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PAPA Robert : LEON XIV y ESCUDO Pontificio 2025

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lunes, 2 de diciembre de 2013

Bancos de San Pedro


Bancos de la Iglesia de San Pedro

Al ingresar a la iglesia de San Pedro los fieles se encontraban en una enorme explanada limitada por la bóveda con nervaduras que partían desde las sólidas columnas de ladrillo y calicanto. Al fondo, solemne, el altar mayor barroco. El piso era también de ladrillo. La luz que ingresaba por las ventanas superiores era absorbida por la roja aspereza de las pilastras y la bóveda encalada esparcía luminosidad hacia el oro de los retablos provocando la alegría de las formas, la curiosidad alba del calicanto y el realce de las imágenes en bulto y en lienzo.


Cada hora del día era distinto el ambiente para el fiel orante. Los grupos diversos formaban comunidades alrededor del sacramento, la instrucción o la devoción. Entrando a mano izquierda, cerca de la puerta, en el último lugar (¿no será el primero?) la capilla de los negros, más allá la capilla de los estudiantes de gramática, la de los estudiantes de facultad, en el lado contrario la de los indios. Cada capilla tenía sus devotos y asistentes, ocupando el espacio libre de la nave central de manera dinámica en función de los fieles presentes en cada servicio religioso.

Los varones asistían de pie, los negros y naturales se sentaban en el suelo, a las matronas y damiselas una sirvienta o esclavo les llevaba su asiento. Originalmente no existían bancos, tal vez en el siglo XIX comenzó a implementarse este tipo de muebles para comodidad de los asistentes y para guardar el orden en las ceremonias. Es que la Iglesia se iba volviendo cada vez más formal, cada grupo de fieles debía ocupar un espacio bien delimitado, especialmente el clero en el presbiterio, el espacio reservado para los divinos misterios.

Algunas abuelas decían que San Pedro era una iglesia sucia. La afirmación procede del polvo que danzaba en el aire debido al desgaste de los pisos de ladrillos soportando más de tres siglos de trajín. La restauración de la iglesia dirigida por el arquitecto Héctor Velarde tras el terremoto de 1940, llevó al cambio de los pisos de ladrillo que fueron reemplazados por losetas blancas y negras de la fábrica de Pedro Rosselló.


Era el momento de hacer los bancos. El superior de los jesuitas encargó la confección de ochenta bancos a la “Fábrica de aserrar y depósito de madera Sanguinetti y Dasso”, situada en la avenida Grau N° 100, donde hemos asistido tantas veces al circo. Cada banco debía tener espacio para diez personas, delimitado por paneles cuadrados con moldura. Al hacer el primero, comprobaron que era incómodo, por lo que se vieron obligados a reformular el diseño con nueve paneles apaisados. Se eliminó la estrechez y ganó en prestancia.
La madera utilizada tanto para asientos como para travesaños es caoba (S. macrophylla King). Las áreas de explotación de esta especie hasta los años cuarenta del siglo pasado se ubicaban en las zonas fluviales accesibles desde la ciudad de Iquitos, donde se concentraban los grandes aserraderos. Posiblemente desde esos lugares de la selva peruana llegaron a Lima los tablones que los artesanos transformaron en muebles de gran belleza y valor.


 
Imaginamos 34 grandes árboles añosos esperando en medio de la selva el espacio que habían de ocupar en San Pedro para la posteridad. Podemos hablar de 270 metros cúbicos de caoba, una barbaridad para la moderna conciencia ecológica o arriesgar inútiles cálculos crematísticos. La conclusión es que los bancos de la iglesia de San Pedro, que se terminaron de fabricar en el año 1949 y fueron restaurados 63 años después, son una joya más del patrimonio que debemos conservar.

http://padreenrique.blogspot.com/2013/11/bancos-de-san-pedro.html


 


domingo, 19 de mayo de 2013

El arzobispo del Valle Seoane



El arzobispo del Valle Seoane

En un armario de San Pedro he hallado un misal romano de 1759 que en la primera página lleva la firma de Fray Manuel del Valle. Este fraile de la Orden de los Hermanos Menores Capuchinos fue ordenado sacerdote el día de Nuestra Señora de la Merced, 24 de septiembre de 1836. Nacido de padres españoles en Hatun Jauja el 9 de noviembre de 1813, fue protegido de Diego Antonio Navarro Martín de Villodres Carvajal y Lorenzo (1759-1832), quien fuera obispo de Concepción en Chile (1806 a 1817) y La Plata o Charcas en Bolivia (1817 a 1827), el último de los obispos españoles monárquicos, a quien Simón Bolívar facilitó el retorno definitivo a su patria en 1824, quedando vacante la sede de la actual arquidiócesis de Sucre bajo Administración apostólica hasta 1835.

Manuel del Valle recibió una esmerada educación, primero en La Paz, luego en la Universidad de Oviedo como estudiante de Derecho, por último en el convento de la orden capuchina en San Antonio del Prado de Madrid. La nostalgia de la tierra y tal vez la ausencia de su patrocinador lo trajeron de regreso al Perú después de abandonar la vida religiosa. En 1839 lo encontramos de cura párroco en Pararín, Ancash y en 1846 de párroco de Sicaya, ambas parroquias pertenecientes entonces al arzobispado de Lima. En 1850 era párroco de Santa Ana en el Cercado de Lima. Es entonces que su figura se convierte en pública, cuando el arzobispo Francisco Javier de Luna Pizarro lo nombra secretario. Posteriormente es admitido como miembro honorario en el Colegio de Abogados de Lima. Resulta llamativo que recién en el año 1852 aparece como presbítero incardinado a la Arquidiócesis de Lima, ignorándose su incardinación en los años anteriores.

El ayer fraile capuchino es ahora el Ilustrísimo doctor don Manuel Teodoro del Valle Seoane, preconizado obispo de Huánuco al erigirse esta nueva diócesis el 17 de marzo de 1865. La ordenación episcopal fue conferida por el arzobispo de Lima José Sebastián Goyeneche y Barreda el 6 de agosto del mismo año. Cuatro años después, monseñor del Valle iba a Roma a participar en el Concilio Ecuménico Vaticano I convocado por el papa Mastai-Ferretti, Pío IX.

Posiblemente permaneció fuera de su diócesis desde el inicio del Concilio (8-12-1869) hasta el inicio de la guerra entre Francia y Prusia el 19 de julio de 1870, cuando la mayoría de padres conciliares salió de Roma. Tres meses después, al ingresar a la ciudad eterna las tropas de Víctor Manuel II, el Concilio fue suspendido por Pío IX y terminaba la existencia de los Estados Pontificios.


