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viernes, 25 de enero de 2013

Caceres, los jesuitas y San Pedro en Lima

Cáceres, los jesuitas y San Pedro

Escrito por Padre Enrique Rodriguez SJ desde Lima
 
Discurso de orden en el homenaje de la Orden de la Legión Mariscal Cáceres en el atrio de la iglesia de San Pedro de Lima. 15 de enero 2013. [1]

Señor Gral. Div. (R) Pablo Correa Falen
Presidente Ejecutivo de la Orden de la Legión Mariscal Cáceres
Señor Comandante PNP Oscar Cuba
Edecán de la Alcaldesa de Lima señora Susana Villarán de la Puente
Señores miembros de la Orden
Señoras, señores
Agradezco la inmerecida oportunidad de dirigirles unas palabras. No soy historiador, tampoco investigador de profesión. Soy simplemente el párroco de San Pedro desde hace cinco años. Mis superiores de la Compañía de Jesús, por una circunstancia fortuita me presentaron al señor Cardenal Arzobispo de Lima para ocupar esta sede parroquial y a ella fui nombrado. Habiendo sido la misión y tarea que recibí desde 1968 hasta 2006 la educación de niños y adolescentes, y jubilado ya de ellas, me he dedicado con ahínco a custodiar y poner en valor este monumento de la cultura, el arte y la religión en el Perú que es el Colegio Máximo de San Pablo, fundado por encargo de san Francisco de Borja, entonces superior general de la Compañía de Jesús, en el año 1568.
Como educador estoy convencido de que todo aprendizaje válido parte necesariamente de la experiencia. Lo aprendí ya en la niñez tanto con mi padre, como de la tradición educativa jesuita recibida en el Colegio de la Inmaculada. Es precisamente este colegio, fundado en 1878, donde se han formado cinco generaciones de mi familia, el legatario de una tradición de valor innegable que hoy me atrevo a presentar a ustedes a manera de la sencilla clase de un profesor, como experiencia significativa para quien la desee tomar.
Esta pequeña historia comienza cuando las religiosas del sagrado Corazón de Jesús decidieron fundar una casa en Lima a instancias del presidente Manuel Pardo y Lavalle, quien estaba en el período final de su gobierno. Él y su esposa, doña Mariana Barreda y Osma, padres entonces de nueve hijos, que habían de llegar a ser once, de los cuales cuatro mujeres, para las que deseaban fueran bien educadas en la cultura y las buenas maneras en cierto estilo francés acorde con la época. Este local del Colegio de San Pablo había sido confiscado y expropiado a la Compañía de Jesús por Carlos III en 1767. En 1770 fue asignado en parte por la corona de España a la Congregación del Oratorio de San Felipe Neri para hospital. El 28 de junio de 1876, fue adjudicado en uso a las religiosas del Sagrado Corazón. Para residir aquí, tuvieron que pedir autorización al Santo Padre Pío IX, la que les fue concedida y trasmitida por el arzobispo de Lima, monseñor Francisco de Asís Orueta y Castrillón (1804-1886), mediante el correspondiente rescripto papal.

El día 19 de marzo de 1878, fiesta de San José, las religiosas abrieron estas puertas bajo el título de Escuela Normal de Mujeres, con una gran inauguración, largamente documentada por el diario El Comercio de Lima en la mañana del miércoles 20 de marzo. Asistió el presidente de la República, general Mariano Ignacio Prado, quien al final de la ceremonia dijo: “Ya tenemos todo lo suficiente para la educación de las mujeres; pero no tenemos nada para la educación de los hombres, y ustedes me dirán que soy retrógrado y no progresista, pero mi parecer es que los jesuitas son los que más nos convendrían”. El senador por Arequipa Francisco García Calderón Landa estaba presente y dijo al general Prado: “Pues establecer un colegio de jesuitas en Lima no es tan difícil”. Sorprendido el presidente le dijo “¡Cómo!”, a lo que el senador le replicó: “De esto le hablaré más luego en particular”.
Ignoraba el presidente Prado que en esta misma manzana, en la esquina de las calles Cascarilla y Botica de San Pedro (es decir Miró Quesada y Abancay), funcionaba el “Colegio Peruano” del doctor don Melchor Telésforo García, ex ministro de Justicia, Instrucción y Beneficencia, que había puesto su centro en manos de religiosos de la Compañía de Jesús, y era alistado para empezar el curso el 8 de abril con 60 alumnos.

