Repetir, repetir, repetir
Escrito por el Padre Enrique Rodriguez SJ
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“Adórote cruz bendita, dulce joya margarita. En ti creo, en ti espero, pues en ti murió el manso cordero. Si en la hora de mi muerte me tentara el enemigo, yo le diré: fuera de aquí, maldito, que no tienes que hacer conmigo. Y el día de la Santísima Cruz, diré mil veces: Jesús, Jesús, Jesús...”
Dominga era una vieja rezadora que enseñó a mamá esta oración, y ella así me la repitió cada noche cuando me acostaba para dormir. Si por una parte aterraba mi imaginación lo del “maldito enemigo”, me reconfortaba el poder ahuyentar todo temor con la repetición del nombre de Jesús. Tuvieron que pasar muchos años para que del baúl de la memoria volviera a salir el ensalmo. Porque no otra cosa parecía. ¿Qué significaba eso de “joya margarita”? No se trataba de la flor, sino del nombre latino de la perla, de aquellas que no se tiran a los chanchos. Y la joya era nada menos que la Cruz del Señor.
Cuando mi abuela María Rosa aún estaba suficientemente bien, nos reuníamos en su cuarto a rezar el rosario. Sólo recuerdo que nos reuníamos porque había que hacerlo. No había televisión que convocara a la familia. Me divertía decir “Dios te salve, Maríaaaaaaa, ... Jeshush”, esto último bien acentuado, lo que me valía buenos pellizcos para entrar en el orden establecido. Pero volvía a la carga en las letanías: “Ora pro nobishshshsh”.
Casi medio siglo después, veo a muchos chicos y jóvenes con el rosario al cuello, como en tiempo de la colonia lo llevaban los “castillos”, nombre con que llamaban a los jóvenes discípulos del apóstol de Lima, padre Francisco del Castillo. Del espejo retrovisor de automóviles y combis es más que frecuente ver colgado también un rosario. No hay barrio en que falten grupos de personas que semanalmente se reúnen a la práctica de esta devoción. Encuentran paz, consuelo, fortaleza.
¿Qué es el rosario? El rosario es simplemente un contador. Unas bolitas o cuentas unidas que se hacen pasar entre los dedos como desgranando. La boca recita una y otra vez la misma oración: “Señor Jesús, ten piedad de mí”; “Dios es grande; Dios es inmortal; Dios es fiel; ...”; “Jesús, Jesús, Jesús,...”; “Dios te salve, María, llena de gracia...”.
La mujercita parecía hablar sola en el templo y el sacerdote la quería expulsar por borracha. Pero era el espíritu el que hablaba en ella y simplemente se dejaba llevar del sentimiento, expresando al Señor su congoja y su anhelo. No se llenaba la boca de palabras huecas como los fariseos. Igual que el publicano en el otro rincón del templo, que no se atrevía a levantar ni la mirada, ni la voz, pero su oración fue escuchada.
Es frecuente oír: “Yo no se qué le ven a estar repitiendo lo mismo una y otra vez”. Sin embargo parece obvio para qué sirve estar al lado de un niño pequeño diciéndole cosas que no entiende, o palabras que vistas desde fuera suenan ridículas. De nada sirve aparentemente ir al cine con quien se quiere si no va a mediar palabra en toda la sesión. No es la utilidad la razón del lenguaje humano. Lo importante es que dos seres se comunican utilizando determinado medio o código, que puede ser público o secreto. Al comunicarme, crezco.
La oración es comunicación entre una persona y su Dios. El diálogo se da en lo más profundo del corazón, sean cuales sean las palabras utilizadas. Los códigos varían de acuerdo a la propia tradición cultural o sistema religioso.
