Segunda Predicación del P. Raniero Cantalamessa para la
Cuaresma 2015
Fue ante la presencia de S. S. Francisco el ultimo viernes en el Vaticano
P. Raniero Cantalamessa, OFMCap.
Segunda meditación para la Cuaresma
Oriente y occidente frente al misterio de la Trinidad
Viernes 6 de marzo de 2015
1. Poner en común lo que nos une
La reciente visita del papa Francisco en Turquía, que
terminó con un encuentro con el patriarca ortodoxo Bartolomé, y sobre todo su
exhortación a compartir plenamente la fe común del Oriente cristiano y el
Occidente latino, me han convencido de la utilidad de usar las meditaciones
cuaresmales de este año para satisfacer este deseo del Papa, que es también el
de toda la cristiandad.
Este deseo de compartir no es nuevo. El Concilio Vaticano
II, en la Unitatis redintegratio, instó a una consideración especial de las
Iglesias orientales y sus riquezas (UR, 14). San Juan Pablo II, en su carta
apostólica Orientale lumen de 1995, escribió:
“Dado que creemos que la venerable y antigua tradición de
las Iglesias Orientales forma parte integrante del patrimonio de la Iglesia de
Cristo, la primera necesidad que tienen los católicos consiste en conocerla
para poderse alimentar de ella y favorecer, cada uno en la medida de sus
posibilidades, el proceso de la unidad”1.
El mismo santo Pontífice ha formulado un principio que
creo que es fundamental para el camino de la unidad: “la puesta en común de
tantas cosas que nos unen y que son ciertamente más que las que nos separan”2.
La Ortodoxia y la Iglesia católica comparten la misma fe en la Trinidad; en la
Encarnación del Verbo; en Jesucristo, que es verdadero Dios y verdadero hombre
en una persona, que murió y resucitó por nuestra salvación, que nos ha dado el
Espíritu Santo; creemos que la Iglesia es su cuerpo animado por el Espíritu
Santo; que la Eucaristía es “fuente y culmen de la vida cristiana”; que María
es la Theotokos, la Madre de Dios; que tenemos como destino la vida eterna.
¿Qué puede ser más importante que esto? Las diferencias intervienen en la
manera de entender y explicar algunos de estos misterios, así que son
secundarias, no primarias.
En el pasado, las relaciones entre la teología oriental y
la teología latina estuvieron marcadas por un notable tinte apologético y
polémico. Se insistía sobre todo (en los últimos tiempos, tal vez con un tono
más irenista) en lo que distingue y que cada uno creía tener diferente y más
correcto que el otro. Es hora de invertir esta tendencia y dejar de insistir
obsesivamente en las diferencias (a menudo basadas en una forzadura, si no en
una deformación, del pensamiento del otro) y en su lugar juntar lo que tenemos
en común y nos une en una única fe. Lo exige perentoriamente el deber común de
proclamar la fe en un mundo profundamente cambiado, con preguntas e intereses
distintos de los de la época en la que nacieron las diferencias, y que, en su
gran mayoría, ya no entiende el sentido de muchas de nuestras finas
distinciones y está a años luz de distancia de ellas.
Hasta el momento, en un esfuerzo por promover la unidad
entre los cristianos, se impuso una línea que puede formularse como: “resolver
primero las diferencias, y luego compartir lo que tenemos en común”; la línea
que prevalece cada vez más en los ambientes ecuménicos es: “compartir lo que
tenemos en común y luego resolver, con paciencia y respeto mutuo, las
diferencias”.
El resultado más sorprendente de este cambio de
perspectiva es que las mismas diferencias doctrinales reales, en lugar de
parecernos un “error”, o una “herejía” del otro, comienzan a parecernos cada
vez más a menudo como compatibles con nuestra propia posición y, a menudo,
incluso como un necesario correctivo y enriquecimiento de la misma. Se ha
tenido un ejemplo concreto, en otro frente, con el acuerdo de 1999 entre la
Iglesia católica y la Federación Mundial de las Iglesias luteranas, respecto a
la justificación por la fe.