En efecto, los jesuitas habían regresado discretamente al Perú en el mes de setiembre de 1871, 104 años después de su extrañamiento, para servir en la diócesis de Huánuco, a solicitud de su obispo Manuel Teodoro del Valle Seoane (1813-1888), haciéndose cargo del nuevo Seminario Conciliar San Teodoro, fundado por el patrimonio personal del obispo. En aquella diócesis permanecieron hasta el año 1879, en que Mariano Felipe Paz Soldán y Ureta, ministro de Justicia y de Instrucción, movido por las autoridades civiles liberales del lugar y por los celos de algunos curas del lugar, dio orden al prefecto del departamento de expulsar a los religiosos de la Compañía de Jesús. Para entonces la Guerra del Pacífico se había desatado en el mes de abril y el señor ministro, que compartía ideas anticlericales y antijesuíticas había caído en desproporcionadas ideologías y reyertas de sabor pueblerino. Los jesuitas finalmente tuvieron que dejar Huánuco al año siguiente, ya que monseñor del Valle no estaba en capacidad ni ánimos de tener enfrentamientos con el poder civil[2].

Las clases en el Colegio Peruano, refundado en 1878 bajo la advocación de la Inmaculada, no pudieron empezar en 1879 por causa de la guerra. El número de hijos de San Ignacio era mayor y su disposición de servir, la que les infundió su fundador. El nuncio apostólico monseñor Mario Mocenni (1823-1904) no dudó en solicitar al superior de los jesuitas la presencia de tres capellanes en las ambulancias nacionales del Ejército Sur. Bajo la dirección de monseñor José Antonio Roca y Boloña (1834-1914), fueron designados los padres Ricardo Cappa S.J. (1850-1897) a Tacna, Francisco Fernández S.J. para el Alto de Molle, Antonio Salazar S.J. para Iquique y Antonio Garcés S.J. a la 4ta ambulancia en Arica. Los padres Fernández y Salazar participaron en la campaña de Tarapacá. El primero acompañó a los restos el Ejército del Sur en la marcha hacia Arica. El padre Fernández, disuelta la ambulancia a la que estaba asignado, regresó a Lima y se presentó en San Pedro el 6 de diciembre a las 7 de la noche.

El 17 de enero de 1880, a las dos de la tarde, partió hacia Arica el superior, padre Gómez de Arteche, con el fin de ayudar al traslado a Lima de heridos. En efecto, fueron 204 los heridos de guerra que fueron traídos en el vapor Luxor, los que fueron internados en los hospitales de Guadalupe y Bellavista. El jueves 22 de abril a las dos de la tarde comenzaron los buques chilenos el primer bombardeo del Callao. Los padres Gabino Astrain y Antonio Salazar se dirigieron de inmediato, valerosamente y con riesgo de sus vidas, a ocupar sus puestos en las naves peruanas.

A pesar del conflicto, las clases se desarrollaron en la medida de lo posible. En el mes de junio ya se tenía conocimiento en Lima del glorioso holocausto del coronel Francisco Bolognesi y sus compañeros del Morro de Arica. Los jesuitas actuaron en la capital como capellanes en el hospital de Santa Sofía (el edificio del Politécnico o Tecnológico José Pardo), en donde se atendían los heridos de Tacna y Arica. A partir del 10 de julio, los padres Gabino Astrain S.J. (1832-1891) y Jorge Sendoa S.J. (1836-1917) estuvieron permanentemente en los cuarteles de Artillería e Ingeniería donde se daba improvisada preparación militar a los reclutas. El historiador de la residencia jesuita detalla en el diario, día a día, la asistencia de los padres a los diversos cuarteles y cómo atendían de manera personal a centenares de reclutas de los batallones Mirave, La Mar, Escolta, Cazadores de Junín, Depósito, Cajamarca, Zuavos, Concepción, Ancash, y otros.

Para el 12 de diciembre la reserva ocupó la mitad del local del colegio, dividido por tablas y cartones. El 21 fue la clausura del año escolar 1880. Para Navidad el ejército de Lima había salido de la ciudad y estaba en la línea de defensa proyectada por Piérola. Los sacerdotes, apostados en el campamento de San Juan de Surco, asistían durante largas horas a la tropa y los oficiales, acompañándolos despreocupados del calor del verano y la arena[3].