El rosario no es original de los cristianos. En el Diccionario de religiones comparadas de Brandon, en el artículo Rosario, encontramos: “Se llaman así en general a ciertos instrumentos consistentes en sartas de cuentas o granos que sirven como ayuda a la memoria en los ejercicios piadosos que implican la repetición de los nombres divinos o de ciertas fórmulas sagradas. Parece que su uso es originario de la India brahmánica, y es frecuente en los cultos de Visnú y de Siva. Del hinduismo adoptaron el rosario los budistas de todos los países. También usan rosarios los musulmanes y los sikhs. Entre los judíos el rosario cumple una función sicológica, no religiosa. El uso del rosario entre los cristianos se ha explicado como un préstamo que los cruzados aprendieron de los musulmanes, pero hay pruebas de que es anterior. El actual rosario católico tiene 150 cuentas a las que va unida una crucecita; el tamaño de las cuentas y la forma en que van dispuestas dependen del esquema específico a que se atiene esta devoción. La iglesia católica celebra la fiesta del santo rosario el 7 de octubre”.
Para entender la historia hay que remontarse tal vez a las comunidades judías en medio de las cuales se enseñaba y practicaba el rezo de los salmos. El día de un judío piadoso estaba atravesado por la presencia de la gloria de Dios y la bendición al Señor del Universo brotaba de su boca desde el canto del gallo hasta el ocaso del sol, ante el firmamento estrellado y en las vigilias insomnes. Como toda cultura de tradición oral, la memoria de los israelitas estaba ampliamente desarrollada. No era raro que el judío aprendiera en la sinagoga todos y cada uno de los 150 cantos del libro de David, que recitaría (en semicanto o salmodia) en cada ocasión propicia, por sí mismo o de forma vicaria por un cantor. Basta seguir la pista de los salmos que se citan de manera sintética en una y otra página del Evangelio. La imagen de Jesús en la cruz crece a alturas insospechadas al contemplarlo repitiendo las oraciones del salmista.
Los cristianos de la primera generación, como los de hoy, celebraban la vigilia de la Resurrección intercalando el canto de salmos por boca de cantores designados. Este uso, convertido en semanal, devino con los siglos en la celebración del Oficio Divino, primero en las iglesias de Oriente, luego en las de Occidente, bajo el ejemplo de la Anástasis. Por orden del emperador y de los papas los presbíteros pasaron a tener la obligación diaria de rezarlo para el servicio de Dios y del pueblo. En la Edad Media encontramos Salterios divididos en siete u ocho partes, de modo que a lo largo de la semana se rezara en coro los 150 salmos en el seno de las Ordenes monásticas. La indicación de la división estaba marcada por la primera letra del salmo que comienza cada serie, decorada con profusión y belleza.
Las órdenes monásticas, en las que había bastantes miembros iletrados, a los que más tarde se les llamó hermanos conversos o laicos, eran incapaces de aprender de oídas el salterio y por tanto estaban expuestos a no obtener ningún beneficio del rezo del Oficio Divino recitado a coro. Desde entonces se les impuso la costumbre de recitar cierto número de padrenuestros en vez del Oficio. Después, cuando surgió la obligación de recitar todo el salterio (los 150 salmos) o la tercera parte (50 salmos) por los miembros difuntos de la orden, recurrieron a la repetición de 150 o de 50 padrenuestros.
Conviene traer algunos datos de la historia. En las Antiguas costumbres de Cluny, recogidas por Uldarico (1686), y probablemente instituidas bastante tiempo atrás, se hace saber que al tenerse noticia de la muerte de un hermano extranjero, todos los presbíteros debían celebrar una misa por el hermano difunto y los religiosos no presbíteros debían recitar 50 salmos o 50 veces la oración dominical. Igualmente, en la orden militar de los caballeros del Temple (Templarios), los dispensados de asistir al coro debían recitar 57 veces la oración dominical, y por un hermano difunto debían rezar cien veces el padrenuestro durante una semana.
