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domingo, 10 de octubre de 2010

11.10 Dia del Beato Juan XXIII fr

Día del Beato Juan XXIII
Como cada año, el 11 de octubre se celebra el día del Beato Juan XXIII. Juan Pablo II lo beatificó el 3 de septiembre del año 2000, y estableció que su fiesta se celebre, recordando que Juan XXIII inauguró solemnemente el Concilio Vaticano II, el 11 de octubre de 1962...



11 de octubre
BEATO JUAN XXIII (1881-1963)

Nació en Sotto il Monte (Bérgamo, Italia) el año 1881, de familia numerosa, campesina y piadosa. Muy joven ingresó en el seminario, donde se hizo terciario franciscano. Durante la primera guerra mundial, fue capellán en sanidad. En 1925 fue consagrado obispo y enviado como representante de la Santa Sede a Bulgaria, de donde pasó a Turquía y Grecia, y en 1945 a París; allí permaneció hasta que en 1953 Pío XII lo nombró Patriarca de Venecia. Elegido Papa en octubre de 1958, puso de manifiesto ante el mundo su sencillez y generosa bondad, su celo por la unidad de los cristianos y la renovación de la vida cristiana. Entre sus publicaciones cabe destacar la "Pacem in terris", y entre sus iniciativas el Concilio Vaticano II, que inauguró el 11 de octubre de 1962. Murió el 3 de junio de 1963 y fue beatificado por Juan Pablo II el año 2000