Un sabio pensador pagano del siglo IV, Quinto Aurelio
Símaco, recordaba una verdad que adquiere todo su valor cuando se aplica a las
relaciones entre las diferentes teologías de Oriente y Occidente: “Uno itinere
non potest perveniri ad tam grande secretum”3: “no se puede llegar a un
misterio tan grande por uno solo camino”. En estas meditaciones trataremos de
mostrar no sólo la necesidad, sino también la belleza y la alegría de
encontrarnos en la cumbre para contemplar la misma maravillosa vista de la fe
cristiana, aunque se haya alcanzado por vertientes diferentes.
Los grandes misterios de la fe, en los que vamos a tratar
de verificar el acuerdo de fondo, a pesar de la diversidad de las dos
tradiciones, son el misterio de la Trinidad, la persona de Cristo, el Espíritu
Santo, la doctrina de la salvación. Dos pulmones, una única respiración: esta
será la convicción que nos guiará en nuestro viaje de reconocimiento. El papa
Francisco habla en este sentido de “diferencias reconciliadas”: no silenciadas
o banalizadas, sino reconciliadas. Tratándose de simples predicaciones
cuaresmales, es evidente que tocaré estos problemas complejos sin ninguna
pretensión de exhaustividad, con una intención y una orientación práctica, más
que especulativa.
Me dispongo a esta empresa con mucha humildad y casi de
puntillas, sabiendo lo difícil que es despojarse de su propias categorías, para
asumir las de los demás. Me consuela el hecho de que los Padres griegos, junto
con los latinos, han sido durante años mi pan de cada día de estudio y muchos
autores ortodoxos posteriores (Simeón el Nuevo Teólogo, Cabasilas, la
Philokalia, Serafín de Sarov) han sido mi constante fuente de inspiración en el
ministerio de la predicación, por no hablar de los iconos que son las únicas
imágenes ante las cuales puedo rezar.
2. Unidad y trinidad de Dios
Comenzamos nuestro ascenso afrontando el misterio de la
Trinidad, es decir a partir de la montaña más alta, el Everest de la fe4. En
los primeros tres siglos de vida de la Iglesia, a medida que se iba
explicitando la doctrina de la Trinidad, los cristianos se vieron expuestos a
la misma acusación que ellos habían dirigido a los paganos: la de creer en más
de una divinidad, de ser también ellos politeístas. Por eso el credo de los cristianos
que, en todas sus distintas redacciones, durante tres siglos comenzaba con las
palabras “Creo en Dios” (Credo in Deum), a partir del siglo IV, registra un
pequeño, pero significativo añadido que ya no será omitido después: “Creo en un
solo Dios” (Credo in unum Deum).
No es necesario rehacer aquí el camino que llevó a este
resultado, podemos sin duda iniciar por la conclusión. Hacia el final del IV
siglo se concluye la transformación del monoteísmo del Antiguo Testamento en el
monoteísmo trinitario de los cristianos. Los latinos expresaban los dos
aspectos del misterio con la fórmula “una sustancia y tres personas”, los
griegos con la fórmula “tres hipostásis, una sola sustancia”. Después de un
acalorado debate, el proceso se concluyó aparentemente con un acuerdo total
entre las dos teologías: “¿Se puede concebir – exclamaba san Gregorio
Nazianzeno – un acuerdo más pleno y decir más absolutamente que así la misma
cosa, aún si con palabras distintas?”5.
Una diferencia, en realidad, permanecía entre las dos
formas de expresar el misterio. Hoy en día es habitual expresarla así: los
griegos y los latinos, en la consideración de la Trinidad, se mueven por lados
opuestos; los griegos parten de las personas divinas, es decir, de la
pluralidad, para alcanzar la unidad de naturaleza; los latinos, viceversa;
parten de la unidad de la naturaleza divina, para alcanzar las tres personas.
