Discurso
de orden en el homenaje de la Orden de la Legión Mariscal Cáceres en el atrio de
la iglesia de San Pedro de Lima. 15 de enero 2013. [1]
Señor
Gral. Div. (R) Pablo Correa
Falen
Presidente
Ejecutivo de la Orden de la Legión Mariscal
CáceresSeñor Comandante PNP Oscar Cuba
Edecán de la Alcaldesa de Lima señora Susana Villarán de la Puente
Señores miembros de la Orden
Señoras, señores
Agradezco
la inmerecida oportunidad de dirigirles unas palabras. No soy historiador,
tampoco investigador de profesión. Soy simplemente el párroco de San Pedro desde
hace cinco años. Mis superiores de la Compañía de Jesús, por una circunstancia
fortuita me presentaron al señor Cardenal Arzobispo de Lima para ocupar esta
sede parroquial y a ella fui nombrado. Habiendo sido la misión y tarea que
recibí desde 1968 hasta 2006 la educación de niños y adolescentes, y jubilado ya
de ellas, me he dedicado con ahínco a custodiar y poner en valor este monumento
de la cultura, el arte y la religión en el Perú que es el Colegio Máximo de San
Pablo, fundado por encargo de san Francisco de Borja, entonces superior general
de la Compañía de Jesús, en el año 1568.
Como
educador estoy convencido de que todo aprendizaje válido parte necesariamente de
la experiencia. Lo aprendí ya en la niñez tanto con mi padre, como de la
tradición educativa jesuita recibida en el Colegio de la Inmaculada. Es
precisamente este colegio, fundado en 1878, donde se han formado cinco
generaciones de mi familia, el legatario
de una tradición de valor innegable que
hoy me atrevo a presentar a ustedes a manera de la sencilla clase de un
profesor, como experiencia significativa para quien la desee
tomar.
Esta
pequeña historia comienza cuando las religiosas del sagrado Corazón de Jesús
decidieron fundar una casa en Lima a instancias del presidente Manuel Pardo y
Lavalle, quien estaba en el período final de su gobierno. Él y su esposa, doña
Mariana Barreda y Osma, padres entonces de nueve hijos, que habían de llegar a
ser once, de los cuales cuatro mujeres, para las que deseaban fueran bien
educadas en la cultura y las buenas maneras en cierto estilo francés acorde con
la época. Este local del Colegio de San Pablo había sido confiscado y expropiado
a la Compañía de Jesús por Carlos III en 1767. En 1770 fue asignado en parte por
la corona de España a la Congregación del Oratorio de San Felipe Neri para
hospital. El 28 de junio de 1876, fue adjudicado en uso a las religiosas del
Sagrado Corazón. Para residir aquí, tuvieron que pedir autorización al Santo
Padre Pío IX, la que les fue concedida y trasmitida por el arzobispo de Lima,
monseñor Francisco de Asís Orueta y Castrillón (1804-1886), mediante el
correspondiente rescripto papal.
El
día 19 de marzo de 1878, fiesta de San José, las religiosas abrieron estas
puertas bajo el título de Escuela Normal de Mujeres, con una gran inauguración,
largamente documentada por el diario El Comercio de Lima en la mañana del
miércoles 20 de marzo. Asistió el presidente de la República, general Mariano
Ignacio Prado, quien al final de la ceremonia dijo: “Ya tenemos todo lo suficiente para la
educación de las mujeres; pero no tenemos nada para la educación de los hombres,
y ustedes me dirán que soy retrógrado y no progresista, pero mi parecer es que
los jesuitas son los que más nos convendrían”. El senador por Arequipa Francisco
García Calderón Landa estaba presente y dijo al general Prado: “Pues establecer
un colegio de jesuitas en Lima no es tan difícil”. Sorprendido el presidente le
dijo “¡Cómo!”, a lo que el senador le replicó: “De esto le hablaré más luego en
particular”.
Ignoraba
el presidente Prado que en esta misma manzana, en la esquina de las calles
Cascarilla y Botica de San Pedro (es decir Miró Quesada y Abancay), funcionaba el “Colegio Peruano” del doctor
don Melchor Telésforo García, ex ministro de Justicia, Instrucción y
Beneficencia, que había puesto su centro en manos de religiosos de la Compañía
de Jesús, y era alistado para empezar el curso el 8 de abril con 60
alumnos.
