En Loreto hace 50 años
(RV).- Era el jueves 4 de octubre 1962 , en vísperas del Concilio, cuando el
beato Juan XXIII visitaba Loreto.
Palabras del Santo Padre Juan XXIII:
Motivos de piedad religiosa movieron a los Papas y personajes ilustres
desde hace siglos a acudir en oración a esta Basílica de Loreto, que se alza
sobre el declive de las colinas picenas hacia el mar Adriático. Animados por una
fe ferviente en Dios y por la veneración hacía la Madre de Jesús y Madre nuestra
vinieron aquí en peregrinación, a veces en tiempos difíciles, de grave ansiedad
para la Iglesia. Basta recordar, entre otros, a los Papas Pío II. Pablo III, el
iniciador del Concilio de Trento; Pío VI y Pío VII, Gregorio XVI y Pío IX y
también San Carlos Borromeo, San Francisco de Sales y otros santos y beatos,
para observar una sucesión de ejemplos edificantes.
En vísperas del Concilio
Vaticano II he aquí al humilde sucesor de Pedro que viene a unirse con gesto
sencillo a los muchos que le han precedido en este lugar. La peregrinación
apostólica de hoy a este antiguo y venerado santuario quiere sellar las súplicas
que en todos los templos del Mundo, de Oriente y de Occidente, con actos de
dolor y de penitencia, se han elevado a Dios por el feliz desarrollo de la gran
asamblea ecuménica, y quiere simbolizar también el camino de la Iglesia hacia
las conquistas de aquella espiritual dominación hecha en nombre de Cristo, que
es luz de las gentes; dominio que es servicio de amor fraterno, suspiro de paz,
ordenado y universal progreso.
El acto de veneración a la Virgen de Loreto
que realizamos hoy nos lleva con el pensamiento a sesenta y dos años atrás,
cuando vinimos aquí por primera vez de regreso de Roma, después de haber ganado
las indulgencias del jubileo anunciado por el Papa León. Era el 20 de septiembre
de 1900. A las dos del mediodía, recibida la santa comunión, derramamos nuestra
alma en prolongada y conmovida plegaria.
Para un joven seminarista, ¿qué
puede haber más suave que entretenerse y dialogar con la querida Madre
celestial? Pero, ¡ay!, las dolorosas circunstancias de aquellos tiempos, que
habían expandido por los aires un sutil veneno sobre todo aquello que
representaba los valores del espíritu, de la religión, de la Santa Iglesia,
convirtió en amargura aquella peregrinación apenas hubimos de escuchar el
griterío de la plaza. Recordamos todavía nuestras palabras de aquel día a punto
de emprender el viaje de retorno: “Virgen de Loreto, yo os amo mucho y prometo
mantenerme fiel a Vos y ser buen hijo seminarista. Pero aquí no me veréis más”.
Sin embargo, volvimos otras veces a la distancia de largos años. Y hoy henos
aquí, con la familia de nuestros más íntimos colaboradores; henos aquí acogidos
con grandes fiestas y rodeados de almas escogidas: del presidente de la
República Italiana, de la noble misión del Gobierno italiano y de
representaciones de todo grupo y procedencia, hasta el punto de hacernos pensar
que también aquí, en esta especial circunstancia, la nota característica que
despierta admiración es la de la catolicidad y universalidad.
El encuentro de
hoy, bajo la mirada de bendición de María, nos sugiere tres pensamientos a los
que la propia Basílica, glorificación del secreto de Nazaret, alude y conmemora
sus recuerdos. El misterio de la Encarnación del Verbo y de su vida escondida es
todo un cántico en alabanza de la familia, en alabanza del trabajo humano.
1.
La Encarnación del Verbo es motivo de oración a la hora del Ángelus recitado por
las almas piadosas esparcidas en el mundo. Este espectáculo que nos es tan
familiar quiere tomar pie, desde aquí especialmente, para invitar a los hombres
a reflexionar sobre aquella conjunción del cielo con la tierra que fue el
objetivo de la Encarnación y de la Redención, y, también, es en concreto el
objetivo del Concilio Ecuménico que quiere extender cada vez más el rayo
bienhechor de esa Redención en todas las formas de la vida social.