“El latino, ha escrito un historiador francés del dogma, considera la
personalidad como una forma de la naturaleza; el griego considera la naturaleza
como el contenido de la persona”6.
Yo creo que la diferencia se puede expresar también de
otra forma. Ambos, latinos y griegos, parten de la unidad de Dios; sea el
símbolo griego que el latino comienzan diciendo: “Creo en un solo Dios”.
Solamente que esta unidad para los latinos es concebida aún como impersonal o
pre-personal; es la esencia de Dios que se especifica después en Padre, Hijo y
Espíritu santo, sin, naturalmente, ser pensada como preexistente a las
personas. En la teología latina, el tratado “De Deo uno”, sobre Dios uno,
siempre ha precedido el tratado “De Deo trino”, es decir sobre la Trinidad.
Para los griegos, sin embargo, se trata de una unidad ya
personalizada, porque para ellos “la unidad es el Padre, del cual y hacia el
cual se cuentan las otras personas”7. El primer artículo del credo de los
griegos dice también “Creo en un solo Dios Padre omnipotente”, pero “Padre
omnipotente” aquí no está separado de “un solo Dios”, como en el credo latino,
sino que hace un todo uno con ello. La coma no está después de la palabra
“Dios”, sino después de la palabra “omnipotente”. El sentido es: “Creo en un
solo Dios que es el Padre omnipotente”. La unidad de las tres personas divinas
es dada por ellos, del hecho de que el Hijo está perfectamente
(sustancialmente) “unido” al Padre, como lo está también el Espíritu Santo al
Hijo” 8.
Uno y otro modo de acercarse al misterio es legítimo,
pero hoy se tiende cada vez más a preferir el modelo griego, en el que la
unidad en Dios no es separable de la trinidad, sino que forma un único misterio
y proviene de un único acto. En pobres palabras humanas, podemos decir lo que
sigue. El Padre es la fuente, el origen absoluto del movimiento del amor. El
Hijo no puede existir como Hijo si no recibe del Padre todo lo que es. “Es por
causa del Padre – por el hecho de que el Padre existe – que existen también el
Hijo y el Espíritu”, escribe Damasceno9.
El Padre es el único, también en el ámbito de la
Trinidad, absolutamente el único, que no necesita ser amado para poder amar.
Solo en el Padre se realiza la perfecta ecuación: ser es amar; para las otras
personas divinas, ser es ser amado.
El Padre es relación eterna de amor y no existe fuera de
esta relación. No se puede, por tanto, concebir al Padre en primer lugar como
el ser supremo y sucesivamente reconocer en él una eterna relación de amor. Se
debe hablar del Padre, como eterno acto de amor. El Dios único de los
cristianos es por tanto el Padre; pero no concebido separadamente (¿cómo puede
llamarse “padre”, si no porque tiene un hijo?), sino como el Padre siempre en
acto de generar al Hijo y donarse a él con un amor infinito que les une a ambos
y que es el Espíritu Santo. Unidad y trinidad de Dios surgen eternamente de un
único acto y son un único misterio.
He dicho que hoy muchos, también en occidente, tienden a
preferir el modelo griego (y yo mismo estoy entre estos); sin embargo debemos
enseguida añadir que esto no significa renegar la aportación de la teología
latina. Si, de hecho, la teología griega ha dado, por así decir, el esquema y
la actitud justa para hablar de la Trinidad, el pensamiento latino le ha
asegurado, con Agustín, el contenido de fondo y el alma, que es el amor.
Él funda su discurso de la Trinidad sobre la definición
“Dios es amor” (1 Jn 4, 16), y ve en el Espíritu Santo el amor mutuo entre el
Padre y el Hijo, según la tríada amante, amado, amor, que sus seguidores
medievales explicitaron e hicieron casi canónica10. Sobre ella el teólogo
Heribert Mühlen ha fundado recientemente su concepción del Espíritu Santo como
el “Nosotros” divino, la koinonia personificada entre el Padre y el Hijo en la
Trinidad, y, de forma distintas, entre todos los bautizados en la Iglesia11.