En
efecto, los jesuitas habían regresado discretamente al Perú en el mes de
setiembre de 1871, 104 años después de su extrañamiento, para servir en la
diócesis de Huánuco, a solicitud de su obispo Manuel Teodoro del Valle Seoane
(1813-1888), haciéndose cargo del nuevo Seminario Conciliar San Teodoro, fundado
por el patrimonio personal del obispo. En aquella diócesis permanecieron hasta
el año 1879, en que Mariano Felipe Paz Soldán y Ureta, ministro de Justicia y de
Instrucción, movido por las autoridades civiles liberales del lugar y por los
celos de algunos curas del lugar, dio orden al prefecto del departamento de
expulsar a los religiosos de la Compañía de Jesús. Para entonces la Guerra del
Pacífico se había desatado en el mes de abril y el señor ministro, que compartía
ideas anticlericales y antijesuíticas había caído en desproporcionadas
ideologías y reyertas de sabor pueblerino. Los jesuitas finalmente tuvieron que
dejar Huánuco al año siguiente, ya que monseñor del Valle no estaba en capacidad
ni ánimos de tener enfrentamientos con el poder civil[2].
Las
clases en el Colegio Peruano, refundado en 1878 bajo la advocación de la
Inmaculada, no pudieron empezar en 1879 por causa de la guerra. El número de
hijos de San Ignacio era mayor y su disposición de servir, la que les infundió
su fundador. El nuncio apostólico monseñor Mario Mocenni (1823-1904) no dudó en
solicitar al superior de los jesuitas la presencia de tres capellanes en las
ambulancias nacionales del Ejército Sur. Bajo la dirección de monseñor José
Antonio Roca y Boloña (1834-1914), fueron designados los padres Ricardo Cappa
S.J. (1850-1897) a Tacna, Francisco Fernández S.J. para el Alto de Molle,
Antonio Salazar S.J. para Iquique y Antonio Garcés S.J. a la 4ta ambulancia en
Arica. Los padres Fernández y Salazar participaron en la campaña de Tarapacá. El
primero acompañó a los restos el Ejército del Sur en la marcha hacia Arica. El
padre Fernández, disuelta la ambulancia
a la que estaba asignado, regresó a Lima y se presentó en San Pedro el 6 de
diciembre a las 7 de la noche.
El
17 de enero de 1880, a las dos de la tarde, partió hacia Arica el superior,
padre Gómez de Arteche, con el fin de ayudar al traslado a Lima de heridos. En
efecto, fueron 204 los heridos de guerra que fueron traídos en el vapor Luxor,
los que fueron internados en los hospitales de Guadalupe y Bellavista. El jueves
22 de abril a las dos de la tarde comenzaron los buques chilenos el primer
bombardeo del Callao. Los padres Gabino Astrain y Antonio Salazar se dirigieron
de inmediato, valerosamente y con riesgo de sus vidas, a ocupar sus puestos en
las naves peruanas.
A
pesar del conflicto, las clases se desarrollaron en la medida de lo posible. En
el mes de junio ya se tenía conocimiento en Lima del glorioso holocausto del
coronel Francisco Bolognesi y sus compañeros del Morro de Arica. Los jesuitas
actuaron en la capital como capellanes en el hospital de Santa Sofía (el
edificio del Politécnico o Tecnológico José Pardo), en donde se atendían los
heridos de Tacna y Arica. A partir del 10 de julio, los padres Gabino Astrain
S.J. (1832-1891) y Jorge Sendoa S.J. (1836-1917) estuvieron permanentemente en
los cuarteles de Artillería e Ingeniería donde se daba improvisada preparación
militar a los reclutas. El historiador de la residencia jesuita detalla en el
diario, día a día, la asistencia de los padres a los diversos cuarteles y cómo
atendían de manera personal a centenares de reclutas de los batallones Mirave,
La Mar, Escolta, Cazadores de Junín, Depósito, Cajamarca, Zuavos, Concepción,
Ancash, y otros.
Para
el 12 de diciembre la reserva ocupó la mitad del local del colegio, dividido por
tablas y cartones. El 21 fue la clausura del año escolar 1880. Para Navidad el
ejército de Lima había salido de la ciudad y estaba en la línea de defensa
proyectada por Piérola. Los sacerdotes, apostados en el campamento de San Juan
de Surco, asistían durante largas horas a la tropa y los oficiales,
acompañándolos despreocupados del calor del verano y la arena[3].