El gran
hecho histórico de la Encarnación que abre el testamento nuevo y da comienzo a
la Historia cristiana merece bien ser saludado por las campanas de todo el mundo
tres veces al día, y es muy natural que iglesias y capillas, hasta esta insigne
Basílica, estén consagradas a la memoria del primer misterio gozoso hecho fuente
de meditación y de buenos propósitos.
De hecho somos todos peregrinos sobre
la tierra, con una efusión de plegarias sobre los labios que, aun en sus
múltiples expresiones, es común a todos: caminamos hacia la patria. Allá arriba
está la meta de nuestro diario caminar, el anhelo de nuestros suspiros; los
cielos se abren sobre nuestra cabeza y el mensajero celestial renueva el
recuerdo del prodigio por el que Dios se hizo hombre y el hombre se convirtió en
hermano del Hijo de Dios.
El misterio de la Encarnación consagra los treinta
años de vida que pasó Jesús en el silencio de Nazaret con María y con José.
Y
así como de la Encarnación arranca de nuevo el camino del hombre hacia la patria
celestial y su elevación a la nobleza de coheredero del cielo, así de la vida
escondida se levanta un cántico en alabanza a la dignidad y grandeza de la
familia, en alabanza al deber sagrado del trabajo y de su nobleza.
2. La
familia. Precisamente cuando vinimos a Loreto en el año 1900 el mundo resonaba
con los ecos de las exhortaciones del Papa León XIII a la santidad del
matrimonio, a la disciplina doméstica, a la responsabilidad de los padres en la
educación de los hijos, la tutela de los sagrados valores de la civilización
cristiana. El ejemplo vivo, subrayado con tanta fuerza por aquel nuestro gran
predecesor, procedía precisamente de la Sagrada Familia de Nazaret con sus
lecciones de piedad, de amor, de sacrificio. Con Jesús y con su Madre María se
presentaba entonces también San José a ocupar, por fin, el puesto que le fue
confiado por la Providencia en la amplia visión de los siglos y en el desarrollo
maravilloso del Cuerpo Místico.
He aquí la enseñanza de Nazaret: familias
santas, amor bendito, virtudes domésticas que se desbordan al calor de los
corazones ardientes; de voluntades generosas y buenas. La familia es el primer
ejercicio de vida cristiana, la primera escuela de fortaleza y de sacrificio, de
derecho moral y de abnegación. Ella es el vivero de vocaciones sacerdotales y
religiosas y también de empresas apostólicas para el laicado cristiano; la
parroquia adquiere dignidad nueva y fisonomía inconfundible y se enriquece con
nueva linfa vital de almas regeneradas que viven en la gracia del Señor. El
Concilio Ecuménico será también una solemne llamada a la grandeza de la familia
y a los deberes inherentes a ella. Acoged, queridos hijos, como el primer fruto
de nuestras palabras que os invitan a considerar cada vez más a fondo, a la luz
de la sagrada familia, la altura de las tareas que de vosotros espera la
Iglesia.
3. El trabajo: Es la tercera enseñanza de Nazaret. De la vida
escondida de Jesús sabemos poco; pero sobre el trabajo de aquellos treinta años
conocemos lo necesario. A ejemplo de Jesús, veinte siglos de cristianismo han
ayudado al hombre a reconocerse en su entereza llevándole a la plena conciencia
de su dignidad.
Puede darse un trabajo exclusivamente intelectual que, sin
embargo, debe apoyarse sobre las fuerzas físicas del hombre. Pero no hay un
trabajo puramente material: el soplo del espíritu con el que Dios imprimió al
hombre su imagen y semejanza (Gen 1, 26) debe vivificar todo cuanto procede del
hombre: los instrumentos de la agricultura, las máquinas admirables la técnica,
los instrumentos de la aguda investigación. De otro modo, la materia podría
prevalecer sobre el hombre y arrancarle el dominio sobre las mismas leyes que él
ha llegado a descubrir. Es, por el contrario, el hombre el que debe dominar el
cosmos según el precepto antiguo: “Llenad la tierra y sometedla” (Gen 1
28)
El hombre, en efecto, está llamado a cooperar con los designios de Dios
Creador y tal nobleza de la fatiga humana, incluso de la más humilde. Es
recordada y sublimada por el trabajo de Jesús en el taller de
Nazaret.
