HOMILÍA
–«Fiesta de la Epifanía del Señor» (Mt 2,1-12)
D– 3 Ene 2016
Celebramos la Epifanía, la manifestación del Señor como
Salvador de todas las naciones, simbolizadas en los sabios de Oriente.
Lo importante del relato evangélico son los símbolos, a
través de los cuales se nos hace comprender que el Niño nacido en Belén trae la
salvación a todas los pueblos y culturas del mundo. Nuestra fe en esta
manifestación universal de Dios nos hace acoger fraternalmente a todas las
personas que, por encima de su ubicación social o cultural, en el tiempo o en
la geografía del mundo, buscan –siempre guiados por el único Dios y por su
Espíritu– el sentido que deben dar a su vida, la rectitud que debe caracterizar
su conducta, el empeño que deben mantener en favor de la justicia, el amor y la
paz. Para todos ellos nace el Señor.
El primer símbolo que aparece en el relato es la luz.
Designa a Jesucristo, Luz de Dios que ilumina al mundo. “Yo soy la luz del
mundo”, dirá el mismo Jesús (Jn 8,12). Luz de Dios que viene para todos, pero
que hay que buscarla, acogerla y dejar que transforme la vida.
Los magos representan a los sabios de todos los tiempos que,
movidos por los valores de sus religiones y culturas, disciernen los signos de
Dios en la naturaleza y en el devenir humano y son capaces de alcanzar el
conocimiento pleno de la verdad en su encuentro con Jesús. Ellos aparecen en
Jerusalén, la santa ciudad que sí posee la revelación de Dios escrita en la
Sagrada Escritura pero que, en vez de aceptarla, la rechaza hostilmente.
En Jerusalén sobresale, como personaje importante, el rey
Herodes, rodeado de los sumos sacerdotes y maestros de la ley: son los que
“conocen las Escrituras pero son incapaces de andar pocas millas para adorar a
Jesús en Belén. Los que presumen ser el verdadero Israel rechazan al Mesías que
Dios les prometió. Pero los paganos lo acogen y se llenan de alegría” (J.L.
Sicre, El Cuadrante).
Esto lleva a advertir que se pueden conocer los valores
propios de la fe verdadera, pero no vivirlos. La fe queda entonces reducida a
un conjunto de creencias y costumbres heredadas sociológicamente, que se
transmiten junto con otros elementos propios de una cultura, pero que no se
asumen libre y responsablemente y no ordenan la propia vida. Lo que importa de
manera decisiva no es la fe heredada y recibida, sino la fe vivida y
testimoniada. No basta pertenecer a una
comunidad cristiana, pues la fe verdadera se puede alcanzar fuera de ella, como
en el caso de esos sabios que vinieron de lejos.
La estrella que guía a estos hombres simboliza la presencia
del Salvador que brilla en el interior de todos los seres humanos y de las
culturas, y los guía en sus caminos, por extraños que nos parezcan, en sus
éxodos, tantas veces trabajosos y difíciles. El Espíritu de Dios ilumina como
“luz de estrella que brilla en la noche” (Sab 10,17) a todos los hombres y mujeres de buena voluntad,
pequeños o grandes, pobres o sabios de todos los tiempos que buscan sin
descanso el logro pleno de sus vida en el amor y la justicia.
Dice el evangelio que los magos llegaron a Belén, hallaron
al Niño y a su madre, se les llenó de alegría el corazón y, abriendo sus
cofres, le ofrecieron oro, incienso y mirra. Una antigua tradición dice que los
magos dan a Jesús oro, incienso y mirra porque le reconocen como rey, como Dios
y como hombre. Otra interpretación hace ver que con el oro, el incienso y la
mirra de sus cofres, los magos entregan a Jesús lo mejor de sí mismos. El oro
representa el mayor bien que uno tiene, su amor; el incienso invisible, que
sube a lo alto, equivale a lo que uno más desea; la mirra, que cura las heridas
y preserva de la corrupción, representa la propia condición mortal y los
padecimientos. Todo lo que amamos, deseamos y tenemos, eso es nuestro tesoro.
Se lo ofrecemos a Dios y Él entra a nuestro tesoro.
El relato termina con una observación importante: advertidos
de que no volvieran donde Herodes, los magos retornan a su región de origen
pero por otro camino. Quien se encuentra con Cristo cambia de camino, queda
transformado. Estos hombres buscaban a Dios y Dios los encontró. Ahora llevan
consigo al Emmanuel, al Dios-con-nosotros.
La Epifanía nos hace ver que somos peregrinos, por caminos
que pueden atravesar desiertos y oscuridades, pero siempre hay una estrella que
brilla y guía hasta Dios. Ella está allí, en el firmamento de nuestro corazón,
en nuestro deseo de libertad interior, de bondad y de felicidad; también en el
pesar que nos causan nuestras debilidades y culpas.
Sigamos nuestra estrella y llevemos nuestro tesoro; el oro
de lo mejor que tenemos, que es nuestro amor, el incienso invisible de nuestros
mejores deseos, y también la mirra de nuestros sufrimientos. Encontraremos al
Señor y él aceptará nuestros dones.
P. Carlos Cardó, SJ - Párroco