a nuestra pequeñez. La vida tiene que ser
vivida con bondad, con mansedumbre. Cuando nos damos cuenta de que Dios está
enamorado de nuestra pequeñez, que él mismo se hace pequeño para propiciar el
encuentro con nosotros, no podemos no abrirle nuestro corazón y suplicarle:
«Señor, ayúdame a ser como tú, dame la gracia de la ternura en las
circunstancias más duras de la vida, concédeme la gracia de la cercanía en las
necesidades de los demás, de la humildad en cualquier conflicto».
Queridos hermanos y hermanas, en
esta noche santa contemplemos el misterio: allí «el pueblo que caminaba en
tinieblas vio una luz grande» (Is 9, 1). La vio la gente sencilla, dispuesta a
acoger el don de Dios. En cambio, no la vieron los arrogantes, los soberbios,
los que establecen las leyes según sus propios criterios personales, los que
adoptan actitudes de cerrazón. Miremos al misterio y recemos, pidiendo a la
Virgen Madre: «María, muéstranos a Jesús».