Adoración Eucarística
para la Santificación de los Sacerdotes y la maternidad espiritual - Mi
sacerdocio y una desconocida, El barón Wilhelm Emmanuel Ketteler, Obispo
(1811-1877)
Todos nosotros debemos lo que somos y nuestra
vocación, a las oraciones y a los sacrificios ajenos. En el caso del
conocido obispo Ketteler, un personaje excelente del episcopado alemán del
ochocientos y una de las figuras de relieve entre los fundadores de la
sociología católica, la bienhechora fue una religiosa conversa, la última y la más pobre religiosa de su convento.
En 1869 se encontraron
juntos un obispo de una diócesis de Alemania y un huésped suyo, el obispo
Ketteler de Münster. Durante la conversación, el obispo diocesano subrayaba las
múltiples obras benéficas de su huésped. Pero el obispo Ketteler explicaba a su
interlocutor: “Todo lo que con la ayuda de Dios alcancé, se lo debo a
la oración y al sacrificio de una persona que no conozco. Puedo decir solamente
que alguien ofreció su vida a Dios en sacrificio por mí y a esto debo el hecho
de ser sacerdote”. Y continuó: “En un primer momento no me sentía
destinado al sacerdocio. Había realizado mis exámenes de habilitación a la
abogacía y apuntaba a hacer carrera cuanto antes para obtener en el mundo un
lugar importante y tener honores, consideración y dinero. Pero un acontecimiento
extraordinario me lo impidió y dirigió mi vida en otra dirección.
Una tarde, mientras me
encontraba solo en mi habitación, me entregué a mis sueños ambiciosos y a los
planes para el futuro. No sé qué me sucedió, si estaba despierto o dormido: ¿Lo
que veía era la realidad o se trataba de un sueño? Una cosa sé: vi lo que fue
luego la causa de la transformación de mi vida. Con neta claridad, Cristo
estaba sobre mí en una nube de luz y me mostraba su Sagrado Corazón. Delante de
Él se encontraba una religiosa arrodillada que levantaba las manos en posición
de imploración. De la boca de Jesús escuché las siguientes palabras: ‘¡Ella
reza incesantemente por ti!’. Veía claramente la figura del orante, su
fisonomía se imprimió tan fuertemente en mí que todavía hoy la tengo delante de
mis ojos. Ella me parecía una simple conversa. Su vestido era pobre y
ordinario, sus manos enrojecidas y callosas por el trabajo pesado. Cualquier
cosa haya sido, un sueño o no, para mí fue extraordinario porque quedé
impresionado profundamente; desde aquel momento decidí consagrarme
completamente a Dios en el servicio sacerdotal.
Me aparté en un
monasterio para los ejercicios espirituales y hablé de todo esto con mi
confesor. Inicié los estudios de teología a treinta años. Todo el resto usted
ya lo conoce. Si ahora usted piensa que algo bueno ocurre a través mío, sepa de
quien es el verdadero mérito: de aquella religiosa que rezó por mí, quizás sin
conocerme. Estoy convencido que por mi alguien rezó y reza todavía en secreto,
y que sin aquella oración no podría alcanzar la meta que Dios me ha destinado”. “¿Sabe quién es que reza por usted y dónde?”, preguntó el obispo
diocesano. “No, puedo sólo cotidianamente pedir a Dios que la bendiga,
si todavía vive, y que devuelva mil veces lo que hizo por mí”.
LA HERMANA DEL ESTABLO
Al día siguiente, el obispo Ketteler fue a visitar
un convento de religiosas en una ciudad cercana y celebró para ellas la Santa
Misa en la capilla. Casi al final de la distribución de la Santísima Comunión,
llegando a la última fila, su mirada se fijó en una religiosa. Su rostro
palideció, él quedó inmóvil, luego se recuperó y dio la Comunión a la religiosa
que nada había notado y estaba devotamente de rodillas. Después concluyó
serenamente la liturgia.
Al desayuno llegó también al convento el obispo
diocesano del día anterior. El obispo Ketteler pidió a la madre superiora de
presentarle a todas las religiosas, que llegaron en poco tiempo. Los dos
obispos se acercaron y Ketteler las saludaba observándolas, pero parecía
claramente no encontrar lo que buscaba. En voz baja se dirige a la madre
superiora: “¿Estas son todas las religiosas?”. Ella, mirando al
grupo, respondió: “¡Excelencia, las hice llamar a todas, pero efectivamente
falta una!”. “¿Por qué no vino?”. La madre respondió: “Ella se
ocupa del establo, y lo hace de un modo tan ejemplar que en su celo a veces se
olvida las otras cosas”. “Deseo conocer a esta religiosa”, dijo el
obispo. Después de poco tiempo, llegó la religiosa. Él palideció de nuevo y
después de haber dirigido algunas palabras a todas las religiosas, pidió
permanecer sólo con ella.