En febrero de 1872 falleció el arzobispo de Lima Goyeneche, en medio de la campaña presidencial que marcó el fin del período presidencial de José Balta (1868-1872). Según el artículo 59, inciso 17 de la Constitución de 1860, correspondía al Congreso de la República ejercer el derecho de patronato. El ejercicio de este recaía en el Presidente de la República, quien estaba facultado para presentar al Santo Padre dos ternas para la provisión de obispos, con la aprobación del Congreso. El Congreso estaba en receso y el presidente Balta se apresuró a presentar ante la Santa Sede la solicitud de provisión de la sede arzobispal de Lima, que recayó en el entonces obispo de Huánuco. El 4 de junio de 1872 fue electo arzobispo de Lima el Dr. Don Manuel Teodoro del Valle Seoane. Como dice el refrán, “nuestro gozo en un pozo”: con el cambio de gobierno y la elección de Manuel Pardo y Lavalle, quien fuera secretario de Hacienda en el famoso “Gabinete de los talentos” (1) y fundó el Partido Civil (1871), el gobierno exigió a la Santa Sede la anulación del nombramiento del arzobispo de Lima por defecto de forma. Difícil situación que zanjó el arzobispo del Valle renunciando generosa e inteligentemente a la Sede Metropolitana de Lima. El 15 de noviembre de 1872, la Santa Sede aceptó la renuncia de Manuel Teodoro del Valle, lo nombró arzobispo titular de Berytos (Beirut) y administrador apostólico de la diócesis de Huánuco, continuando en esta sede hasta su fallecimiento en Lima el 16 de octubre de 1888.

El recuerdo de monseñor del Valle es pertinente en este blog. Cuando estuvo en Roma asistiendo a las sesiones conciliares, tomó contacto con la curia generalicia de la Compañía de Jesús, gestionando ante el superior general, Pedro Beckx S.J. el retorno de los jesuitas al Perú, para hacerse cargo del Seminario San Teodoro de Huánuco por él fundado en 1869 (2) con su patrimonio personal. Sus gestiones no fueron vanas. En setiembre de 1871 llegó el primer grupo de jesuitas y poco después completaron la misión.

Un hermano quedó en Lima de retén y los demás fueron a Huánuco, haciéndose cargo del seminario, de dar ejercicios espirituales y de misiones rurales. De esa proximidad con monseñor del Valle viene la entrega que este hiciera a los jesuitas de un cáliz que guardaba como reliquia de Santo Toribio de Mogrovejo y que se guarda celosamente en nuestra iglesia de San Pedro.

La presencia de los jesuitas fue cuestionada por liberales provincianos de la sociedad huanuqueña. Tampoco faltaron curas celosos que temían perder prebendas. Así las cosas, era mejor desaparecer de un escenario tan pequeño; los jesuitas no duraron mucho en la diócesis de Huánuco. Es probable que el arzobispo emérito de Lima no estuviera dispuesto a malquistarse nuevamente con los políticos de turno, por lo que dio pase a la salida de los jesuitas, que habían hecho un proyecto alternativo de educación en la capital, donde en cierta manera podían pasar más desapercibidos. Al fin y al cabo, la experiencia había generado en Manuel del Valle una visión política que había crecido de la escaramuza a la perspectiva nacional, lo que fue demostrado poco tiempo después en su participación clara y decidida en la Guerra del Pacífico.

Termino haciendo hincapié en que Manuel Teodoro del Valle Seoane murió siendo arzobispo emérito de Lima y está enterrado en la Catedral. En su lápida hay dos significativas mitras cruzadas, la de Huánuco y la de Lima.


Algo más: es el arzobispo de esta sede que ha durado menos; Agustín Rodríguez Delgado (1746) duró seis meses y cuatro días, mientras que del Valle fue arzobispo de Lima cinco meses y once días. Sic transit gloria mundi.

Escrito el lunes 29 de Abril 2013 por el Padre Enrique Rodríguez S.J. 
Fuente: http://padreenrique.blogspot.com/


1- El dictador Mariano Ignacio Prado en 1865 convocó a Pardo con José Simeón Tejada, José Gálvez Egúsquiza, José Simeón Tejada y mi tatarabuelo Toribio Pacheco y Rivero.
2- Fue su primer rector el presbítero Pedro Pablo Guzmán, cura párroco de Huaripampa.
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Otro si:
 
Últimos años de Manuel Teodoro del Valle - Arzobispo de Lima
A monseñor Del Valle se le recuerda también por su intervención a favor del reingreso de la orden jesuita en el Perú, luego de un siglo de la expulsión del año 1767, retorno que provocó no pocas controversias en el país. Como ya mencionamos anteriormente, puso a cargo de los jesuitas el seminario que fundara en Huánuco (1871). En 1878 se abrió en Lima el Colegio de la Inmaculada a cargo de sacerdotes jesuitas, que sería clausurado por decisión del gobierno en 1886, aunque reabrió en 1888 y aún existe.
Durante la Guerra del Pacifico actuó como consejero del general Andrés Avelino Cáceres durante la Campaña de la Breña. Un delegado suyo entregó un mensaje a los combatientes peruanos apurando el inicio del Combate de Concepción, en el valle de Jauja (9 y 10 de julio de 1882).
El coronel chileno Pedro Lagos le impuso un cupo de 20.000 pesos, lo cual pagó mediante un giro contra un banco en Lima, pero inmediatamente envió a la capital a un emisario para anularlo. Por tal desaire, los chilenos lo apresaron en el Convento de Santa Rosa de Ocopa y lo trasladaron a Lima. Pese al fin de la guerra y la retirada de los chilenos, no pudo ya retornar a Huánuco pues enfermó y falleció.
En su testamento donó dinero con la que se construyó la primera casa de los padres Salesianos en el Perú en el Callao. Fue propietario de un cáliz de Santo Toribio de Mogrovejo, segundo arzobispo de Lima.
Su fortuna la obtuvo de la herencia proveniente de su pariente política Ventura Ugarte, a su vez heredera de la fortuna de Teresa de Apoalaya, la muy poderosa "Catalina Huanca".
Fuente: Wikipedia
 
 
 
PENTECOSTES
2013

viernes, 25 de enero de 2013

Caceres, los jesuitas y San Pedro en Lima

Cáceres, los jesuitas y San Pedro

Escrito por Padre Enrique Rodriguez SJ desde Lima
 
Discurso de orden en el homenaje de la Orden de la Legión Mariscal Cáceres en el atrio de la iglesia de San Pedro de Lima. 15 de enero 2013. [1]

