Domingo de la Santísima Trinidad
15 JUNIO 2014
Juan 3, 16-18
Como continuando la contemplación admirada de los misterios
de nuestra fe, y con el afán de mantenernos en un clima de alegría de Pascua,
la liturgia nos trae este domingo la celebración de la Santísima Trinidad. Es
la plenitud de la revelación de Dios. Esta revelación de Dios tiene su comienzo
al abrirse las primeras páginas de la Sagrada Escritura; allí ya se nos
manifestaba Dios en todo su esplendor creador; y se iba mostrando
progresivamente como libertador, como amigo. La revelación continuaba y llegó a
su culminación con esta magnífica e insondable manifestación: Dios es Padre, es
Hijo y es Espíritu Santo. Es el cariño de Dios que quiere decirles a sus hijos
cómo es El, para que lo conozcamos y lo amemos más. La Biblia es el libro en
que Dios nos cuenta cómo es. Y en la revelación de su Misterio Trinitario llega
a descubrir lo más íntimo de su ser. Son
todo un conjunto de textos del Nuevo Testamento los que contienen esta
afirmación (cf. Mt 28, 19, entre otros).
Y nosotros, somos buscadores inquietos de la verdad, y para
lograr asir las verdades con nuestra mente nos valemos de conceptos y de
palabras; y la Verdad más elevada se nos oculta misteriosamente detrás de las
palabras con que el Señor nos la revela. La misma ciencia de la teología, en su
intento por llegar a entender esta realidad (¡qué pretensión!), no llega
tampoco muy lejos y queda fatigada por conceptos abstractos en la búsqueda.
La Teología llega a fórmulas útiles, pero insuficientes y
oscuras. Decimos que Dios es una esencia única e indivisible, y que es a la vez
tres Personas. Pero no podemos entender cómo una misma esencia es participada
por igual por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Y se nos ocurre pensar en
un ser humano que fuera a la vez tres personas, y eso nos parece una afirmación
disparatada. Y decimos que el Padre engendra al Hijo, pero el Hijo no es
posterior al Padre, sino tan eterno como El. Y hay un Padre que engendra, sin
una madre. Y el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, y no es posterior
a ellos.
Qué pobres nos resultan nuestras palabras. Parecen
instrumentos rígidos, esquemáticos y sin color, cuando con ellas queremos
acceder al conocimiento del Ser Fundamental. Nuestras palabras son tan torpes.
Pero por la fe intuimos que detrás de la frontera de esas palabras se abre el
Abismo de lo más elevado y de lo más sublime. Las palabras persona, esencia,
padre, hijo, espíritu, y todas las otras con que nos acercamos a la Sublime
Revelación, son como señales que nos piden que sobrepasemos lo inteligible,
para que nos acerquemos desnudos de conceptos al Abismo de Dios. Y entonces le
damos al corazón el puesto de la inteligencia para que nos adentre en el
conocimiento de Dios; hacemos que el corazón con su capacidad intuitiva dirija
a la inteligencia en esta nueva forma de conocer.
Sabemos, y tenemos certeza por la Revelación de que esas
palabras tan torpes nos han acercado al centro de la realidad y detrás de ellas
aparece el abismo inacabable, sin fronteras, de todo lo que es Realidad y
Belleza, y Verdad. Y ahí nos embarcamos en el riesgo de la fe, que se deja
llevar, que se aventura en sintonizar con lo totalmente nuevo y diferente. El
corazón puede palpitar al unísono con esta realidad envolvente y gozosa, de la
cual las palabras sólo son gemidos sin articular, como los sonidos sin
articular de un infante.
Realidad sublime y maravillosa. Trinidad de Dios
deslumbradora y bella. Y qué bueno es encontrar que nuestro entendimiento
humano no queda prisionero en su aventura del conocer por el horizonte pequeño
de nuestras palabras y de nuestros razonamientos. Dios mismo nos abre la gran
ventana de su intimidad. La Verdad en su plenitud nos pone al descubierto como
indigentes, con palabras que resultan completamente torpes, para conducirnos al
Misterio de lo Sublime, pero que nos sirven de punto de partida para dar un
salto al conocimiento que excede todo entendimiento. Teníamos nuestras
palabras, nuestras razones, nuestra lógica, y quedamos desnudos, sin palabras,
sin razones, sin lógica, cuando la Realidad más plena se nos presenta y Dios
nos dice cómo es El. Y la mejor manera de celebrar el misterio es quedarnos
atónitos, asombrados y con el corazón abierto de par en par, para recibir la
Luminosidad, y gozar con aquello que no alcanzamos ni a sospechar.