“¿Usted me conoce?”, preguntó. “¡Excelencia,
yo no lo he visto nunca!”. “¿Pero usted rezó y ofreció buenas obras por
mí?”, quería saber Ketteler. “No soy consciente de ello, porque no sabía de
la existencia de Vuestra Gracia”. El obispo permaneció algunos instantes
inmóvil y en silencio, luego continuó con otras preguntas. “¿Cuáles son las
devociones que más ama y que practica con más frecuencia?”. “La veneración
al Sagrado Corazón”, contestó la religiosa. “¡Parece que usted tiene el
trabajo más pesado en el convento!”, continuó. “¡Ay no, Vuestra
Gracia! Ciertamente no puedo desconocer que a veces me repugna”. “¿Entonces
qué hace cuando está agobiada por la tentación?”. “Tomé la costumbre de
afrontar por amor a Dios, con alegría y celo, todas las tareas que me cuestan
mucho y después las ofrezco por un alma del mundo. Será el buen Dios quien
elegirá a quien dar Su gracia, yo no lo quiero saber. También ofrezco la hora
de adoración de la noche, desde las veinte a las veintiuno, por esta
intención”. “¿Cómo le surgió la idea de ofrecer todo esto por un alma?”.
“Es una costumbre que ya tenía cuando todavía vivía en el mundo. En la escuela
el párroco nos enseñó que se debería rezar por los demás como se hace por los
propios parientes. Además añadía: ‘Sería necesario rezar mucho por los que
corren el peligro de perderse por la eternidad. Pero como sólo Dios sabe quién
tiene mayor necesidad, lo mejor sería ofrecer las oraciones al Sagrado Corazón
de Jesús, confiando en su sabiduría y omnisciencia’. Así hice, y siempre pensé
que Dios encuentra el alma justa”.
DÍA DEL CUMPLEAÑOS Y DÍA DE LA CONVERSIÓN
“¿Cuántos años tiene?”, le preguntó
Ketteler. “Treinta y tres años, Excelencia”. El obispo, perturbado, se
interrumpió por un instante, luego preguntó: “¿Cuándo nació?”. La
religiosa refirió el día de su nacimiento. El obispo entonces hizo una
exclamación: ¡Se trataba precisamente del día de su conversión! Él la había
visto exactamente así, delante de sí como se encontraba en aquel momento. “¿Usted
no sabe si sus oraciones y sus sacrificios tuvieron éxito?”. “No,
Vuestra Gracia”. “¿Y no lo quiere saber?”. “El buen Dios sabe que
cuando se hace algo bueno, esto es suficiente”, fue la simple respuesta. El
obispo estaba muy impresionado: “¡Por amor a Dios, entonces continúe con
esta obra!”.
La religiosa se arrodilló frente a él y le pidió su bendición. El obispo
levantó solemnemente las manos y con profunda conmoción dijo: “Con mis
poderes episcopales, bendigo su alma, sus manos y el trabajo que cumplen,
bendigo sus oraciones y sus sacrificios, su dominio de sí y su obediencia. La
bendigo especialmente para su última hora y ruego a Dios que la asista con su
consuelo”. “Amén”, respondió serena la religiosa y se alejó.
UNA ENSEÑANZA PARA TODA LA VIDA
El obispo se sintió turbado profundamente, se
acercó a la ventana para mirar afuera, tratando de recobrar su
equilibrio. Más tarde se despidió de la madre superiora para regresar a la casa
de su amigo y hermano. A él le confió: “Ahora encontré a quien debo mi
vocación. Es la última y la más pobre conversa del convento. Nunca podré
suficientemente dar gracias a Dios por su misericordia, porque aquella
religiosa reza por mí desde casi veinte años. Pero Dios en antelación había
acogido su oración y también había previsto que el día de su nacimiento
coincidiera con el de mi conversión; sucesivamente Dios acogió las oraciones y
las obras buenas de aquella religiosa.
¡Cuál enseñanza y admonición para mí! Si un día
tuviera la tentación de jactarme por eventuales éxitos y por mis obras delante
de los hombres, debería tener presente que todo me proviene de la gracia de la
oración y del sacrificio de una pobre sierva del establo de un convento. Y si
un trabajo insignificante me parece de poco valor, tengo que reflexionar que lo
que aquella sierva, con obediencia humilde hacia Dios, hace y ofrece en
sacrificio con dominio de sí tiene un tal valor delante a Dios, a tal punto que
sus obras han creado un obispo para la Iglesia!”.
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Tomado de Congregatio Pro Clericis
www.cleus.org