JUAN XXIII, GENIO Y FIGURA
por Antonio Montero


Cuesta renunciar, cuando un papa se nos muere, a la obligada tentación de la oratoria fúnebre. Sería éste, en la presente coyuntura, el peor homenaje que pudiéramos brindar a Juan XXIII, papa y hombre antirretórico por los cuatro costados. Ni sus discursos ni su persona se prestaban a clasificaciones académicas, y a la hora de captar, con las cuartillas en blanco, su amorosa semblanza, tiene uno el sincero temor de estropear con trazos artificiales esa imagen del Papa Roncalli que anida, indefinible, en el corazón de la humanidad. Él era él, y no se parecía a ningún cardenal actual ni a ningún papa reciente. Falló en este caso esa ley tan común de que los cargos elevados produzcan en sus titulares una segunda personalidad hasta partir la biografía en dos mitades. Para el Papa Roncalli apenas si había distinción entre vida privada y vida pública, y más que pasar él por las exigencias del cargo, fue el cargo el que se amoldó a sus espontáneas, a sus humanísimas, a sus desconcertantes, de puro normales, maneras de conducirse. Logró que nos entusiasmaran sus gestos domésticos de sacar el pañuelo, limpiarse el sudor, apoyar su rostro cansado, sentarse buenamente para hablar, pedir a los circunstantes que le recordasen el hilo de una alocución, rememora de continuo su aldea, su familia, sus viejos amigos.
En una época en la que es de buen tono que los jefes de estado besen a los niños o se dejen fotografiar saludando a campesinos, lo difícil es que eso no sepa a truco y que, uno y otro día, alguien pueda practicarlo con absoluta veracidad sin darse cuenta de ello. Al protocolo y a la diplomacia se los puede vencer con sus propias armas. Pero es más infalible ganarle a la sonrisa artificial con la sonrisa franca y a la marrullería con la lealtad. Me contó un diplomático ecuatoriano que, estando en París, muchos de los embajadores que visitaban al nuncio Roncalli en su calidad de decano del Cuerpo diplomático acababan la entrevista confesándose con él. Por entonces no era raro que en una recepción de gala, mientras en los corrillos se arreglaba el mundo o se proferían banalidades, el nuncio dedicara su atención, en coloquio íntimo, a los problemas familiares de muchos colegas, incluidos los catarros de los niños o alguna enfermedad grave, para la que en alguna ocasión sacó del bolsillo medicinas recentísimas pedidas por él a Suiza o Norteamérica.
Más de uno pensó, cuando se decía, recién elegido Roncalli, que sobre el solio pontificio teníamos sentado a un buen párroco, que estábamos utilizando un eufemismo indulgente para designar a un papa de tono menor. Se engañaron de medio a medio, porque este pontificado ha sido grande no a pesar de eso, sino precisamente por eso. Una de las dotes parroquiales que han brillado en el Papa Roncalli ha sido la soltura, esto es, la prodigiosa agilidad para mover a la Iglesia universal como se mueve a una feligresía de campaña. En este caso, la barca de Pedro, más que un poderoso trasatlántico con veinte siglos de eslora, ha sido, en efecto, una barquilla gobernada por una vela blanca y un vientecillo propicio.
No cabe duda de que si el de Pío XII fue un pontificado de magisterio, el de Juan XXIII ha sido, a todas luces, un decisivo pontificado de gobierno. Desde que nombró a Tardini secretario de Estado, en su primera visita a la Secretaría, hasta la firma de la Pacem in terris, acto cenital de su mandato, hemos vivido de sorpresa en sorpresa, de gozo en gozo. El Concilio lo llenó todo, pero se sumaron a él el Secretariado para la Unión, y la audiencia al primado anglicano y los ochenta y tantos cardenales, y los nombramientos súbitos tras cada vacante, y la Mater et magistra y los sapientísimos golpes de timón en las sesiones ecuménicas y los viajes inesperados y los millares de alocuciones...
Cuánta razón llevaba el jesuita austríaco padre Hertling, mi maestro de Historia de la Iglesia en la Universidad gregoriana, cuando, esperando ambos, el 28 de octubre de 1958, la salida del humo blanco por la chimenea de la Sixtina, le insinué: «¿Tendremos Papa de transición?» Él contestó con otra pregunta: «¿Cuánto cree usted que durará un Papa de transición?» «Creo -repuse- que cuatro o cinco años». «Pues en ese tiempo -me replicó el viejo profesor- se puede hacer muchísimo en el gobierno de la Iglesia. Si usted recuerda mis clases, sabrá que muchos pontificados breves han marcado época en la historia eclesiástica».
Sí; recuerdo sus clases, las sabrosas, intuitivas y certeras lecciones del jesuita Hertling, pero he recordado muchas más veces aquella entrevista fugaz, mientras anochecía junto al obelisco, minutos antes de que el cardenal Canali nos anunciara el gran gozo de la elección.
¡Cuánto se ha hecho en menos de cinco años! Si sobrecoge la lista de realizaciones tangibles, el balance moral, el cambio de clima producido en este decisivo quinquenio, es sencillamente fabuloso. Pensando en otro ejemplo -bien diferente, por supuesto, y a escala política-, el de la Francia de De Gaulle, se demuestra con creces la tesis de mi maestro de que cinco años son mucho tiempo.