“…Los chilenos hace días que están en Lurín, a unas 4 o 5 leguas de esta capital, y los de aquí están a medio camino. Las posiciones de estos son buenas, ánimos no les faltan muchos se van rindiendo a Dios, y con todo esto creo que pueden confiar en la victoria. Nosotros seguimos confesando en los campamentos tanto de línea como en el de la reserva… Los trenes están a nuestra disposición; pero aún queda por andar a pie cerca de una legua; y para esto se nos dan caballos. También tenemos que llevar de comer porque ni rancho nos dan”. La descripción de Gómez de Arteche es correcta, pero el juicio estratégico equivocado. La línea de defensa ideada por Piérola era desmesurada; era imposible contener con 16,000 efectivos a 23,508 hombres de infantería, 1,370 de artillería y 1,251 de caballería chilenos.

El 12 de enero de 1881, el general Manuel Baquedano anunció a sus lugartenientes que al aclarar la mañana del día siguiente comenzaría la toma de Lima. Así fue. Dice Gómez de Arteche: “El 13, día de mi santo, rompieron los chilenos la primera línea de defensa y tomaron Chorrillos y el Barranco, poblaciones que incendiaron por completo”. El observador M. Le Léon, teniente de navío de la Armada Francesa, cuenta: “Se libró en Chorrillos un combate encarnizado por las dos partes… Nadie pide cuartel siendo la lucha muy viva… Se conocen poco las pérdidas de este día. Los chilenos debieron de tener 2,500 muertos o heridos y los peruanos 5,000 hombres fuera de combate…; en estos últimos la proporción de los muertos era mucho mayor que en los vencedores. Pero no se podrá tener jamás la cifra exacta”. Se desató al atardecer la terrible venganza de las huestes vencedoras. El mismo Le Léon reconoce: “Es un espectáculo terrible que quedará profundamente grabado en la memoria de todos aquellos que lo han visto…”[4]

El día 15, rota la tregua, el escenario de combate fue Miraflores. Heroicas y a la vez tristes escenas se pudieron ver. Los padres Gómez de Arteche, Astrain y Garcés fueron testigos. Se puede leer en el diario del Colegio de la Inmaculada:

Aquí en cambio fue tal el desorden la noche del 15, que nadie se entendió, Piérola se ausentó renegando de sus subalternos, y aunque aún quedaban bastantes fuerzas, nadie supo qué hacerse, y se las disolvió. Esto algunos lo atribuyen a traición; pero yo creo que todo fue efecto de ser gran parte de los jefes militares improvisados, y una buena parte de las tropas gente muelle nunca acostumbrada al trabajo y sacrificio. La noche del 16 fue tremenda. Por una parte se temía la entrada de los chilenos de un momento a otro, pues Miraflores sólo dista una legua, y por otra, el populacho armado dio en saquear y en incendiar. Gracias que sólo dieron contra los chinos, y que el fuego no se propagó tanto como era de temerse, no habiendo bomba que se atreviese a salir en medio de tantos tiros; pero la población sufrió grandes angustias. Nosotros, como tenemos en casa un hospital de sangre, nos juzgamos entonces libres de los de aquí, y como jesuitas extranjeros nos creíamos también libres de los chilenos, y aunque el incendio no andaba lejos, al fin, respirábamos. Por estas nuestras favorables circunstancias se refugiaron a nuestra sombra más de 90 personas entre mujeres, niños y viejos, a quienes procuramos atender tres o cuatro días que duró la angustia, como mejor pudimos”.

Por su parte, las religiosas que estaban a cargo de la Normal en la parte oeste de la manzana, fueron protegidas por el almirante Sterling de la armada británica, ya que la madre Laura Rew aquí residente era ciudadana de la corona, luego el almirante Bergasse du Petit Thouars que había llegado al Callao quien se apersonó con sus hombres a San Pedro encargándoles cuidar estas puertas, y por último dos capellanes del ejército chileno llegaron a garantizar la seguridad de las religiosas, toda vez que había hermanas procedentes de Valparaíso, Santiago y Talca. Ante esta seguridad, aunque no sin temor, las religiosas corrieron el riesgo de dar asilo a 300 personas.