“…Los chilenos hace días que están en Lurín, a
unas 4 o 5 leguas de esta capital, y los de aquí están a medio camino. Las
posiciones de estos son buenas, ánimos no les faltan muchos se van rindiendo a
Dios, y con todo esto creo que pueden confiar en la victoria. Nosotros seguimos
confesando en los campamentos tanto de línea como en el de la reserva… Los
trenes están a nuestra disposición; pero aún queda por andar a pie cerca de una
legua; y para esto se nos dan caballos. También tenemos que llevar de comer
porque ni rancho nos dan”. La descripción de Gómez de Arteche es correcta,
pero el juicio estratégico equivocado. La línea de defensa ideada por Piérola
era desmesurada; era imposible contener con 16,000 efectivos a 23,508 hombres de
infantería, 1,370 de artillería y 1,251 de caballería
chilenos.
El
12 de enero de 1881, el general Manuel Baquedano anunció a sus lugartenientes
que al aclarar la mañana del día siguiente comenzaría la toma de Lima. Así fue.
Dice Gómez de Arteche: “El 13, día de mi
santo, rompieron los chilenos la primera línea de defensa y tomaron Chorrillos y
el Barranco, poblaciones que incendiaron por completo”. El observador M. Le
Léon, teniente de navío de la Armada Francesa, cuenta: “Se libró en Chorrillos un combate
encarnizado por las dos partes… Nadie pide cuartel siendo la lucha muy viva… Se
conocen poco las pérdidas de este día. Los chilenos debieron de tener 2,500
muertos o heridos y los peruanos 5,000 hombres fuera de combate…; en estos
últimos la proporción de los muertos era mucho mayor que en los vencedores. Pero
no se podrá tener jamás la cifra exacta”. Se desató al atardecer la terrible
venganza de las huestes vencedoras. El mismo Le Léon reconoce: “Es un espectáculo terrible que quedará
profundamente grabado en la memoria de todos aquellos que lo han
visto…”[4]
El
día 15, rota la tregua, el escenario de combate fue Miraflores. Heroicas y a la
vez tristes escenas se pudieron ver. Los padres Gómez de Arteche, Astrain y
Garcés fueron testigos. Se puede leer en el diario del Colegio de la Inmaculada:
“Aquí en cambio fue tal el desorden la noche
del 15, que nadie se entendió, Piérola se ausentó renegando de sus subalternos,
y aunque aún quedaban bastantes fuerzas, nadie supo qué hacerse, y se las
disolvió. Esto algunos lo atribuyen a traición; pero yo creo que todo fue efecto
de ser gran parte de los jefes militares improvisados, y una buena parte de las
tropas gente muelle nunca acostumbrada al trabajo y sacrificio. La noche del 16
fue tremenda. Por una parte se temía la entrada de los chilenos de un momento a
otro, pues Miraflores sólo dista una legua, y por otra, el populacho armado dio
en saquear y en incendiar. Gracias que sólo dieron contra los chinos, y que el
fuego no se propagó tanto como era de temerse, no habiendo bomba que se
atreviese a salir en medio de tantos tiros; pero la población sufrió grandes
angustias. Nosotros, como tenemos en casa un hospital de sangre, nos juzgamos
entonces libres de los de aquí, y como jesuitas extranjeros nos creíamos también
libres de los chilenos, y aunque el incendio no andaba lejos, al fin,
respirábamos. Por estas nuestras favorables circunstancias se refugiaron a
nuestra sombra más de 90 personas entre mujeres, niños y viejos, a quienes
procuramos atender tres o cuatro días que duró la angustia, como mejor
pudimos”.
Por
su parte, las religiosas que estaban a cargo de la Normal en la parte oeste de
la manzana, fueron protegidas por el almirante Sterling de la armada británica,
ya que la madre Laura Rew aquí residente era ciudadana de la corona, luego el
almirante Bergasse du Petit Thouars que había llegado al Callao quien se
apersonó con sus hombres a San Pedro encargándoles cuidar estas puertas, y por
último dos capellanes del ejército chileno llegaron a garantizar la seguridad de
las religiosas, toda vez que había hermanas procedentes de Valparaíso, Santiago
y Talca. Ante esta seguridad, aunque no sin temor, las religiosas corrieron el
riesgo de dar asilo a 300 personas.