Señor Gral. Div. (R) Pablo Correa Falen
Presidente Ejecutivo de la Orden de la Legión Mariscal Cáceres
Señor Comandante PNP Oscar Cuba
Edecán de la Alcaldesa de Lima señora Susana Villarán de la Puente
Señores miembros de la Orden
Señoras, señores
Agradezco la inmerecida oportunidad de dirigirles unas palabras. No soy historiador, tampoco investigador de profesión. Soy simplemente el párroco de San Pedro desde hace cinco años. Mis superiores de la Compañía de Jesús, por una circunstancia fortuita me presentaron al señor Cardenal Arzobispo de Lima para ocupar esta sede parroquial y a ella fui nombrado. Habiendo sido la misión y tarea que recibí desde 1968 hasta 2006 la educación de niños y adolescentes, y jubilado ya de ellas, me he dedicado con ahínco a custodiar y poner en valor este monumento de la cultura, el arte y la religión en el Perú que es el Colegio Máximo de San Pablo, fundado por encargo de san Francisco de Borja, entonces superior general de la Compañía de Jesús, en el año 1568.
Como educador estoy convencido de que todo aprendizaje válido parte necesariamente de la experiencia. Lo aprendí ya en la niñez tanto con mi padre, como de la tradición educativa jesuita recibida en el Colegio de la Inmaculada. Es precisamente este colegio, fundado en 1878, donde se han formado cinco generaciones de mi familia, el legatario de una tradición de valor innegable que hoy me atrevo a presentar a ustedes a manera de la sencilla clase de un profesor, como experiencia significativa para quien la desee tomar.
Esta pequeña historia comienza cuando las religiosas del sagrado Corazón de Jesús decidieron fundar una casa en Lima a instancias del presidente Manuel Pardo y Lavalle, quien estaba en el período final de su gobierno. Él y su esposa, doña Mariana Barreda y Osma, padres entonces de nueve hijos, que habían de llegar a ser once, de los cuales cuatro mujeres, para las que deseaban fueran bien educadas en la cultura y las buenas maneras en cierto estilo francés acorde con la época. Este local del Colegio de San Pablo había sido confiscado y expropiado a la Compañía de Jesús por Carlos III en 1767. En 1770 fue asignado en parte por la corona de España a la Congregación del Oratorio de San Felipe Neri para hospital. El 28 de junio de 1876, fue adjudicado en uso a las religiosas del Sagrado Corazón. Para residir aquí, tuvieron que pedir autorización al Santo Padre Pío IX, la que les fue concedida y trasmitida por el arzobispo de Lima, monseñor Francisco de Asís Orueta y Castrillón (1804-1886), mediante el correspondiente rescripto papal.

El día 19 de marzo de 1878, fiesta de San José, las religiosas abrieron estas puertas bajo el título de Escuela Normal de Mujeres, con una gran inauguración, largamente documentada por el diario El Comercio de Lima en la mañana del miércoles 20 de marzo. Asistió el presidente de la República, general Mariano Ignacio Prado, quien al final de la ceremonia dijo: “Ya tenemos todo lo suficiente para la educación de las mujeres; pero no tenemos nada para la educación de los hombres, y ustedes me dirán que soy retrógrado y no progresista, pero mi parecer es que los jesuitas son los que más nos convendrían”. El senador por Arequipa Francisco García Calderón Landa estaba presente y dijo al general Prado: “Pues establecer un colegio de jesuitas en Lima no es tan difícil”. Sorprendido el presidente le dijo “¡Cómo!”, a lo que el senador le replicó: “De esto le hablaré más luego en particular”.
Ignoraba el presidente Prado que en esta misma manzana, en la esquina de las calles Cascarilla y Botica de San Pedro (es decir Miró Quesada y Abancay), funcionaba el “Colegio Peruano” del doctor don Melchor Telésforo García, ex ministro de Justicia, Instrucción y Beneficencia, que había puesto su centro en manos de religiosos de la Compañía de Jesús, y era alistado para empezar el curso el 8 de abril con 60 alumnos.

En efecto, los jesuitas habían regresado discretamente al Perú en el mes de setiembre de 1871, 104 años después de su extrañamiento, para servir en la diócesis de Huánuco, a solicitud de su obispo Manuel Teodoro del Valle Seoane (1813-1888), haciéndose cargo del nuevo Seminario Conciliar San Teodoro, fundado por el patrimonio personal del obispo. En aquella diócesis permanecieron hasta el año 1879, en que Mariano Felipe Paz Soldán y Ureta, ministro de Justicia y de Instrucción, movido por las autoridades civiles liberales del lugar y por los celos de algunos curas del lugar, dio orden al prefecto del departamento de expulsar a los religiosos de la Compañía de Jesús. Para entonces la Guerra del Pacífico se había desatado en el mes de abril y el señor ministro, que compartía ideas anticlericales y antijesuíticas había caído en desproporcionadas ideologías y reyertas de sabor pueblerino. Los jesuitas finalmente tuvieron que dejar Huánuco al año siguiente, ya que monseñor del Valle no estaba en capacidad ni ánimos de tener enfrentamientos con el poder civil[2].

Las clases en el Colegio Peruano, refundado en 1878 bajo la advocación de la Inmaculada, no pudieron empezar en 1879 por causa de la guerra. El número de hijos de San Ignacio era mayor y su disposición de servir, la que les infundió su fundador. El nuncio apostólico monseñor Mario Mocenni (1823-1904) no dudó en solicitar al superior de los jesuitas la presencia de tres capellanes en las ambulancias nacionales del Ejército Sur. Bajo la dirección de monseñor José Antonio Roca y Boloña (1834-1914), fueron designados los padres Ricardo Cappa S.J. (1850-1897) a Tacna, Francisco Fernández S.J. para el Alto de Molle, Antonio Salazar S.J. para Iquique y Antonio Garcés S.J. a la 4ta ambulancia en Arica. Los padres Fernández y Salazar participaron en la campaña de Tarapacá. El primero acompañó a los restos el Ejército del Sur en la marcha hacia Arica. El padre Fernández, disuelta la ambulancia a la que estaba asignado, regresó a Lima y se presentó en San Pedro el 6 de diciembre a las 7 de la noche.