Aunque sea posible, no deja de ser difícil la contabilidad de una misma oración pasada la veintena y más aún la centena. Leemos de eremitas y reclusos que se servían de piedrecitas para llevar el número exacto de oraciones. Paladio, por ejemplo, cuenta de un monje solitario llamado Pablo, que tenía trescientas oraciones en un orden determinado y que las recitaba cada día. Para esto recogía en su pecho trescientos pequeños guijarros que iba soltando cada vez que recitaba una plegaria. De otro asceta cuenta que recitaba 700 plegarias, de otro 100, y usaban el mismo sistema, de modo que el método del asceta Pablo no parece aislado. Basados en el arte cristiano que representa a los ascetas con una especie de rosario grueso como uno de sus típicos atributos, podemos afirmar el uso común de dicho instrumento. De todos modos, no podemos imaginar a los monjes cristianos soltando los guijarros dentro de un templo.
Parece obvio y funcional que algún monje en occidente ideara la forma práctica de contabilidad por semillas ensartadas o por cuerdas anudadas, y se extendiera de manera natural. También lo hicieron los discípulos de Visnú, Siva o Buda en el extremo Oriente y los mahometanos de Siria y del norte de Africa. Parece probable descubrirse una guirnalda o rosario (guirlande ou chapelet) en un bajorrelieve del siglo VIII o IX en que se ve dos mujeres en actitud de oración que extienden la mano derecha y en la izquierda tienen dicho instrumento.
Prescindiendo de los prototipos orientales, hay que subrayar que el primer testimonio explícito del uso del rosario en Occidente es anterior a la primera cruzada y proviene de Inglaterra. En su Gesta pontificum, Guillaume de Malmesbury (1143) habla de cierta dama Godiva, esposa del conde Leofrico y de su círculo de piedras, unidas por un hilo, de modo que al contacto con cada una al comienzo de cada oración, no confundiera el número; este círculo de piedras acostumbró colgarlo al cuello de la imagen de santa María.
En una losa funeraria del año 1273 podemos encontrar probablemente la primera reproducción de un rosario (patenôtre) . De hecho el monumento representa más de cinco decenas de granos, pero lo que importa hacer notar es que el cordón está dividido en decenas y cada décima cuenta es más gruesa, no como los rosarios modernos, que separan la undécima de la decena anterior y la posterior. Esto hace ver que no se trata del rezo del padrenuestro y el avemaría intercalados, sino de la recitación ininterrumpida de la misma oración, el padrenuestro.
Entre los siglos X y XI se hizo común la “salutación angélica”. Es natural que el uso del rezo de los 150 o en todo caso los 50 padrenuestros, de manera análoga se hiciera común con aquella oración, con la modalidad de hacer una genuflexión cada vez que se decía “Ave Maria”, lo que le daba un matiz penitencial. Se cuenta de san Luis, rey de Francia, que cada tarde se arrodillaba 50 veces y decía lentamente “Ave Maria”. La historia de Eulalia narra que cada día se arrodillaba 150 veces y que Nuestra Señora le llamó la atención por lo rápido que lo hacía, y que redujo a 50 las genuflexiones para hacerlas lenta y devotamente. A esta devoción del rezo de las 150 avemarías se llamó “Psalterium Beatae Virginis Mariae”, quizá a imitación del salterio monástico, imposible para los simples fieles, los cuales, aun viviendo en el mundo, deseaban en gran número participar de los privilegios espirituales de la vida religiosa.
San Eberto (1140), cien veces al día se arrodillaba y cincuenta veces, postrado el cuerpo en tierra, alzaba los dedos y decía “Ave Maria, gratia plena, Dominus tecum, benedicta tu in mulieribus, et benedictus fructus ventris tui”. Según la regla de los anacoretas (entre 1150 y 1200), debían comenzar diciendo: “Oh Señora, dulce Señora, la más dulce entre todas las señoras, oh la más hermosa de las mujeres, Señora santa María, muy preciosa Señora, Señora reina de los cielos, Señora reina de la misericordia, séme propicio; Señora sierva y madre, sierva y madre de Dios, madre de Jesucristo, sirvienta llena de ternura, madre de la gracia, oh Virgen de las Vírgenes, María madre de la gracia, madre de la misericordia, protégenos del enemigo, y recíbenos en la hora de la muerte. Por tu hijo, Virgen, por el Padre y el Paráclito, haste presente en la partida final y a la salida del mundo. Gloria a ti, Señor, nacido de la Virgen, etc.” Después de esta oración introductoria, las avemarías debían ser recitadas de diez en diez. Tras cada decena, el anacoreta debía decir: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, por lo cual el santo que de ti nacerá será llamado Hijo de Dios. He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. Entonces debía besar la tierra, o un escalón, o un banco o cualquier otro objeto. Luego, cambiaba de posición para la siguiente decena. En la primera decena, hacía una genuflexión al “Ave Maria”; la segunda, la rezaba de rodillas, con la cabeza erguida, pero inclinándola al “Ave Maria”; la tercera, apoyando los codos en tierra; la cuarta, apoyando los codos sobre un escalón o un banco; la quinta, de pie. Luego, empezaba desde el principio la misma rutina de oración.