El primero de los orientales en valorar esta contribución
de la teología latina fue san Gregorio Palamas que, en el siglo XIV, conoció
finalmente en persona el tratado sobre la Trinidad de san Agustín. Escribió:
“El Espíritu del altísimo Verbo es como el amor inefable
del Padre por su Verbo, generado de forma inefable; amor que este mismo Verbo e
Hijo predilecto del Padre tiene, a su vez, por el Padre, en cuanto que posee al
Espíritu que junto a él proviene del Padre y que descansa en él, en cuanto a él
connatural”12.
La apertura de Palamas es retomada hoy, en otro contexto,
por un conocido teólogo ortodoxo actual, cuando escribe: “La Expresión ‘Dios es
amor’ significa que Dios ‘existe’ en cuanto Trinidad, como ‘persona’ y no como
sustancia. El amor no es una consecuencia o una ‘propiedad’ de la sustancia
divina… sino lo que constituye su sustancia”13. Me parece una explicación
compatible con la definición que santo Tomás de Aquino, sobre la estela de
Agustín, da de las personas divinas como “relaciones subsistentes”14.
La diferencia y la complementariedad de las dos teologías
no se limita sin embargo solo a la forma de concebir el ser y las relaciones
internas a la Trinidad. Aún con alguna excepción (entre los latinos, la de
Agustín), es evidente que los griegos están más interesados a la Trinidad
inmanente, fuera del tiempo, mientras los latinos están más interesados en la
Trinidad económica, es decir como ésta se ha revelado en la historia de la
salvación. Los unos según el genio propio, están más interesados en el ser y en
la ontología, y los otros al manifestarse, es decir, a la historia. En esta
luz, se comprende la costumbre de los latinos de iniciar el discurso sobre Dios
con el tratado “Sobre Dios uno”, en vez de “Sobre Dios trino” y se entienden
también los motivos que hay de mantener esta tradición, como riqueza para
todos. En la historia de la salvación de hecho – lo veremos enseguida – la
revelación del Dios uno ha precedido la del Dios trino.
El signo más evidente de esta diferencia de actitud son
las dos formas distintas de representar la Trinidad en la iconología griega y
en el arte occidental. El icono canónico de la ortodoxia, que tiene como su
cumbre en Rublev, representa la Trinidad con las figuras de tres ángeles
iguales y distintos, ubicados en torno a una mesa. Todo emana una paz y unidad
sobrehumana. La historia de la salvación no es ignorada, como demuestra la
referencia al episodio de Abrahán que acoge a los tres huéspedes, y la mesa
eucarística entorno a la cual los tres están sentados, pero ésta permanece en
el fondo.
En el arte occidental, desde la Edad Media en adelante,
la Trinidad es representada de otra forma. Se ve al Padre que con los brazos
extendidos toma los dos extremos de la cruz y, entre el rostro del Padre y el
de Crucificado, asoma una paloma que representa el Espíritu Santo. Los ejemplos
más conocidos son la Trinidad de Masaccio en Santa María Novella en Florencia y
la de Dürer en el museo de Viena, pero se encuentran otros innumerables
ejemplos, a nivel tanto popular como artístico. El Greco representa el Padre
que rige en su seno el Hijo Jesús depuesto de la cruz bajo la paloma del
Espíritu. Es la Trinidad como se ha revelado a nosotros en la historia de la
salvación que tiene su vértice en la cruz de Cristo.
3. Dos caminos para mantener abiertos
Hagamos ahora un paso hacia adelante y busquemos la
manera de ver cómo la fe cristiana tiene necesidad de tener abiertos y
recorribles ambos caminos al misterio trinitario hasta aquí delineado. Dicho de
manera esquemática. La Iglesia necesita acoger en plenitud el enfoque de la
Ortodoxia a la Trinidad en su vida interior, o sea en la oración, en la
contemplación, en la liturgia, en la mística: tiene necesidad de tener presente
el enfoque latino en su misión evangelizadora ad extra.