El 17 de enero de 1880, a las dos de la tarde, partió hacia Arica el superior, padre Gómez de Arteche, con el fin de ayudar al traslado a Lima de heridos. En efecto, fueron 204 los heridos de guerra que fueron traídos en el vapor Luxor, los que fueron internados en los hospitales de Guadalupe y Bellavista. El jueves 22 de abril a las dos de la tarde comenzaron los buques chilenos el primer bombardeo del Callao. Los padres Gabino Astrain y Antonio Salazar se dirigieron de inmediato, valerosamente y con riesgo de sus vidas, a ocupar sus puestos en las naves peruanas.

A pesar del conflicto, las clases se desarrollaron en la medida de lo posible. En el mes de junio ya se tenía conocimiento en Lima del glorioso holocausto del coronel Francisco Bolognesi y sus compañeros del Morro de Arica. Los jesuitas actuaron en la capital como capellanes en el hospital de Santa Sofía (el edificio del Politécnico o Tecnológico José Pardo), en donde se atendían los heridos de Tacna y Arica. A partir del 10 de julio, los padres Gabino Astrain S.J. (1832-1891) y Jorge Sendoa S.J. (1836-1917) estuvieron permanentemente en los cuarteles de Artillería e Ingeniería donde se daba improvisada preparación militar a los reclutas. El historiador de la residencia jesuita detalla en el diario, día a día, la asistencia de los padres a los diversos cuarteles y cómo atendían de manera personal a centenares de reclutas de los batallones Mirave, La Mar, Escolta, Cazadores de Junín, Depósito, Cajamarca, Zuavos, Concepción, Ancash, y otros.

Para el 12 de diciembre la reserva ocupó la mitad del local del colegio, dividido por tablas y cartones. El 21 fue la clausura del año escolar 1880. Para Navidad el ejército de Lima había salido de la ciudad y estaba en la línea de defensa proyectada por Piérola. Los sacerdotes, apostados en el campamento de San Juan de Surco, asistían durante largas horas a la tropa y los oficiales, acompañándolos despreocupados del calor del verano y la arena[3].

“…Los chilenos hace días que están en Lurín, a unas 4 o 5 leguas de esta capital, y los de aquí están a medio camino. Las posiciones de estos son buenas, ánimos no les faltan muchos se van rindiendo a Dios, y con todo esto creo que pueden confiar en la victoria. Nosotros seguimos confesando en los campamentos tanto de línea como en el de la reserva… Los trenes están a nuestra disposición; pero aún queda por andar a pie cerca de una legua; y para esto se nos dan caballos. También tenemos que llevar de comer porque ni rancho nos dan”. La descripción de Gómez de Arteche es correcta, pero el juicio estratégico equivocado. La línea de defensa ideada por Piérola era desmesurada; era imposible contener con 16,000 efectivos a 23,508 hombres de infantería, 1,370 de artillería y 1,251 de caballería chilenos.

El 12 de enero de 1881, el general Manuel Baquedano anunció a sus lugartenientes que al aclarar la mañana del día siguiente comenzaría la toma de Lima. Así fue. Dice Gómez de Arteche: “El 13, día de mi santo, rompieron los chilenos la primera línea de defensa y tomaron Chorrillos y el Barranco, poblaciones que incendiaron por completo”. El observador M. Le Léon, teniente de navío de la Armada Francesa, cuenta: “Se libró en Chorrillos un combate encarnizado por las dos partes… Nadie pide cuartel siendo la lucha muy viva… Se conocen poco las pérdidas de este día. Los chilenos debieron de tener 2,500 muertos o heridos y los peruanos 5,000 hombres fuera de combate…; en estos últimos la proporción de los muertos era mucho mayor que en los vencedores. Pero no se podrá tener jamás la cifra exacta”. Se desató al atardecer la terrible venganza de las huestes vencedoras. El mismo Le Léon reconoce: “Es un espectáculo terrible que quedará profundamente grabado en la memoria de todos aquellos que lo han visto…”[4]

El día 15, rota la tregua, el escenario de combate fue Miraflores. Heroicas y a la vez tristes escenas se pudieron ver. Los padres Gómez de Arteche, Astrain y Garcés fueron testigos. Se puede leer en el diario del Colegio de la Inmaculada:

Aquí en cambio fue tal el desorden la noche del 15, que nadie se entendió, Piérola se ausentó renegando de sus subalternos, y aunque aún quedaban bastantes fuerzas, nadie supo qué hacerse, y se las disolvió. Esto algunos lo atribuyen a traición; pero yo creo que todo fue efecto de ser gran parte de los jefes militares improvisados, y una buena parte de las tropas gente muelle nunca acostumbrada al trabajo y sacrificio. La noche del 16 fue tremenda. Por una parte se temía la entrada de los chilenos de un momento a otro, pues Miraflores sólo dista una legua, y por otra, el populacho armado dio en saquear y en incendiar. Gracias que sólo dieron contra los chinos, y que el fuego no se propagó tanto como era de temerse, no habiendo bomba que se atreviese a salir en medio de tantos tiros; pero la población sufrió grandes angustias. Nosotros, como tenemos en casa un hospital de sangre, nos juzgamos entonces libres de los de aquí, y como jesuitas extranjeros nos creíamos también libres de los chilenos, y aunque el incendio no andaba lejos, al fin, respirábamos. Por estas nuestras favorables circunstancias se refugiaron a nuestra sombra más de 90 personas entre mujeres, niños y viejos, a quienes procuramos atender tres o cuatro días que duró la angustia, como mejor pudimos”.

Por su parte, las religiosas que estaban a cargo de la Normal en la parte oeste de la manzana, fueron protegidas por el almirante Sterling de la armada británica, ya que la madre Laura Rew aquí residente era ciudadana de la corona, luego el almirante Bergasse du Petit Thouars que había llegado al Callao quien se apersonó con sus hombres a San Pedro encargándoles cuidar estas puertas, y por último dos capellanes del ejército chileno llegaron a garantizar la seguridad de las religiosas, toda vez que había hermanas procedentes de Valparaíso, Santiago y Talca. Ante esta seguridad, aunque no sin temor, las religiosas corrieron el riesgo de dar asilo a 300 personas.

¿Qué ocurría mientras tanto en la parte opuesta de esta manzana? Hay que dejar hablar al mismo Cáceres, prolijo en detallar la ocasión:

Una vez que entraron los chilenos en Lima, el día 17 (de enero de 1881), buscáronme en todas las ambulancias. Al tocar en la de San Pedro, el personal del servicio negó mi estancia en ella, temeroso de que me hicieran prisionero. Al día siguiente, volvieron dos jefes, después de haber recorrido los demás puestos de auxilio; y casi seguros de que yo me encontraba en el de San Pedro, se dirigieron al jefe de la ambulancia diciéndole que el objetivo suyo era saludarme en nombre del general Baquedano y ofrecerme toda clase de garantías.