Estos usos ciertamente son anteriores a santo Domingo, cuyos discípulos llegaron a Inglaterra recién el año 1221. Hay muchas hermosas leyendas sobre el origen dominicano del rosario, pero carecen de sustento histórico; estas fueron inventadas por Enrique Egher de Kalkar (1408) de la cartuja de Colonia, a quien se debería la inclusión de los cinco padrenuestros. A otro cartujo, Domingo de Prusia (1461), se atribuye el añadido de los misterios que se contemplan desde un padrenuestro a otro. El rosario así concebido fue difundido con particular ardor por el dominico Alan de la Roche (1475), a quien se debe la leyenda que atribuye a santo Domingo la invención y propagación de esta piadosa práctica.
Hacia mediados del siglo XVI, el rezo del rosario empezó a hacerse de modo uniforme y a tener una difusión rapidísima, gracias sobre todo a la predicación de los dominicos, a las cofradías marianas y al favor de los sumos pontífices que lo enriquecieron con indulgencias y la recomendaron calurosa e ininterrumpidamente hasta nuestros días.
Actualmente el rosario es objeto de estudios para hacerlo más idóneo a la mentalidad contemporánea. Una de las formas practicadas es la oración de Jesús, tal como aparece en El peregrino ruso: “la continua oración a Jesús es una llamada continua e ininterrumpida a su nombre divino, con los labios, en el espíritu y en el corazón; consiste en representarlo siempre presente en nosotros implorar su gracia en todas las ocasiones, en todo tiempo y lugar, hasta durante el sueño”. Fue en san Simeón, el Nuevo Teólogo, en quien descubre la referencia que buscaba: “Siéntate solo y en silencio. Inclina la cabeza, cierra los ojos, respira dulcemente e imagínate que estás mirando a tu corazón. Dirige al corazón todos los pensamientos de tu alma. Respira y di: Jesús mío, ten misericordia de mí. Dilo moviendo dulcemente los labios y dilo en el fondo de tu alma. Procura alejar todo otro pensamiento. Permanece tranquilo, ten paciencia y repítelo con la mayor fuerza posible”.
La forma más simple de rezar el rosario tradicional es “ponerme en presencia de Dios” brevemente, tomando conciencia del diálogo que voy a empezar. Luego recuerdo uno de los misterios que nos hablan de la presencia de Jesús el Cristo, y empiezo a recorrer el camino interior del hablar con Dios, dejando que las palabras fluyan, estando más atento al corazón que a la palabra misma, al escuchar que al hablar.
De una u otra forma, lo importante es que el cristiano encuentre su propia manera de hablar a Dios desde lo más profundo de su ser más personal, sin otro testigo que Dios mismo. Hablarle no con la propiedad de un maestro, sino con el amor de un hijo. Hablarle por medio de María, para que lo ponga con su Hijo. Hablarle en su Hijo, más allá de las palabras utilizadas. Porque al fin y al cabo, en medio de tanto ruido y movimiento, sólo al sentir la brisa de la tarde podremos presentir al espíritu de Dios que sigue soplando.
Escrito por el Padre Enrique Rodriguez SJ
Párroco de la Iglesia de San Pedro de Lima
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