¿Qué ocurría mientras tanto en la parte opuesta de esta manzana? Hay que dejar hablar al mismo Cáceres, prolijo en detallar la ocasión:

Una vez que entraron los chilenos en Lima, el día 17 (de enero de 1881), buscáronme en todas las ambulancias. Al tocar en la de San Pedro, el personal del servicio negó mi estancia en ella, temeroso de que me hicieran prisionero. Al día siguiente, volvieron dos jefes, después de haber recorrido los demás puestos de auxilio; y casi seguros de que yo me encontraba en el de San Pedro, se dirigieron al jefe de la ambulancia diciéndole que el objetivo suyo era saludarme en nombre del general Baquedano y ofrecerme toda clase de garantías.

El jefe y personal de la ambulancia agradecieron, muy atentos, estas corteses palabras, invitándoles a pasar a la sala, donde estaban los demás heridos, haciéndoles ver de este modo que no me ocultaban y diciéndoles que seguramente me encontraba en alguna casa particular. Los jefes chilenos, satisfechos de las atenciones recibidas, se retiraron. Pero, entretanto se me había ocultado en la celda del superior de los jesuitas.

Desde esta visita tuve necesidad de tomar mayores precauciones, y seguí curándome, oculto, en la celda del padre superior, a cuya bondad y celo debí no haber sido prisionero del enemigo. Y no obstante que las autoridades chilenas de ocupación habían ordenado que todos los jefes y oficiales que se encontrasen en la capital debían dar las señas de sus domicilios, yo no las di”.

El superior de la comunidad jesuita era el padre Gumersindo Gómez de Arteche (1842-1902) y no solamente dio cobijo a Cáceres en las habitaciones de los jesuitas, en la comunidad religiosa fueron recibidos sus dos ayudantes, los tenientes Joaquín Castellanos y Augusto Bedoya, quienes también estaban heridos. Permanecieron en nuestra residencia hasta el día que por seguridad Cáceres decidió cambiar su paradero, aunque no estaba aún curado de la pierna. El 21 de enero se vistió de negro, con sombrero de copa y larga levita; se caló unos anteojos de lentes oscuros, y cargado en un sillón lo descendieron del cuarto del padre Gómez de Arteche. Se despidió “muy agradecido del padre superior, a cuya bondad tanto debía” según él mismo posteriormente afirmó.

Los heridos que estaban en el hospital de sangre en que se había convertido el Colegio de la Inmaculada fueron trasladados el 31 de marzo de 1881 al hospital de san Bartolomé. Pero no se recuperó el local, puesto que la casona de San Marcos estaba tomada por el ejército chileno y hasta finales de 1883 tuvieron que convivir nuestros colegiales con los universitarios sanmarquinos de la Facultad de Letras y Jurisprudencia, pero esa es ya historia aparte.

Sin embargo no puedo dejar en el tintero algunos datos:

El 20 de octubre de 1883 se firmó el Tratado de Ancón. El general Miguel Iglesias que tenía su gobierno provisional en ese pueblo y balneario, aprobó el tratado el día 22, y el 23 ingresó a Lima. Al entrar en Palacio de Gobierno a las 3.20 de la tarde, según una crónica de la época, flameó en el mástil el pabellón peruano obsequiado por el gremio de bordadores de Lima, y la multitud que colmaba la Plaza de Armas cayó de rodillas. Había concluido oficialmente la guerra. El diario del colegio jesuita dice escuetamente: “23. Hubo vacación por la entrada en la ciudad del nuevo Presidente señor Iglesias y por la salida de Lima del ejército chileno”.

Conocemos por la historia los avatares políticos de aquellos años y cuán difícil fue el tránsito el gobierno de Iglesias al de Cáceres. Los techos de San Pedro, sus torres y campanarios fueron mudos testigos no exentos de balaceras. He podido recoger proyectiles incrustados aún en la parte alta de este templo. Según relata aquellos acontecimientos del 27 de agosto de 1884 la historia de la comunidad de religiosas del Sagrado Corazón: “Los dos bandos revolucionarios se batían en nuestros techos y las balas silbaban en todas direcciones: parecía que un poder invisible las desviaba. En el día las clases continuaron como siempre, además las alumnas están acostumbradas a estas revoluciones. Hubo un momento de pánico cuando durante la Acción de Gracias de la Misa dos soldados quisieron entrar con sus fusiles, pero como nos vieron a todas reunidas, se retiraron; eran dos que huían para salvarse[5]. Los rojos de Cáceres fueron repelidos por los azules de Iglesias. Debo dejar constancia que entre las alumnas de las religiosas estaban tanto las hijas de Iglesias como las de Cáceres, lo que nos hace ver un cuadro histórico de manera poco comprensible en nuestro siglo.