No hay necesidad de demostrar el primer punto. A
propósito, basta acoger con alegría y reconocimiento el riquísimo patrimonio de
espiritualidad que viene de la tradición griega y bizantina y que varios
teólogos ortodoxos, en tiempos recientes, han defendido y hecho accesible al
público occidental15. Un texto de san Basilio expresa bien la orientación de
fondo de la visión ortodoxa:
“El camino del conocimiento de Dios procede del único
Espíritu, a través del único Hijo hasta el único Padre; inversamente, la bondad
natural, la santificación según la propia naturaleza, la dignidad real se
difunden del Padre, por medio del Unigénito, hasta el Espíritu”16.
En otras palabras, en el plano del ser o de la salida de
las criaturas de Dios, todo parte del Padre, pasa por el Hijo y llega a
nosotros en el Espíritu; en el orden del conocimiento o del regreso de las
criaturas a Dios, todo comienza con el Espíritu Santo, pasa por el Hijo
Jesucristo y vuelve al Padre. La perspectiva es siempre la trinitaria.
Explico en cambio por qué es necesario, hoy más que
nunca, sea en Oriente que en Occidente, conocer y practicar también el enfoque
latino del misterio de Dios uno y trino. San Gregorio Nazianzeno, en un texto
famoso sintetiza así el proceso que ha llevado a la fe en la trinidad:
“El Antiguo Testamento anunció de manera explícita del
Padre, mientras la existencia del Hijo fue anunciada de una manera más obscura.
El Nuevo Testamento manifestó la existencia del Hijo, mientras hizo entrever la
naturaleza divina del Espíritu Santo. Ahora el Espíritu está presente en medio
de nosotros y nos concede de manera más indistinta la propia manifestación. No
hubiera sido conveniente, cuando aún no era confesada la divinidad del Padre,
proclamar abiertamente la del Hijo, ni habría sido seguro ponerse encima el
peso de la divinidad del Espíritu Santo cuando no había sido aceptada la del
hijo”17.
La misma pedagogía divina la vemos actuada por Jesús. Él
dice a los apóstoles que no les puede revelar todo lo que sabe de sí mismo y
del Padre suyo, porque ellos no habrían sido “capaces de cargar el peso” (Jn
16, 12).
Ahora, es verdad que nosotros vivimos en el tiempo en el
cual la Trinidad se ha plenamente revelado y que por lo tanto tenemos que vivir
constantemente bajo esta “luz trisolar”, como la llaman algunos Padres
antiguos, sin perdernos en la contemplación de un Dios “ser supremo”, más cerca
al Dios de los filósofos que a aquel revelado por Jesús. Pero ¿qué decir del
mundo no creyente, secularizado que nos circunda y que de todos modos tienen
que ser nuevamente evangelizado? ¿No está éste en las mismas condiciones del
mundo antes de la venida de Cristo? ¿No tenemos que usar hacia él la misma
pedagogía que Dios ha usado con la humanidad entera al revelarse?
Por lo tanto también nosotros tenemos que ayudar a
nuestros contemporáneos a descubrir, antes de todo que Dios existe, que nos ha
creado por amor, que es un padre bueno y se ha revelado a nosotros en la
persona de Jesús. ¿Podemos honestamente comenzar nuestra evangelización
hablando de las tres personas divinas? ¿No sería también esto, para usar la
imagen de san Gregorio, poner en las espaldas de la gente un peso que no es
capaz de soportar?
Hay que notar una cosa importante: El Padre que, según
Gregorio Nazianzeno, se ha revelado primero en el Antiguo Testamento, no es aún
“el Padre nuestro del Señor Jesucristo”, o sea un padre verdadero de un hijo
verdadero; no es el Dios Padre de la Trinidad; esta revelación se realiza
solamente con Jesús. Es aún el padre en sentido metafórico, en el sentido de
“padre de su pueblo Israel” y, para los paganos, “padre del cosmos”, “padre
celeste”. También para san Gregorio por lo tanto, la revelación sobre Dios ha
comenzado con el “Dios uno”.