Juan XXIII llevaba en sí, como todo hombre grande, una sorprendente carga de paradojas. Vivía la existencia a raudales y amaba a hombres y cosas con una intensidad desbordada, siendo, a la par, constante lector del Kempisy meditador asiduo de su propia muerte, de la que habló infinitas veces, viéndola venir con una paz augusta y con un cariño casi franciscano. Tuvo por lema la obediencia y la paz, amó la suavidad, las virtudes pasivas, las obras de misericordia; y, con el mismo arranque, desde la estampa de su primera misa hasta su encíclica cumbre y todo su aire al conducirse por la existencia, su vida entera ha sido un himno a la libertad y una defensa de los derechos de la persona humana contra toda clase de abusos autoritarios.
Quien le viera rezar, le oyera conversar, supiera de sus visitas a santuarios, su devoción a los santos, su propia mentalidad teológica, podía afirmar: he aquí a un católico del viejo estilo, bergamasco a macha martillo, empapado de la cándida fe del carbonero. Era verdad. Pero no era mentira que Juan XXIII fue un Papa esencialmente renovador, que la apertura y la comprensión son el sello de su paso por la tierra y por la tiara, que todo lo que hay de más vivo y más prometedor en la Iglesia de nuestro tiempo contó sin disimulos con sus simpatías.
Es innegable que su pontificado ha tenido más prisa que pausa. Y, sin embargo, qué ejemplo el suyo de ritmo vital, tan acompasado. Parecía hombre de otros siglos que no vieron el vértigo ni la angustia existencial. Siempre le quedaba tiempo para asistir a las estaciones cuaresmales, a largas letanías, para escuchar un concierta, para tener más contacto con sus parroquias de Roma. Su propia imagen física, voluminosa y lenta, sonriente y beatífica, ¡cómo contrastaba con un sistema de gobierno expeditivo y eficaz, casi deportivo! Claro está que su salud psíquica sólo tenía parangón con su consistencia orgánica, que tan poderosa se ha mostrado en su forcejeo con la muerte. Él afirmó de sí mismo que no padecía del estómago, ni del hígado, ni de los nervios y que nada físico ni moral solía alterar su buen humor.
Y, a propósito de hablar de sí mismo, he aquí otra paradoja. Un hombre cuya conversación pública y privada era pura autobiografía, manejando de continuo la primera persona, jamás fue tenido por vanidoso. Muy al contrario, el aroma que deja en las mansiones vaticanas y en los suburbios de Roma es el de un niño grande, orlado por una humildad sobrenatural. No llegó a aprender la malicia de ocultar su persona tras exposiciones abstractas, y, sobre todo, siempre se presentó a sí mismo como un vaso de misericordias divinas. Creo que si alguien reúne todos los textos de Juan XXIII en los que habla de sí mismo podrá resultar un gran volumen; pero, al cerrar la lectura, nos quedará la sensación de haber recitado el Magníficat.
En él humildad equivalía a simplicidad, casi a candor. No perdió nunca el aire de "Sotto il Monte", y el sello campesino, sublimado por una gran formación humanística y una elevada cortesía, le fue siempre connatural. Pero si la aldea le dio sencillez, le otorgó también solera e innata sabiduría, instintiva sagacidad para calar en hombres y en situaciones. No estoy con quienes pensaron que en Juan XXIII teníamos a un abuelo bonachón, ingenuo en sus posturas, paloma entre lazos enemigos. Entiendo, por el contrario, que su línea era soberanamente consciente, y que si algo ha sido característico de su mandato fue la vista larga y profunda por encima de inmediatismos de espacio o de tiempo.
Parecía, y lo fue en no pocas ocasiones, un gran improvisador e incluso repentizador. Al Concilio nos convocó por sorpresa, y con idéntico desparpajo nombró cinco veces cardenales, visitó Loreto y Asís o recibió a Adyubey. Nada más distante de sus ademanes vitales y de su agilidad ejecutiva que la fría programación sistemática de un plan de gobierno. Pues bien; resulta que este pontificado es de los más unitarios y orgánicos, resumibles en escasos vocablos: unidad, renovación, paz. A poco que se ahonde, todo arranca de esa trilogía, fruto ella de un hondísimo impulso personal, siempre idéntico a sí mismo en continua ignición.
Un tal entramado de cualidades contrapuestas solo pudo hallar síntesis en una rica personalidad humana y en una continuada vivencia evangélica. Era un hombre con sentido del humor. Era un hombre capaz de amistad. Era un hombre con ojos abiertos hacia lo bueno de cada hombre y lo salvable de cada sistema. Era un hombre cargado de sentido común. Sobre tal plataforma humana, ideal para un gobernante y más para un pastor de almas, se asentó una vida de fe, cuyas fuentes, rigurosamente evangélicas, fueron las bienaventuranzas y las obras de misericordia. No ha podido ser más simple el mensaje espiritual del Papa Juan: «Amaos los unos a los otros, comprendeos los unos a los otros, uníos los unos a los otros». La página de la Historia queda completa y la lección es bien fácil de aprender. Llegados aquí, casi suena a nuevo el consabido parangón que le aplicó el patriarca Atenágoras: «Hubo un hombre enviado por Dios cuyo nombre era Juan».
[Ecclesia, Nº 1143, del 8 de junio de 1963, pp. 717-718]


http://www.franciscanos.org/santoral/juanxxiii.htm
DIRECTORIO FRANCISCANO - SANTORAL FRANCISCANO