Al terminar este año, en el mes de diciembre, el presidente Iglesias entregó el templo de San Pedro a la Compañía de Jesús, como históricamente y por justicia correspondía. Al año siguiente, a fines de noviembre de 1885, cuando los caceristas se acercaban a tomar Lima. Las torres de los templos eran preparados para la defensa. El 1° de diciembre las campanas tocaban a rebato y la balacera se desató hasta que estas fueron tomadas por las tropas rojas mientras que los azules se rendían o se escapaban por los techos. Los soldados de Iglesias escaparon como pudieron y algunos ingresaron a la capilla de Nuestra Señora de la O, donde fueron escondidos y alimentados. Pueden imaginar el susto de las buenas religiosas cuando más tarde, antes de recogerse, vieron que algo se movía tras el altar de la Penitenciaría. La hermana Jeanroi “se armó de valor y grita con voz firme: ¿Quién está? - Madrecita, no nos traicione, responde quedamente la voz de un hombre. Aparece una cabeza, una segunda, una tercera… eran seis[6] que fueron capturados y puestos bajo llave para que a la sombra de la noche pudieran evadirse.

Debo concluir dejando constancia de que en 1886, por causa de una inoportuna publicación del jesuita padre Ricardo Cappa, se agitó el ambiente en Lima contra los jesuitas. Colaboraron en esa agitación los políticos liberales y las logias masónicas, sobre todo Ricardo Palma, director de la Biblioteca Nacional. La Cámara de Diputados votó la expulsión de la Compañía de Jesús por 65 votos contra 18, y otro tanto hizo el Senado. El presidente de la República, general Cáceres, por obvios motivos de gratitud, no quiso firmar el decreto de expulsión. Más bien recomendó a los padres que se dispersaran temporalmente hasta que la tormenta política se aquietase. Así lo hicieron mis antepasados en la Compañía de Jesús y casi dos años después, el 28 de mayo de 1888, volvieron a abrir las puertas del Colegio de la Inmaculada, en una casa del jirón Carabaya.

Muchas gracias.

José Enrique Rodríguez Rodríguez S.J.
Párroco de San Pedro de Lima


 
[1] Este discurso no se hubiera podido escribir sin la información brindada de manera personal y generosa por el P. Armando Nieto Vélez S.J. y por la tomada de su libro Historia del Colegio de la Inmaculada. Lima, 1978.
[2] El obispo de Huánuco, a propuesta del presidente Balta y con la aprobación del Consejo de ministros, fue nombrado (preconizado) arzobispo de Lima por la Santa Sede el 30 de marzo de 1872. Hubo defecto de forma en la propuesta al no pasar por las cámaras. Ínterin hubo elecciones y asumió la presidencia Manuel Pardo y Lavalle. El nuevo Congreso exigió un nuevo nombramiento, pero monseñor del Valle optó por la renuncia y ésta aceptada, permaneció como arzobispo emérito de Lima y administrador apostólico de la diócesis de Huánuco, que gobernó durante 23 años. Es remarcable esta información además porque monseñor del Valle era pariente por línea materna (Dorregaray Cueva) del entonces coronel Cáceres.
[3] Paz Soldán, aguerrido anticlerical, entonces encargado de la Cancillería, quien no estuvo precisamente en el campo de batalla y más bien corrió a Buenos Aires con la ocupación chilena, en vez de ocupar un puesto de varón bien nacido, no duda en denostar a los a los capellanes del clero secular y regular en su Narración histórica de la guerra de Chile contra Perú y Bolivia (Buenos aires, 1884). 
[4] M. Le Léon. Recuerdos de una misión en el Ejército chileno. Batallas de Chorrillos y Miraflores. Buenos Aires, 1969, p. 123-126.
[5] Religiosas del Sagrado Corazón de Jesús. Raíces y horizonte. Apuntes para una historia. Lima,2003, p. 28
[6] Id.