Hay un sentido por el cual la palabra “Dios” puede y
tiene que ser usada para designar lo que las tres personas divinas tienen en
común, o sea toda la Trinidad 18, sea con la Escritura que con los Padres
antiguos, entendemos este elemento común como “naturaleza”, sustancia, o
esencia (2 Pe 1, 4: “participantes de la divina naturaleza”, theia physis); sea
como lo propone Johannes Zizioulas, lo entendemos como “ser en comunión”19.
La Iglesia tiene que encontrar el modo de anunciar el
misterio de Dios uno y trino con categorías apropiadas y comprensibles a los
hombres del propio tiempo. Así lo hicieron los padres de la Iglesia y los
concilios antiguos, y es en esto, sobre todo, que consiste la fidelidad a
ellos. Es difícil pensar que se pueda presentar a los hombres de hoy el
misterio trinitario en los mismos términos de sustancia, hipóstasis, propiedad
y relación subsistente, aunque la Iglesia no podrá nunca renunciar a usarlos en
el ámbito de su teología y en los ámbitos de profundización de la fe.
Si hay algo en el lenguaje antiguo de los Padres, que la
experiencia del anuncio demuestra que aún es capaz de ayudar a los hombres de
hoy, si no a explicar al menos para que se hagan una idea de la Trinidad, esto
es justamente el de Agustín que hace perno sobre el amor. El amor es por si
mismo, comunión y relación; no existe amor excepto que entre dos o más
personas. Cada amor es el movimiento de un ser hacia otro ser, acompañado por
el deseo de unión. Entre las criaturas humanas esta unión es siempre incompleta
y transitoria, aun en los amores más ardientes: solamente entre las personas
divinas la unión se realiza en un modo de tal manera total que de los Tres,
hace eternamente un solo Dios. Este es un lenguaje que también el hombre de hoy
está en condiciones de entender.
4. Unidos en la adoración de la Trinidad
San Agustín nos sugiere la mejor manera para concluir
esta reconstrucción de las dos vías de enfoque hacia el misterio de la
Santísima Trinidad. Cuando se quiere cruzar un brazo de mar, dice, la cosa más
importante no es quedarse en la costa y agudizar la vista para ver lo que hay
en la orilla opuesta, sino subir a la barca que los lleva a aquella orilla. Así
para nosotros la cosa más importante no es especular sobre la Trinidad, sino
quedarnos en la fe de la Iglesia que es la barca que lleva a ella20.Nosotros no
podemos abrazar el océano, pero sí podemos entrar en él; por más esfuerzos que
hagamos no podemos abrazar con nuestra mente el misterio de la Trinidad, aunque
podemos hacer algo más bello aún: ¡entrar en él!
Hay un punto en el que nos encontramos unidos y
concordes, sin ninguna diferenciación entre Oriente y Occidente, y es el deber
y la alegría de adorar a la Trinidad. Solamente en la adoración practicamos
realmente, no solamente con palabras pero también en los hechos, el apofatismo,
o sea aquella regla de humilde restricción al hablar de Dios, de decir no
diciendo. Adorar a la Trinidad, según un espléndido oxímoron de san Gregorio
Nazianzeno, es elevar a ella un “himno de silencio”21. Adorar es reconocer a
Dios como Dios, y a nosotros mismos como criaturas de Dios. Es “reconocer la
infinita diferencia cualitativa entre el Creador y la criatura”22;reconocerla
sin embargo libremente, con alegría, como hijos y no como esclavos. Adorar dice
el apóstol, es “liberar la verdad prisionera de la injusticia del mundo”(cfr.
Rm 1, 18).
Concluyamos recitando juntos la doxología, que desde la
más remota antigüedad, se eleva idéntica a la Trinidad, desde Oriente y desde
Occidente: “Gloria al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo, como era en el
principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén”.
