HOMILÍA –DOMINGO II DEL TIEMPO
ORDINARIO
«Las bodas de Caná» (Jn 2, 1-12)
– P. Carlos Cardó, SJ –
Domingo 17 Ene 2016
Jesús aparece como el portador de
la alegría y el gozo que un día se nos dará en plenitud en el banquete del
reino de Dios. La alegría es el don del Espíritu de Jesús y signo de su
presencia. “Les he dicho estas cosas, dice a propósito de su mensaje, para que
mi alegría esté en ustedes y su alegría sea completa”. Esta alegría festiva,
componente esencial de la vida cristiana, aparece en el pasaje de las bodas de
Caná: allí Jesús aporta en abundancia el vino nuevo a una fiesta de bodas que
languidece por falta de vino.
El simbolismo del banquete de
bodas recorre la Escritura. Dios se une con la humanidad, representada en el
pueblo de Israel, por medio de una alianza semejante a la unión matrimonial. El
amor del Señor por nosotros se expresa como una relación de interés, cuidado y
mutua pertenencia; con sentimientos de ternura, compañía y unión que da vida.
La Biblia canta el amor de Dios y
nos ofrece en el poema del Cantar de los Cantares sobre el amor entre un hombre
y una mujer la más bella metáfora de la recíproca búsqueda de amor entre Dios y
la humanidad. Para San Pablo, el amor matrimonial se convierte en un “gran
misterio” (Ef 5,32), que remite a la unión de Cristo y su esposa la Iglesia. Y
en el evangelio de San Juan y la Apocalipsis, Jesús es el Cordero inmolado que
se une con su esposa la humanidad y sella su alianza con su sangre.
Se puede decir que lo que
interesa al evangelista, más que el milagro en sí de la conversión del agua en
vino, es la esplendidez y gratuidad del don, que resuelve nuestra incapacidad
para alcanzar la alegría perfecta con los medios con que contamos. Los judíos
procuraban inútilmente alcanzarla mediante el cumplimiento de la ley y de las
prácticas religiosas, representadas en las seis vasijas de agua destinadas a
sus ritos de purificación. Les faltaba el vino que alegra el corazón, les
faltaba experimentar el amor de Dios y responder a él con la generosidad del
amor, que va más allá de la ley.
Lo mismo ocurre con nosotros:
nuestra vida no manifiesta muchas veces la alegría que debería tener, nuestra
fiesta puede echarse a perder por la falta de vino, por el amor que nos falta.
Como los judíos, Dios no ocupa el centro de nuestro interés, nos buscamos
sustitutivos de su amor. Si “hacemos lo él nos diga”, Él llenará nuestras vasijas
de agua con el vino nuevo, de la alegría y de la fiesta, que está reservado
para el final de la vida, pero que podemos disfrutar ahora.
En Caná, según el evangelio,
Jesús dio comienzo a sus signos. Las acciones que realizó son signos de lo que
Él es. Así, la curación del ciego manifiesta que Jesús es luz; la
multiplicación de los panes, que Jesús es alimento, y la resurrección de
Lázaro, que Jesús es vida. El signo de Caná manifiesta su gloria –“Así
manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en el” –. Ahora bien, su gloria
es su amor fiel. Él es el amor de Dios entre nosotros, es el Esposo, a cuya
boda estamos invitados. Por eso podemos decir que el signo de Caná nos hace ver
que es en la vida ordinaria –en que las personas se casan y celebran sus fiestas–
donde podemos gustar, ya desde ahora, “lo que el Señor tiene reservado para los
que le aman”.
Pero no se puede entender
cabalmente el signo de las bodas de Cana sin su referencia a la cruz del Señor.
El texto lo hace de manera implícita introduciendo el tema de la “hora” de
Jesús, que para Juan es siempre la hora de la pasión, en la que Jesús nos amó
“hasta el extremo” (13,1).
Muchas otras interpretaciones
pueden hacerse de Caná. El agua convertida en vino es el bautismo, que libera
del pecado y hacer nacer de nuevo. La Iglesia aparece también representada en
los discípulos y la madre de Jesús; la Iglesia que es la esposa a la que Cristo
cuida. Se puede ver una alusión a la Eucaristía, sacramento de la alianza que
Jesús sella con su sangre, dada a nosotros como bebida. Y, por supuesto, se
puede ver la presencia y significado de María en la obra de salvación.
El papel de María es importante
en el relato. Jesús la llama Mujer –calificativo insólito–, no la llama
“madre”. Lo mismo hará en la cruz: Mujer, ahí tienes a tu Hijo (19,25-26).
Entonces, cuando esté de pie junto a la cruz, recibirá de su Hijo el encargo de
ser la madre de todos nosotros, representados en la figura del discípulo a
quién Él tanto quería.
Desde ese lugar privilegiado que
le ha sido asignado, María vela por los creyentes como auténticos hijos suyos,
es madre y figura de la Iglesia. Recordemos también que el término “mujer”
tiene un hondo significado en el Antiguo Testamento: designa a Israel, la mujer
que ama a su esposo, la hija de Sión que escucha la palabra de Dios y ansía su
cumplimiento. Todo eso es María, la Mujer.
¿Qué nos va a mí y a ti? No es un
reproche de Jesús a su madre. Literariamente es un hebraísmo. Es una pregunta
que no necesita respuesta, sino que mueve a reflexionar y a reafirmar el
vínculo que los une. Sobre todo, mueve a la fe, de la que María dará ejemplo de
inmediato, a través de su solicitud maternal. Y ella, la Mujer, la gran
creyente, es la que comunica la alegre noticia de lo que la fe produce: Hagan
lo que él les diga.
María nos pone con su Hijo, ese
es su papel en el plan de salvación de Dios. Si escuchamos su invitación a
hacer lo que Jesús nos diga, el agua de nuestra humanidad, vacía y sin alegría,
se cambiará en el vino de la fiesta de Dios con nosotros.
– P. Carlos Cardó, SJ –
Párroco Iglesia Nuestra Señora de
Fátima – Miraflores - Lima
Imagen:
Paolo Veronese, "Las bodas de Caná",1563
Óleo sobre lienzo (666 x 990 cm)
Louvre, París.