El jefe y personal de la ambulancia agradecieron, muy atentos, estas corteses palabras, invitándoles a pasar a la sala, donde estaban los demás heridos, haciéndoles ver de este modo que no me ocultaban y diciéndoles que seguramente me encontraba en alguna casa particular. Los jefes chilenos, satisfechos de las atenciones recibidas, se retiraron. Pero, entretanto se me había ocultado en la celda del superior de los jesuitas.

Desde esta visita tuve necesidad de tomar mayores precauciones, y seguí curándome, oculto, en la celda del padre superior, a cuya bondad y celo debí no haber sido prisionero del enemigo. Y no obstante que las autoridades chilenas de ocupación habían ordenado que todos los jefes y oficiales que se encontrasen en la capital debían dar las señas de sus domicilios, yo no las di”.

El superior de la comunidad jesuita era el padre Gumersindo Gómez de Arteche (1842-1902) y no solamente dio cobijo a Cáceres en las habitaciones de los jesuitas, en la comunidad religiosa fueron recibidos sus dos ayudantes, los tenientes Joaquín Castellanos y Augusto Bedoya, quienes también estaban heridos. Permanecieron en nuestra residencia hasta el día que por seguridad Cáceres decidió cambiar su paradero, aunque no estaba aún curado de la pierna. El 21 de enero se vistió de negro, con sombrero de copa y larga levita; se caló unos anteojos de lentes oscuros, y cargado en un sillón lo descendieron del cuarto del padre Gómez de Arteche. Se despidió “muy agradecido del padre superior, a cuya bondad tanto debía” según él mismo posteriormente afirmó.

Los heridos que estaban en el hospital de sangre en que se había convertido el Colegio de la Inmaculada fueron trasladados el 31 de marzo de 1881 al hospital de san Bartolomé. Pero no se recuperó el local, puesto que la casona de San Marcos estaba tomada por el ejército chileno y hasta finales de 1883 tuvieron que convivir nuestros colegiales con los universitarios sanmarquinos de la Facultad de Letras y Jurisprudencia, pero esa es ya historia aparte.

Sin embargo no puedo dejar en el tintero algunos datos:

El 20 de octubre de 1883 se firmó el Tratado de Ancón. El general Miguel Iglesias que tenía su gobierno provisional en ese pueblo y balneario, aprobó el tratado el día 22, y el 23 ingresó a Lima. Al entrar en Palacio de Gobierno a las 3.20 de la tarde, según una crónica de la época, flameó en el mástil el pabellón peruano obsequiado por el gremio de bordadores de Lima, y la multitud que colmaba la Plaza de Armas cayó de rodillas. Había concluido oficialmente la guerra. El diario del colegio jesuita dice escuetamente: “23. Hubo vacación por la entrada en la ciudad del nuevo Presidente señor Iglesias y por la salida de Lima del ejército chileno”.

Conocemos por la historia los avatares políticos de aquellos años y cuán difícil fue el tránsito el gobierno de Iglesias al de Cáceres. Los techos de San Pedro, sus torres y campanarios fueron mudos testigos no exentos de balaceras. He podido recoger proyectiles incrustados aún en la parte alta de este templo. Según relata aquellos acontecimientos del 27 de agosto de 1884 la historia de la comunidad de religiosas del Sagrado Corazón: “Los dos bandos revolucionarios se batían en nuestros techos y las balas silbaban en todas direcciones: parecía que un poder invisible las desviaba. En el día las clases continuaron como siempre, además las alumnas están acostumbradas a estas revoluciones. Hubo un momento de pánico cuando durante la Acción de Gracias de la Misa dos soldados quisieron entrar con sus fusiles, pero como nos vieron a todas reunidas, se retiraron; eran dos que huían para salvarse[5]. Los rojos de Cáceres fueron repelidos por los azules de Iglesias. Debo dejar constancia que entre las alumnas de las religiosas estaban tanto las hijas de Iglesias como las de Cáceres, lo que nos hace ver un cuadro histórico de manera poco comprensible en nuestro siglo.

Al terminar este año, en el mes de diciembre, el presidente Iglesias entregó el templo de San Pedro a la Compañía de Jesús, como históricamente y por justicia correspondía. Al año siguiente, a fines de noviembre de 1885, cuando los caceristas se acercaban a tomar Lima. Las torres de los templos eran preparados para la defensa. El 1° de diciembre las campanas tocaban a rebato y la balacera se desató hasta que estas fueron tomadas por las tropas rojas mientras que los azules se rendían o se escapaban por los techos. Los soldados de Iglesias escaparon como pudieron y algunos ingresaron a la capilla de Nuestra Señora de la O, donde fueron escondidos y alimentados. Pueden imaginar el susto de las buenas religiosas cuando más tarde, antes de recogerse, vieron que algo se movía tras el altar de la Penitenciaría. La hermana Jeanroi “se armó de valor y grita con voz firme: ¿Quién está? - Madrecita, no nos traicione, responde quedamente la voz de un hombre. Aparece una cabeza, una segunda, una tercera… eran seis[6] que fueron capturados y puestos bajo llave para que a la sombra de la noche pudieran evadirse.

Debo concluir dejando constancia de que en 1886, por causa de una inoportuna publicación del jesuita padre Ricardo Cappa, se agitó el ambiente en Lima contra los jesuitas. Colaboraron en esa agitación los políticos liberales y las logias masónicas, sobre todo Ricardo Palma, director de la Biblioteca Nacional. La Cámara de Diputados votó la expulsión de la Compañía de Jesús por 65 votos contra 18, y otro tanto hizo el Senado. El presidente de la República, general Cáceres, por obvios motivos de gratitud, no quiso firmar el decreto de expulsión. Más bien recomendó a los padres que se dispersaran temporalmente hasta que la tormenta política se aquietase. Así lo hicieron mis antepasados en la Compañía de Jesús y casi dos años después, el 28 de mayo de 1888, volvieron a abrir las puertas del Colegio de la Inmaculada, en una casa del jirón Carabaya.

Muchas gracias.

