HOMILÍA – DOMINGO III DEL T. O.
«El espíritu del Señor me ha enviado»
(Lc 1,1-4; 4,14-21) –
P. Carlos Cardó, SJ –
Domingo 24 Ene 2016
E l evangelio de hoy tiene dos
partes. La primera es el prólogo de la obra de Lucas (1,1-4). La segunda,
cuatro capítulos después, narra el inicio de la actividad pública de Jesús en
Nazaret (4,14-21).
En el prólogo, San Lucas dice que
su evangelio está dedicado a un cierto Teófilo, que no sabemos bien si es un
personaje real o ideal. Algunos comentaristas lo consideran una persona histórica,
un ayudante de Lucas en su tarea evangelizadora. Lo más acertado es decir que
se trata de una figura simbólica que representa al discípulo de todos los
tiempos. “Teófilo” significa “amado de Dios” o “amante de Dios”. El discípulo
de Jesús, que recibe el evangelio, sabe que Dios lo ama y desea llegar a amar
realmente a Dios.
Se puede decir que Lucas dedica
su evangelio al cristiano que quiere llegar a ser un adulto en su fe,
consciente de la responsabilidad que le atañe en el mundo. A ese cristiano lo
quiere conducir a vivir una experiencia similar a la de los discípulos de
Emáus, es decir, a escuchar al Señor, a reconocerlo “al partir el pan” y
hallarlo presente en la comunidad, cuyos miembros dan testimonio de que
“verdaderamente el Señor ha resucitado” (24,34)
Lucas declara que su intención al
escribir su evangelio es componer un relato de los hechos que se han verificado
en torno a Jesús de Nazaret. Hablará de Jesús en forma narrativa, empleando las
tradiciones transmitidas por los que fueron primero testigos oculares y luego
predicadores de la Palabra. Por consiguiente, lo que está en el evangelio no
son fantasías del autor, sino testimonios recogidos tal como fueron
transmitidos por los que convivieron con Jesús y luego los dieron a conocer a las
primeras comunidades cristianas.
El evangelista comprueba todo
exactamente desde el principio y lo presenta de manera ordenada, para que los
lectores puedan conocer y entender mejor a Jesús. Es la finalidad: que conozcan
la solidez de las enseñanzas recibidas.
En la segunda parte del texto de
hoy se relata el acontecimiento que da inicio a la vida pública de Jesús. Nos
dice que Jesús, como era su costumbre, asistió un sábado a la sinagoga de su
pueblo y que se levantó para hacer la lectura. Le dieron un texto del profeta
Isaías y lo explicó aplicándolo a su propia persona. Hizo ver a sus oyentes que
él era el enviado definitivo de Dios, portador de su Espíritu, que lo había
ungido para anunciar la buena noticia a los pobres, para anunciar a los
cautivos la libertad y conseguir la libertad a los oprimidos.
Muchos al oírlo se admiraron de
“las palabras de gracia” que salían de su boca; vieron que en ellas se
realizaban las promesas de Dios, proclamadas por los antiguos profetas. Al
igual que aquellos primeros testigos, también la comunidad cristiana primitiva
experimentaba en su quehacer diario la gracia de Dios, sentían que el mismo
Jesús resucitado seguía acompañando a los suyos.
Para ellos y para nosotros –a
quienes se dirige el Evangelio– las palabras de Jesús son una constante llamada
a la vida plena y realmente feliz; a aquella vida que, como la de Jesús, se
realiza en el amor y el servicio, en especial a los pobres y a los que sufren.
Hay algo importante en el texto
de Lucas que debemos resaltar porque tiene especial actualidad en este tiempo
en que celebramos el Año Santo de la Misericordia, inaugurado por el Papa
Francisco. Es la referencia precisamente al año jubilar.
Jesús afirma que ha venido a
proclamar el año de gracia del Señor, conforme a lo anunciado por Isaías. Toda
su actividad queda definida a la luz de esta promesa, cuyo cumplimiento
definitivo se daría con la venida del Mesías. El año de gracia era el año
jubilar que los judíos debían celebrar cada 50 años según lo prescrito en el
libro del Levítico, cap. 25.
En ese año santo, se condonaban
las deudas, se prestaba dinero sin interés a quien lo necesitaba, se devolvían
las tierras o propiedades tomadas por hipotecas vencidas y se pagaba el rescate
de los judíos vendidos como esclavos. De este modo se devolvía a la tierra la
finalidad para la que fue creada por Dios y, en la creación liberada, todos
podían sentirse realmente hijos del mismo padre y hermanos entre sí.
Jesús afirma que para esto ha
venido, que esa meta se ha alcanzado en él. Más tarde, los cristianos de la
primitiva Iglesia, según Hechos de los Apóstoles, se vieron como el nuevo
Israel que daba cumplimiento al Año Jubilar proclamado por Jesús, pues vivían
unidos y lo tenían todo en común, repartían los bienes, compartían el pan (Hech
2, 42-48) y hacían todo lo posible para que no hubiera pobres entre ellos (Hech
4,32-37).
Asimismo nosotros, y con mayor
intensidad en este Año Santo de la Misericordia, debemos sentirnos llamados a
trabajar por la causa de Jesús, que hoy como ayer tiene el mismo contenido y
los mismos destinatarios: hacer que todos se sientan hijos e hijas de Dios y
vivan como hermanos y hermanas, en una creación, liberada de toda injusticia y
protegida como nuestra casa común.
Que en este año santo, como
anhela el Papa Francisco, se pueda “unir toda la familia humana en la búsqueda
de un desarrollo sostenible e integral, pues sabemos que las cosas pueden
cambiar” (Encíclica Laudato sì, n.13). Contamos para ello con el Espíritu que
consagró a Jesús y que sigue disponible también para nosotros hoy.
– P. Carlos Cardó, SJ –
Parroquia Nuestra Señora de Fátima
– Miraflores - Lima