Fuentes:
1 Orientale lumen, n. 1
2 Tertio millennio adveniente, n. 16.
3 Q. A. Symmacus, Relatio de arae Victoriae, III,10, en
“Monumenta Germaniae Historica”, Auctores antiquissimi Bd.6/1, rist. 1984.
4 Para una revisión crítica de las diferentes teologías
de la Trinidad existentes hoy en las diversas Iglesias cristianas, cfr.
Veli-Matti Kärkkäinen, The Trinity: Global Perspectives, Louisville, Kentucky,
2007.
5 Gregorio Nazianzeno, Oratio 42, 15 (PG 36, 476).
6 Th. De Régnon, Études de théologie positive sur la Sainte
Trinité, I, París 1892, 433.
7 Gregorio Naz., Oratio. 42, 16 (PG 36, 4776).
8 Cfr. Gregorio de Nisa, Contra Eunomium 1,42 (PG 45,
464)
9 Juan Damasceno, De fide orthodoxa, I, 8 (PG 94, 824)
10 Agustín, De Trinitate,VIII, 9,14; IX, 2,2; XV,17,31;
cfr. Ricardo de San Víctor,De Trin. III,2.18; S: Bonaventura, I Sent. d. 13,
q.1.
11 Cf. H. Mühlen , Der Heilige Geist als Person. Ich – Du – Wir, Münster in W.,1963.
12 Gregorio Palamas, Capita physica, 36 (PG 150, 1145).
13 J. D. Zizioulas, Du personnage à la personne, in
L’être ecclésial, Genève 1981, p. 38.
14 Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q.29, a. 4.
15 Cfr. V Lossky, La teología mística de la Iglesia de
Oriente, Bolonia 1967 (ed. original Théologie mystique de l’Eglise d’Orient,
París 1944; P. Evdokimov, La Ortodoxia, Bolonia 1965 (ed. original
L’Orthodoxie, París 1959); J. Meyendorff,La teología Bizantina, Marietti 1984
(ed. original Byzantine Theology, Nueva York 1974).
16 Basilio de Cesarea, De Spiritu Sancto XVIII, 47 (PG 32
, 153).
17 Cfr. Gregorio Nazianzeno, Oratio 31 (Teologica II),
26; cfr. también Oratio 32 (Teologica III).
18 Agustín, La Trinidad, I,6,10: “El nombre ‘Dios’ indica
toda la Trinidad, no sólo el Padre”.
19 J. Zizioulas, Being as Communion. Studies in Personhood and the Church,London,
1985.
20 Agustín, La Trinidad IV,15, 20; Confesiones, VII, 21.
21 Gregorio Nazianzeno, Carmi, 29 (PG 37, 507) (sigomenon
hymnon).
22 Søren Kierkegaard, La enfermedad mortal.
P. Raniero Cantalamessa, de la
Orden de los Frailes Menores Capuchinos, nació en Colli del Tronto (AP) el 22
de julio del año 1934. Ordenado sacerdote en el año 1958, se doctoró en
Teología en Friburgo (Suiza), y en Letras clásicas en la Universidad Católica
de Milán.
En el año 1979 abandonó la
docencia para dedicarse a tiempo completo al ministerio de la Palabra. Juan
Pablo II lo nombró Predicador de la Casa Pontificia en el año 1980 y Benedicto
XVI lo confirmó en dicho cargo en 2005. En calidad de predicador dirige cada
semana, en Adviento y en Cuaresma, una meditación en presencia del Papa, de los
cardenales, obispos, prelados y superiores generales de órdenes religiosos. Se
le llama a hablar en muchos países del mundo, a menudo también por hermanos de
otras denominaciones cristianas.
Desde el año 1994 hasta el
2010, cada sábado por la tarde tuvo en la cadena de televisión pública italiana
«Rai Uno» el programa de explicación del evangelio del domingo «Las razones de
la esperanza».
El día 18 de Julio 2013 el ha
sido confirmado por el papa Francisco en su papel de Predicador de la Casa
Pontificia.