José Enrique Rodríguez Rodríguez S.J.
Párroco de San Pedro de Lima


 
[1] Este discurso no se hubiera podido escribir sin la información brindada de manera personal y generosa por el P. Armando Nieto Vélez S.J. y por la tomada de su libro Historia del Colegio de la Inmaculada. Lima, 1978.
[2] El obispo de Huánuco, a propuesta del presidente Balta y con la aprobación del Consejo de ministros, fue nombrado (preconizado) arzobispo de Lima por la Santa Sede el 30 de marzo de 1872. Hubo defecto de forma en la propuesta al no pasar por las cámaras. Ínterin hubo elecciones y asumió la presidencia Manuel Pardo y Lavalle. El nuevo Congreso exigió un nuevo nombramiento, pero monseñor del Valle optó por la renuncia y ésta aceptada, permaneció como arzobispo emérito de Lima y administrador apostólico de la diócesis de Huánuco, que gobernó durante 23 años. Es remarcable esta información además porque monseñor del Valle era pariente por línea materna (Dorregaray Cueva) del entonces coronel Cáceres.
[3] Paz Soldán, aguerrido anticlerical, entonces encargado de la Cancillería, quien no estuvo precisamente en el campo de batalla y más bien corrió a Buenos Aires con la ocupación chilena, en vez de ocupar un puesto de varón bien nacido, no duda en denostar a los a los capellanes del clero secular y regular en su Narración histórica de la guerra de Chile contra Perú y Bolivia (Buenos aires, 1884). 
[4] M. Le Léon. Recuerdos de una misión en el Ejército chileno. Batallas de Chorrillos y Miraflores. Buenos Aires, 1969, p. 123-126.
[5] Religiosas del Sagrado Corazón de Jesús. Raíces y horizonte. Apuntes para una historia. Lima,2003, p. 28
[6] Id.
 

jueves, 4 de octubre de 2012

Padre Enrique: AMIGOS DEL CIBERESPACIO . . .



miércoles, octubre 03, 2012


AMIGOS DEL CIBERESPACIO

El primer tramo de este blog, que empezó en febrero del 2006, mi último año en el ministerio educativo, fue de índole reflexivo y literario. En mayo del 2008 apareció (hice aparecer) la primera entrada sobre San Pedro, bastante prosaica por decir lo menos. El título, de por sí ambiguo, era: “San Pedro hace agua”. Así empezó la segunda etapa que cuatro años y pico después debo concluir. Me cito a mí mismo: “Nuestro gozo en un pozo. Yo que creí venir a hacerme cargo de un lugar de alta espiritualidad, me doy de narices (una vez más) con que la realidad es más pedestre y que nos ha tocado (también una vez más) ser de infantería. Por lo menos, pienso que será a la mayor gloria de Dios”.

Como no renovarse es morir, creo que debo retirar el blog humildemente (otros dirían soberbiamente, como ocurre cada vez que un jesuita acepta las cosas como son o no acepta otras que ve no deben ser) no sin antes dar un aviso “préstumo”. La RAE no acepte dicha palabra, pero debía. Si se dice póstumo, con igual razón. Entonces, antes que los textos se pierdan como basura ciberespacial, mejor darles la baja definitiva. Es que entre las bajas que se van sucediendo, San Pedro va pasando de tobogán a montaña rusa. Y como el día tiene 24 horas, de las cuales un buen número están tomadas por obligaciones de índole pastoral y el otro mejor número las empleo en las de índole personal, no queda más que hacer mutis por el foro.

Hay quienes creen que hacer mutis es quedarse mudo. La expresión viene del teatro y corresponde a la salida de escena de un personaje. Mudo de ninguna manera me quedo, pero sí me mudo a “un lugar humilde, hermoso y gracioso”.

http://padreenrique.blogspot.com/

domingo, 22 de abril de 2012

Repetir, repetir y repetir


Repetir, repetir, repetir
Escrito por el Padre Enrique Rodriguez SJ .


“Adórote cruz bendita, dulce joya margarita. En ti creo, en ti espero, pues en ti murió el manso cordero. Si en la hora de mi muerte me tentara el enemigo, yo le diré: fuera de aquí, maldito, que no tienes que hacer conmigo. Y el día de la Santísima Cruz, diré mil veces: Jesús, Jesús, Jesús...” Dominga era una vieja rezadora que enseñó a mamá esta oración, y ella así me la repitió cada noche cuando me acostaba para dormir. Si por una parte aterraba mi imaginación lo del “maldito enemigo”, me reconfortaba el poder ahuyentar todo temor con la repetición del nombre de Jesús. Tuvieron que pasar muchos años para que del baúl de la memoria volviera a salir el ensalmo. Porque no otra cosa parecía. ¿Qué significaba eso de “joya margarita”? No se trataba de la flor, sino del nombre latino de la perla, de aquellas que no se tiran a los chanchos. Y la joya era nada menos que la Cruz del Señor. Cuando mi abuela María Rosa aún estaba suficientemente bien, nos reuníamos en su cuarto a rezar el rosario. Sólo recuerdo que nos reuníamos porque había que hacerlo. No había televisión que convocara a la familia. Me divertía decir “Dios te salve, Maríaaaaaaa, ... Jeshush”, esto último bien acentuado, lo que me valía buenos pellizcos para entrar en el orden establecido. Pero volvía a la carga en las letanías: “Ora pro nobishshshsh”.

Casi medio siglo después, veo a muchos chicos y jóvenes con el rosario al cuello, como en tiempo de la colonia lo llevaban los “castillos”, nombre con que llamaban a los jóvenes discípulos del apóstol de Lima, padre Francisco del Castillo. Del espejo retrovisor de automóviles y combis es más que frecuente ver colgado también un rosario. No hay barrio en que falten grupos de personas que semanalmente se reúnen a la práctica de esta devoción. Encuentran paz, consuelo, fortaleza. ¿Qué es el rosario? El rosario es simplemente un contador. Unas bolitas o cuentas unidas que se hacen pasar entre los dedos como desgranando. La boca recita una y otra vez la misma oración: “Señor Jesús, ten piedad de mí”; “Dios es grande; Dios es inmortal; Dios es fiel; ...”; “Jesús, Jesús, Jesús,...”; “Dios te salve, María, llena de gracia...”. La mujercita parecía hablar sola en el templo y el sacerdote la quería expulsar por borracha. Pero era el espíritu el que hablaba en ella y simplemente se dejaba llevar del sentimiento, expresando al Señor su congoja y su anhelo. No se llenaba la boca de palabras huecas como los fariseos. Igual que el publicano en el otro rincón del templo, que no se atrevía a levantar ni la mirada, ni la voz, pero su oración fue escuchada. Es frecuente oír: “Yo no se qué le ven a estar repitiendo lo mismo una y otra vez”. Sin embargo parece obvio para qué sirve estar al lado de un niño pequeño diciéndole cosas que no entiende, o palabras que vistas desde fuera suenan ridículas. De nada sirve aparentemente ir al cine con quien se quiere si no va a mediar palabra en toda la sesión. No es la utilidad la razón del lenguaje humano. Lo importante es que dos seres se comunican utilizando determinado medio o código, que puede ser público o secreto. Al comunicarme, crezco. La oración es comunicación entre una persona y su Dios. El diálogo se da en lo más profundo del corazón, sean cuales sean las palabras utilizadas. Los códigos varían de acuerdo a la propia tradición cultural o sistema religioso.