¿Qué
ocurría mientras tanto en la parte opuesta de esta manzana? Hay que dejar hablar
al mismo Cáceres, prolijo en detallar la ocasión:
“Una vez que entraron los chilenos en Lima,
el día 17 (de enero de 1881), buscáronme en todas las ambulancias. Al tocar en
la de San Pedro, el personal del servicio negó mi estancia en ella, temeroso de
que me hicieran prisionero. Al día siguiente, volvieron dos jefes, después de
haber recorrido los demás puestos de auxilio; y casi seguros de que yo me
encontraba en el de San Pedro, se dirigieron al jefe de la ambulancia diciéndole
que el objetivo suyo era saludarme en nombre del general Baquedano y ofrecerme
toda clase de garantías.
El
jefe y personal de la ambulancia agradecieron, muy atentos, estas corteses
palabras, invitándoles a pasar a la sala, donde estaban los demás heridos,
haciéndoles ver de este modo que no me ocultaban y diciéndoles que seguramente
me encontraba en alguna casa particular. Los jefes chilenos, satisfechos de las
atenciones recibidas, se retiraron. Pero, entretanto se me había ocultado en la
celda del superior de los jesuitas.
Desde
esta visita tuve necesidad de tomar mayores precauciones, y seguí curándome,
oculto, en la celda del padre superior, a cuya bondad y celo debí no haber sido
prisionero del enemigo. Y no obstante que las autoridades chilenas de ocupación
habían ordenado que todos los jefes y oficiales que se encontrasen en la capital
debían dar las señas de sus domicilios, yo no las
di”.
El
superior de la comunidad jesuita era el padre Gumersindo Gómez de Arteche
(1842-1902) y no solamente dio cobijo a Cáceres en las habitaciones de los
jesuitas, en la comunidad religiosa fueron recibidos sus dos ayudantes, los
tenientes Joaquín Castellanos y Augusto Bedoya, quienes también estaban heridos.
Permanecieron en nuestra residencia hasta el día que por seguridad Cáceres
decidió cambiar su paradero, aunque no estaba aún curado de la pierna. El 21 de
enero se vistió de negro, con sombrero de copa y larga levita; se caló unos
anteojos de lentes oscuros, y cargado en un sillón lo descendieron del cuarto
del padre Gómez de Arteche. Se despidió “muy agradecido del padre superior, a cuya
bondad tanto debía” según él mismo posteriormente afirmó.
Los
heridos que estaban en el hospital de sangre en que se había convertido el
Colegio de la Inmaculada fueron trasladados el 31 de marzo de 1881 al hospital
de san Bartolomé. Pero no se recuperó el local, puesto que la casona de San
Marcos estaba tomada por el ejército chileno y hasta finales de 1883 tuvieron
que convivir nuestros colegiales con los universitarios sanmarquinos de la
Facultad de Letras y Jurisprudencia, pero esa es ya historia
aparte.
Sin
embargo no puedo dejar en el tintero algunos
datos:
El
20 de octubre de 1883 se firmó el Tratado de Ancón. El general Miguel Iglesias
que tenía su gobierno provisional en ese pueblo y balneario, aprobó el tratado
el día 22, y el 23 ingresó a Lima. Al entrar en Palacio de Gobierno a las 3.20
de la tarde, según una crónica de la época, flameó en el mástil el pabellón
peruano obsequiado por el gremio de bordadores de Lima, y la multitud que
colmaba la Plaza de Armas cayó de rodillas. Había concluido oficialmente la
guerra. El diario del colegio jesuita dice escuetamente: “23. Hubo vacación por la entrada en la
ciudad del nuevo Presidente señor Iglesias y por la salida de Lima del ejército
chileno”.
Conocemos
por la historia los avatares políticos de aquellos años y cuán difícil fue el
tránsito el gobierno de Iglesias al de Cáceres. Los techos de San Pedro, sus
torres y campanarios fueron mudos testigos no exentos de balaceras. He podido
recoger proyectiles incrustados aún en la parte alta de este templo. Según relata aquellos acontecimientos del 27
de agosto de 1884 la historia de la comunidad de religiosas del Sagrado Corazón:
“Los dos bandos revolucionarios se batían
en nuestros techos y las balas silbaban en todas direcciones: parecía que un
poder invisible las desviaba. En el día las clases continuaron como siempre,
además las alumnas están acostumbradas a estas revoluciones. Hubo un momento de
pánico cuando durante la Acción de Gracias de la Misa dos soldados quisieron
entrar con sus fusiles, pero como nos vieron a todas reunidas, se retiraron;
eran dos que huían para salvarse”[5].
