HOMILIA – «El bautismo de Jesús»
(Lc 3, 15-16.21-22) – P. Carlos Cardó, SJ – 10 Ene 2016
El bautismo de Jesús en el Jordán es un hecho especialmente
significativo, razón por la cual los tres Sinópticos (Mateo, Marcos y
Lucas) lo traen, y el cuarto evangelio,
aunque no lo cuenta, pone en labios del Bautista una frase que hace suponer que
se conocía la tradición del bautismo de Jesús: “Juan dio testimonio diciendo:
Yo he visto que el Espíritu descendía del cielo como una paloma y permanecía
sobre él” (Jn 1,33).
Al inicio del evangelio, el relato del bautismo de Jesús
sirve de ángulo de mira para entender la finalidad que tiene el evangelio: dar
a conocer quién es Jesús. En el Jordán, se nos dice que Jesús es el Mesías, el
Cristo, portador del Espíritu, y el Hijo amado de Dios, en quien Dios su Padre
se complace.
En su bautismo, además, se manifiesta simbólicamente la
misión a la que Jesús es enviado por su Padre: misión salvadora que no
corresponderá a las expectativas que se habían hecho los judíos, de un libertador
político que se impondría con la fuerza y el poder, sino a la del Hijo que, siendo de condición divina, por
amor a nosotros asume nuestra condición débil y pecadora. Alineado entre los
pecadores, como uno más entre ellos, actualiza en su persona lo que había
anunciado el profeta Isaías: “Fue contado entre los malhechores” (Is 53,2). Y
esto es lo que los evangelistas observan en el hecho de aceptar Jesús ser
bautizado por Juan: “un día cuando se bautizaba mucha gente, también Jesús se
bautizó”, es decir, como uno más.
Bautismo significa inmersión. Y así se practicaba. Hundirse
en el agua era símbolo del morir. La fe cristiana vio en ello un anuncio de que
el Mesías tendría que sumergirse en la muerte para salir de ella vencedor e
iniciar una vida nueva para Él y nosotros. Este es el Mesías, Hijo de Dios y
hombre entre los hombres, solidario con nosotros hasta experimentar una muerte
como la nuestra.
Mientras Jesús oraba después de su bautismo, se abrió el
cielo. Quedó abierto el acceso directo a Dios; el muro del pecado que impedía
la comunicación de los hombres con Dios, se derrumba; el futuro cerrado de la
humanidad se abre en esperanza. Para Israel la comunicación de Dios a los
hombres había terminado en la época de los profetas: ya no se esperaba que Dios
hablase. Para el mundo del paganismo, por su parte, el horizonte de la historia
estaba cerrado por el destino y la fatalidad. Con Jesús los cielos se abren.
Dios se acerca de manera definitiva,
habla y actúa en Jesús. El horizonte de la realización del ser humano se
extiende hasta la unión con Dios, hasta nuestra participación en la vida misma
de Dios.
“Y el Espíritu Santo bajó sobre él en forma visible, como de
una paloma”, prosigue el evangelio. El mismo Espíritu que fecundó el seno
virginal de María para realizar la encarnación del Hijo de Dios, desciende
ahora para consagrar a Jesús y conducirlo a la obra de su ministerio (cf. Lc 3,
22; 4,1; Hech 10, 38; Vaticano II, Ad gentes 4). Por poseer plenamente al
Espíritu divino, Jesús se comprenderá a sí mismo como el Hijo querido del
Padre, y se sentirá impulsado a realizar el proyecto de salvación: “El Espíritu
Santo está sobre mí... me ha enviado a traer la buena nueva...” (Lc 4, 18).
“Y se oyó entonces una voz que venía del cielo: Tú eres mi
Hijo amado, en ti me complazco”. Estas palabras del Salmo 2,7 las cantaba el
pueblo de Israel en la celebración de la fiesta de la entronización de su rey.
Pero mientras al rey de Israel se le llamaba Hijo de Dios por adopción y en
cuanto representante del pueblo escogido, aplicado a Jesús este título expresa
su íntima y singular vinculación con Dios: Jesús es el hijo engendrado por Dios
antes del tiempo, es la presencia de su palabra y de su obrar salvador, hasta
el punto que no se entiende la persona de Jesús sino como Hijo de Dios.
Asimismo, puede verse en la voz del cielo una relación con
la frase del profeta Isaías 42,1: “Este es mi siervo a quien sostengo, mi
elegido en quien me complazco”. Jesús asume esa conciencia de su propio ser y
acepta su misión de Siervo escogido de Dios para redimir a su pueblo. Esta
misión la vivirá precisamente como el paso por un bautismo: “¿Pueden beber el
cáliz que voy a beber y ser bautizados en el bautismo que voy a pasar?” (Mc
10,38; cf. Lc. 12, 49s). Se puede decir,
entonces, que en el bautismo en el Jordán queda estructurado todo el camino de
Jesús y del cristiano, camino contrario al que el mundo ofrece, camino del
Hijo-Siervo de Dios que conduce a la exaltación.
Digamos, en fin, que el relato del bautismo de Jesús tiene
también un cometido eclesial: remite al significado del bautismo en la Iglesia,
con el que nos unimos a Cristo.
También nosotros fuimos bautizados [1]. Dios tomó posesión
de nosotros y no sólo de nuestra parte afectiva y sentimental, o de nuestra
razón, ideas y especulaciones, o de las emociones religiosas, sino que entró en
lo más íntimo de nuestro ser y puso en él su propio ser divino. Esta es nuestra
verdad: que ya desde los primeros días de nuestra vida, Dios se comprometió con
nosotros, y de manera pública, solemne, infundiéndonos su vida, por el Espíritu
del amor que derramó en nuestros corazones.
En el bautismo, también de nosotros dijo Dios: Tú eres mi
hijo y te convierto en templo de mi Espíritu. A partir de entonces Dios habita
en la profundidad de nuestro ser, allí donde quizá no logramos llegar con los
recursos de la psicología profunda, allí, en la hondura de nuestra intimidad,
en donde habita el Espíritu que nos hace decir con infinita confianza: Abba,
Padre querido.
Confirmemos nuestro bautismo, demos testimonio de él con lo
que hacemos y vivimos. ¡Vivamos como bautizados! Hagamos ver que por nuestro
bautismo pertenecemos a Dios, estamos ungidos y configurados con Cristo –alter
Christus–, para continuar su obra: hacer el bien, liberar, practicar la
justicia.
[1] Estas ideas se inspiran en la meditación de Karl Rahner:
Marcados con el Sello del Espíritu, en L’Homme au Miroir de l’Année Chrétienne,
Paris 1966, págs, 181-182.
P. Carlos Cardó, SJ Párroco.
Parroquia Nuestra Señora de Fátima, Miraflores-Lima
2016 - Año de la Misericordia