El rosario no es original de los cristianos. En el Diccionario de religiones comparadas de Brandon, en el artículo Rosario, encontramos: “Se llaman así en general a ciertos instrumentos consistentes en sartas de cuentas o granos que sirven como ayuda a la memoria en los ejercicios piadosos que implican la repetición de los nombres divinos o de ciertas fórmulas sagradas. Parece que su uso es originario de la India brahmánica, y es frecuente en los cultos de Visnú y de Siva. Del hinduismo adoptaron el rosario los budistas de todos los países. También usan rosarios los musulmanes y los sikhs. Entre los judíos el rosario cumple una función sicológica, no religiosa. El uso del rosario entre los cristianos se ha explicado como un préstamo que los cruzados aprendieron de los musulmanes, pero hay pruebas de que es anterior. El actual rosario católico tiene 150 cuentas a las que va unida una crucecita; el tamaño de las cuentas y la forma en que van dispuestas dependen del esquema específico a que se atiene esta devoción. La iglesia católica celebra la fiesta del santo rosario el 7 de octubre”. Para entender la historia hay que remontarse tal vez a las comunidades judías en medio de las cuales se enseñaba y practicaba el rezo de los salmos. El día de un judío piadoso estaba atravesado por la presencia de la gloria de Dios y la bendición al Señor del Universo brotaba de su boca desde el canto del gallo hasta el ocaso del sol, ante el firmamento estrellado y en las vigilias insomnes. Como toda cultura de tradición oral, la memoria de los israelitas estaba ampliamente desarrollada. No era raro que el judío aprendiera en la sinagoga todos y cada uno de los 150 cantos del libro de David, que recitaría (en semicanto o salmodia) en cada ocasión propicia, por sí mismo o de forma vicaria por un cantor. Basta seguir la pista de los salmos que se citan de manera sintética en una y otra página del Evangelio. La imagen de Jesús en la cruz crece a alturas insospechadas al contemplarlo repitiendo las oraciones del salmista. Los cristianos de la primera generación, como los de hoy, celebraban la vigilia de la Resurrección intercalando el canto de salmos por boca de cantores designados. Este uso, convertido en semanal, devino con los siglos en la celebración del Oficio Divino, primero en las iglesias de Oriente, luego en las de Occidente, bajo el ejemplo de la Anástasis. Por orden del emperador y de los papas los presbíteros pasaron a tener la obligación diaria de rezarlo para el servicio de Dios y del pueblo. En la Edad Media encontramos Salterios divididos en siete u ocho partes, de modo que a lo largo de la semana se rezara en coro los 150 salmos en el seno de las Ordenes monásticas. La indicación de la división estaba marcada por la primera letra del salmo que comienza cada serie, decorada con profusión y belleza. Las órdenes monásticas, en las que había bastantes miembros iletrados, a los que más tarde se les llamó hermanos conversos o laicos, eran incapaces de aprender de oídas el salterio y por tanto estaban expuestos a no obtener ningún beneficio del rezo del Oficio Divino recitado a coro. Desde entonces se les impuso la costumbre de recitar cierto número de padrenuestros en vez del Oficio. Después, cuando surgió la obligación de recitar todo el salterio (los 150 salmos) o la tercera parte (50 salmos) por los miembros difuntos de la orden, recurrieron a la repetición de 150 o de 50 padrenuestros. Conviene traer algunos datos de la historia. En las Antiguas costumbres de Cluny, recogidas por Uldarico (1686), y probablemente instituidas bastante tiempo atrás, se hace saber que al tenerse noticia de la muerte de un hermano extranjero, todos los presbíteros debían celebrar una misa por el hermano difunto y los religiosos no presbíteros debían recitar 50 salmos o 50 veces la oración dominical. Igualmente, en la orden militar de los caballeros del Temple (Templarios), los dispensados de asistir al coro debían recitar 57 veces la oración dominical, y por un hermano difunto debían rezar cien veces el padrenuestro durante una semana. Aunque sea posible, no deja de ser difícil la contabilidad de una misma oración pasada la veintena y más aún la centena. Leemos de eremitas y reclusos que se servían de piedrecitas para llevar el número exacto de oraciones. Paladio, por ejemplo, cuenta de un monje solitario llamado Pablo, que tenía trescientas oraciones en un orden determinado y que las recitaba cada día. Para esto recogía en su pecho trescientos pequeños guijarros que iba soltando cada vez que recitaba una plegaria. De otro asceta cuenta que recitaba 700 plegarias, de otro 100, y usaban el mismo sistema, de modo que el método del asceta Pablo no parece aislado. Basados en el arte cristiano que representa a los ascetas con una especie de rosario grueso como uno de sus típicos atributos, podemos afirmar el uso común de dicho instrumento. De todos modos, no podemos imaginar a los monjes cristianos soltando los guijarros dentro de un templo. Parece obvio y funcional que algún monje en occidente ideara la forma práctica de contabilidad por semillas ensartadas o por cuerdas anudadas, y se extendiera de manera natural. También lo hicieron los discípulos de Visnú, Siva o Buda en el extremo Oriente y los mahometanos de Siria y del norte de Africa. Parece probable descubrirse una guirnalda o rosario (guirlande ou chapelet) en un bajorrelieve del siglo VIII o IX en que se ve dos mujeres en actitud de oración que extienden la mano derecha y en la izquierda tienen dicho instrumento.