Venerables hermanos y queridos hijos: Todo los domingos —lo
recordamos ya— desde nuestra ventana del Palacio Apostólico, a la hora meridiana
del Ángelus, hay en la plaza de San Pedro una multitud de almas que da consuelo
y es una delicia. A la voz del Papa, que repite conmovido: “Angelus Domini
nuntiavit Mariae”, la muchedumbre, procedente de todo el mundo, se hace eco: “Et
concepit de Spiritu Sancto”. La tierra se une así a la alegría del cielo en una
única palpitación de amor y de alabanza al Divino Salvador y a su y nuestra
Madre bendita.
Que este santuario de Loreto, en el que siguiendo el ejemplo
de nuestros predecesores, queremos nuevamente coronar la piadosa imagen mariana„
sea siempre como una ventana abierta sobre el mundo, reclamo de voces arcanas
que anuncian la santificación de las almas, de las familias, de los pueblos; que
transmita también ella, que transmita también hoy la perfecta consonancia con la
voz de la Iglesia, el alegre anuncio del Evangelio para una fraterna convivencia
de las gentes como signo de más generosa justicia, de más elocuente equidad, a
fin de que, sobre todo y sobre todos, resplandezcan los dones de la misericordia
del Señor.
En prenda de estos votos paternos y en confirmación de nuestra
benevolencia descienda sobre vosotros aquí presentes y sobre vuestras casas,
sobre cuantos siguen por medio de la radio y de la televisión esta ceremonia,
sobre los pequeños, sobre los enfermos, sobre los más pobres, el don de nuestra
bendición apostólica, reflejo luminoso de las divinas complacencias.¡Oh
María, oh María, Madre de Jesús y Madre nuestra! Aquí hemos venido esta mañana a
invocaros como primera estrella del Concilio que está para comenzar; como luz
propicia en nuestro camino que se dirige confiado hacia la grande asamblea
ecuménica que es universal expectación.
Os hemos abierto nuestra alma, oh
María; el alma que no ha cambiada en el transcurso de los años, desde nuestro
primer encuentro en los comienzos del siglo; el mismo corazón conmovido de
entonces, la misma mirada suplicante, la misma plegaria.
En los casi sesenta
años de nuestro sacerdocio cada paso nuestro sobre los caminos de la obediencia
ha estado marcado por vuestra protección y nunca os hemos pedido otra cosa que
obtenernos de vuestro Divino Hijo la gracia de un sacerdocio santo y
santificador.
También la convocación del Concilio la realizamos, Vos lo
sabéis, oh Madre, como expresión de obediencia a un designio que nos pareció
corresponder realmente a la voluntad del Señor.
Hoy, una vez más, y en nombre
de todo el Episcopado, a Vos, dulcísima Madre, que sois llamada Auxilium
Episcoporum, pedimos para Nos, obispo de Roma y para todos los obispos del
universo, que nos obtengáis la gracia de entrar en el aula conciliar de la
Basílica de San Pedro como entraron, en el Cenáculo, los Apóstoles y los
primeros discípulos de Jesús: un corazón solo, una sola palpitación de amor a
Cristo y a las almas, un solo propósito de vivir y de inmolarnos por la
salvación de los individuos y de los pueblos.
Así, por vuestra maternal
intercesión, en los años y en los siglos futuros, se pueda decir que la gracia
de Dios ha precedido, acompañado y coronado el XXI Concilio Ecuménico,
infundiendo en los hijos todos de la Santa Iglesia nuevo fervor, arranque de
generosidad, firmeza de propósitos.
Para alabanza de Dios Omnipotente: Padre,
Hijo y Espíritu Santo, por la virtud de la Sangre Preciosa de Cristo, cuyo
pacífico dominio es flor de libertad y de gracia para todas las gentes, para
todas las culturas e instituciones, para todos los hombres. Amén.
Amén.
(RC-RV)
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