Los rojos de Cáceres fueron repelidos por los azules de Iglesias. Debo dejar
constancia que entre las alumnas de las religiosas estaban tanto las hijas de
Iglesias como las de Cáceres, lo que nos hace ver un cuadro histórico de manera
poco comprensible en nuestro siglo.
Al
terminar este año, en el mes de diciembre, el presidente Iglesias entregó el
templo de San Pedro a la Compañía de Jesús, como históricamente y por justicia
correspondía. Al
año siguiente, a fines de noviembre de 1885, cuando los caceristas se acercaban
a tomar Lima. Las torres de los templos eran preparados para la defensa. El 1°
de diciembre las campanas tocaban a rebato y la balacera se desató hasta que
estas fueron tomadas por las tropas rojas mientras que los azules se rendían o
se escapaban por los techos. Los soldados de Iglesias escaparon como pudieron y
algunos ingresaron a la capilla de Nuestra Señora de la O, donde fueron
escondidos y alimentados. Pueden imaginar el susto de las buenas religiosas
cuando más tarde, antes de recogerse, vieron que algo se movía tras el altar de
la Penitenciaría. La hermana Jeanroi “se
armó de valor y grita con voz firme: ¿Quién está? - Madrecita, no nos traicione,
responde quedamente la voz de un hombre. Aparece una cabeza, una segunda, una
tercera… eran seis”[6]
que fueron capturados y puestos bajo llave para que a la sombra de la noche
pudieran evadirse.
Debo
concluir dejando constancia de que en 1886, por causa de una inoportuna
publicación del jesuita padre Ricardo Cappa, se agitó el ambiente en Lima contra
los jesuitas. Colaboraron en esa agitación los políticos liberales y las logias
masónicas, sobre todo Ricardo Palma, director de la Biblioteca Nacional. La
Cámara de Diputados votó la expulsión de la Compañía de Jesús por 65 votos
contra 18, y otro tanto hizo el Senado. El presidente de la República, general
Cáceres, por obvios motivos de gratitud, no quiso firmar el decreto de
expulsión. Más bien recomendó a los padres que se dispersaran temporalmente
hasta que la tormenta política se aquietase. Así lo hicieron mis antepasados en
la Compañía de Jesús y casi dos años después, el 28 de mayo de 1888, volvieron a
abrir las puertas del Colegio de la Inmaculada, en una casa del jirón
Carabaya.
Muchas
gracias.
José
Enrique Rodríguez Rodríguez S.J.
Párroco
de San Pedro de Lima
[1] Este discurso no se hubiera
podido escribir sin la información brindada de manera personal y generosa por el P. Armando Nieto Vélez S.J. y
por la tomada de su libro Historia del Colegio de la Inmaculada. Lima,
1978.
[2] El obispo de
Huánuco, a
propuesta del presidente Balta y con la aprobación del Consejo de ministros, fue
nombrado (preconizado) arzobispo de Lima por la Santa Sede el 30 de marzo de
1872. Hubo defecto de forma en la propuesta al no pasar por las cámaras. Ínterin
hubo elecciones y asumió la presidencia Manuel Pardo y Lavalle. El nuevo
Congreso exigió un nuevo nombramiento, pero monseñor del Valle optó por la
renuncia y ésta aceptada, permaneció como arzobispo emérito de Lima y
administrador apostólico de la diócesis de Huánuco, que gobernó durante 23 años.
Es remarcable esta información además porque monseñor del Valle era pariente por
línea materna (Dorregaray Cueva) del entonces coronel
Cáceres.
[3]
Paz
Soldán, aguerrido anticlerical, entonces encargado de la Cancillería, quien no
estuvo precisamente en el campo de batalla y más bien corrió a Buenos Aires con
la ocupación chilena, en vez de ocupar un puesto de varón bien nacido, no duda
en denostar a los a los capellanes del clero secular y regular en su Narración
histórica de la guerra de Chile contra Perú y Bolivia (Buenos aires, 1884).
[4] M. Le Léon. Recuerdos de una
misión en el Ejército chileno. Batallas de Chorrillos y Miraflores. Buenos
Aires, 1969, p. 123-126.
[5] Religiosas del Sagrado Corazón
de Jesús. Raíces y horizonte. Apuntes para una historia. Lima,2003, p.
28
[6] Id.