Prescindiendo de los prototipos orientales, hay que subrayar que el primer testimonio explícito del uso del rosario en Occidente es anterior a la primera cruzada y proviene de Inglaterra. En su Gesta pontificum, Guillaume de Malmesbury (1143) habla de cierta dama Godiva, esposa del conde Leofrico y de su círculo de piedras, unidas por un hilo, de modo que al contacto con cada una al comienzo de cada oración, no confundiera el número; este círculo de piedras acostumbró colgarlo al cuello de la imagen de santa María. En una losa funeraria del año 1273 podemos encontrar probablemente la primera reproducción de un rosario (patenôtre) . De hecho el monumento representa más de cinco decenas de granos, pero lo que importa hacer notar es que el cordón está dividido en decenas y cada décima cuenta es más gruesa, no como los rosarios modernos, que separan la undécima de la decena anterior y la posterior. Esto hace ver que no se trata del rezo del padrenuestro y el avemaría intercalados, sino de la recitación ininterrumpida de la misma oración, el padrenuestro. Entre los siglos X y XI se hizo común la “salutación angélica”. Es natural que el uso del rezo de los 150 o en todo caso los 50 padrenuestros, de manera análoga se hiciera común con aquella oración, con la modalidad de hacer una genuflexión cada vez que se decía “Ave Maria”, lo que le daba un matiz penitencial. Se cuenta de san Luis, rey de Francia, que cada tarde se arrodillaba 50 veces y decía lentamente “Ave Maria”. La historia de Eulalia narra que cada día se arrodillaba 150 veces y que Nuestra Señora le llamó la atención por lo rápido que lo hacía, y que redujo a 50 las genuflexiones para hacerlas lenta y devotamente. A esta devoción del rezo de las 150 avemarías se llamó “Psalterium Beatae Virginis Mariae”, quizá a imitación del salterio monástico, imposible para los simples fieles, los cuales, aun viviendo en el mundo, deseaban en gran número participar de los privilegios espirituales de la vida religiosa. San Eberto (1140), cien veces al día se arrodillaba y cincuenta veces, postrado el cuerpo en tierra, alzaba los dedos y decía “Ave Maria, gratia plena, Dominus tecum, benedicta tu in mulieribus, et benedictus fructus ventris tui”. Según la regla de los anacoretas (entre 1150 y 1200), debían comenzar diciendo: “Oh Señora, dulce Señora, la más dulce entre todas las señoras, oh la más hermosa de las mujeres, Señora santa María, muy preciosa Señora, Señora reina de los cielos, Señora reina de la misericordia, séme propicio; Señora sierva y madre, sierva y madre de Dios, madre de Jesucristo, sirvienta llena de ternura, madre de la gracia, oh Virgen de las Vírgenes, María madre de la gracia, madre de la misericordia, protégenos del enemigo, y recíbenos en la hora de la muerte. Por tu hijo, Virgen, por el Padre y el Paráclito, haste presente en la partida final y a la salida del mundo. Gloria a ti, Señor, nacido de la Virgen, etc.” Después de esta oración introductoria, las avemarías debían ser recitadas de diez en diez. Tras cada decena, el anacoreta debía decir: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, por lo cual el santo que de ti nacerá será llamado Hijo de Dios. He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. Entonces debía besar la tierra, o un escalón, o un banco o cualquier otro objeto. Luego, cambiaba de posición para la siguiente decena. En la primera decena, hacía una genuflexión al “Ave Maria”; la segunda, la rezaba de rodillas, con la cabeza erguida, pero inclinándola al “Ave Maria”; la tercera, apoyando los codos en tierra; la cuarta, apoyando los codos sobre un escalón o un banco; la quinta, de pie. Luego, empezaba desde el principio la misma rutina de oración. Estos usos ciertamente son anteriores a santo Domingo, cuyos discípulos llegaron a Inglaterra recién el año 1221. Hay muchas hermosas leyendas sobre el origen dominicano del rosario, pero carecen de sustento histórico; estas fueron inventadas por Enrique Egher de Kalkar (1408) de la cartuja de Colonia, a quien se debería la inclusión de los cinco padrenuestros. A otro cartujo, Domingo de Prusia (1461), se atribuye el añadido de los misterios que se contemplan desde un padrenuestro a otro. El rosario así concebido fue difundido con particular ardor por el dominico Alan de la Roche (1475), a quien se debe la leyenda que atribuye a santo Domingo la invención y propagación de esta piadosa práctica. Hacia mediados del siglo XVI, el rezo del rosario empezó a hacerse de modo uniforme y a tener una difusión rapidísima, gracias sobre todo a la predicación de los dominicos, a las cofradías marianas y al favor de los sumos pontífices que lo enriquecieron con indulgencias y la recomendaron calurosa e ininterrumpidamente hasta nuestros días. Actualmente el rosario es objeto de estudios para hacerlo más idóneo a la mentalidad contemporánea. Una de las formas practicadas es la oración de Jesús, tal como aparece en El peregrino ruso: “la continua oración a Jesús es una llamada continua e ininterrumpida a su nombre divino, con los labios, en el espíritu y en el corazón; consiste en representarlo siempre presente en nosotros implorar su gracia en todas las ocasiones, en todo tiempo y lugar, hasta durante el sueño”. Fue en san Simeón, el Nuevo Teólogo, en quien descubre la referencia que buscaba: “Siéntate solo y en silencio. Inclina la cabeza, cierra los ojos, respira dulcemente e imagínate que estás mirando a tu corazón. Dirige al corazón todos los pensamientos de tu alma. Respira y di: Jesús mío, ten misericordia de mí. Dilo moviendo dulcemente los labios y dilo en el fondo de tu alma. Procura alejar todo otro pensamiento. Permanece tranquilo, ten paciencia y repítelo con la mayor fuerza posible”.

La forma más simple de rezar el rosario tradicional es “ponerme en presencia de Dios” brevemente, tomando conciencia del diálogo que voy a empezar. Luego recuerdo uno de los misterios que nos hablan de la presencia de Jesús el Cristo, y empiezo a recorrer el camino interior del hablar con Dios, dejando que las palabras fluyan, estando más atento al corazón que a la palabra misma, al escuchar que al hablar. De una u otra forma, lo importante es que el cristiano encuentre su propia manera de hablar a Dios desde lo más profundo de su ser más personal, sin otro testigo que Dios mismo. Hablarle no con la propiedad de un maestro, sino con el amor de un hijo. Hablarle por medio de María, para que lo ponga con su Hijo. Hablarle en su Hijo, más allá de las palabras utilizadas. Porque al fin y al cabo, en medio de tanto ruido y movimiento, sólo al sentir la brisa de la tarde podremos presentir al espíritu de Dios que sigue soplando.

Escrito por el Padre Enrique Rodriguez SJ
Párroco de la Iglesia de San Pedro de Lima

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