¡Fortalezcan sus corazones! Tiempo de renovación para evitar la indiferencia
Estar
atento al sufrimiento del otro constituye un llamado a la conversión,
porque la necesidad de éste me recuerda la fragilidad de mi vida, mi
dependencia de Dios y de los hermanos… y me ayuda a resistir a la tentación
diabólica que nos hace creer que nosotros solos podemos salvar al mundo y a
nosotros mismos (cf Mensaje Cuaresma, P. Francisco).
Para no caer en tentaciones se necesita un corazón fuerte, firme, cerrado
al tentador, pero… abierto a Dios, vigilante y generoso, que no se deje
encerrar en sí mismo y no caiga en el vértigo de la globalización de la
indiferencia. Cuando no prestamos atención a este enemigo, él nos va
comiendo terreno poco a poco hasta que logra apartarnos de Dios. (cf
Mensaje Cuaresma, P. Francisco).
El Papa nos alerta de este desafío, ya que la magnitud de los problemas
actuales nos lleva a desatenderlos o pasar indiferentes ante ellos. Urge
fortalecer el corazón a través de penitencia, oración y generosidad.
Este domingo 15 se
inician las procesiones de la semana Santa en Lima
ACOMPAÑEMOS
A LA SANTA CRUZ DE FRAY PEDRO URRACA desde la Basílica de La Merced (Jr. de La Union) hacia la
Catedral de Lima, y participar de la Santa Misa presidida por nuestro Arzobispo
Mons. Juan Luis Cipriani y retorno a la Basílica de la Merced.
Domingo 15 de Marzo 2015
Basílica de la Merced
Hora: 09:30 am
Misa
en Catedral 11:00 am.
Todo el pueblo Cristiano Católico queda cordialmente
invitado.
PROCESIÓN AGUSTINA - IV DOMINGO DE CUARESMA 2015
Luego de un año de ausencia por
las calles limeñas, las imágenes del Santo Cristo de Burgos y el Señor de la
Columna saldrán en procesión junto a la talla de Ntra. Señora de la Pasión.
Dicho paso procesional no se realizará el sábado de pasión como solía
realizarse, en este caso las tres imágenes recorrerán las calles del centro
histórico de Lima el día 15 de marzo (IV Domingo de Cuaresma) a las 8:OO am
salientes del Templo de San Agustín ubicado en el Jr. Ica con dirección a la
Basílica Catedral de Lima para ser participes de la Santa Misa y posteriormente
retornar a su Templo al promediar las 3:OO pm.
Domingo 15 de Marzo 2015
Templo de San Agustín
Hora de Salida: 08:00 am
Misa en Catedral 11:00 am. Ingresa al Templo: 03:00 pm
Procesión del Santo Cristo de Burgos
Templo de San Agustín - Lima
Procesión del Señor de la Columna
Templo de San Agustín - Lima
Procesión de nuestra señora de la Pasión
Templo de San Agustín - Lima
Recorrido para la procesión del domingo 15 de marzo 2015
Nuestra Señora de la Pasión - Iglesia de San Agustín - Lima
Las veneradas imágenes del SEÑOR
DE LA COLUMNA, SANTO CRISTO DE BURGOS Y NUESTRA SEÑORA DE LA PASIÓN, salieron a
recorrer las calles de Lima el domingo 15 de marzo, IV domingo de Cuaresma
"LAETARE", aperturando así, las procesiones previas a la Semana Santa
de Lima.
Desde muy temprano, las sagradas
imágenes abandonaron el templo de SAN AGUSTÍN, para dirigirse a la BASÍLICA
CATEDRAL DE LIMA, donde nuestro Pastor el Cardenal de Lima, celebró la Santa Misa. Luego
nuestras imágenes retornaron a su templo.
Participaron las HERMANDAD DEL
SEÑOR DE LOS MILAGROS DE BARRANCO, quienes un año más asumieron la
responsabilidad de procesionar al Señor de la Columna y al Cristo de Burgos.
También, la HERMANDAD DEL SEÑOR
DE LOS MILAGROS DE NAZARENAS, a las cuadrillas 4ta., 7ma., 8va., 9na., 10ma.,
15va., 17va., también a su GRUPO DE SAHUMADORAS, quienes como todos los años
nos acompañaron con el anda de Nuestra Señora de la Pasión.
Asimismo, la HERMANDAD DEL SEÑOR
DE LOS MILAGROS DE SANTA ISABEL - CARABAYLLO, quienes se encargaron del retorno
de Nuestra Madre a su templo.
Además, las HERMANAS SAHUMADORAS
CARMELITAS DEL MONASTERIO DE NAZARENAS, que perfumaron el camino de Nuestra
Señora de la Pasión de regreso al templo de San Agustín.
2 Fotos: Pasión De Lima Camareros
Procesión del Señor de la Columna, el Santo Cristo de Burgos
y Nuestra Señora de la Pasión, por el Jirón
de La Unión, de regreso a la Iglesia de
San Agustín - Lima - 15 de Marzo
Tercera Predicación del P.
Raniero Cantalamessa para la Cuaresma 2015
Publicamos a continuación la
tercera predicación de Cuaresma de este año del predicador de la Casa
Pontifica, padre Raniero Cantalamessa. La predicación no tuvo lugar, ya que hoy es festivo en el Vaticano por la
celebración del segundo aniversario de la elección del papa Francisco.
Tercera meditación – Ciudad del
Vaticano Viernes 13 marzo 2015
Oriente y Occidente frente al
Misterio de la persona de Cristo
San Pablo
San Juan , apóstol y evangelista
1.Pablo y Juan: Cristo visto
desde dos ángulos
En nuestro esfuerzo por poner en
común los tesoros espirituales de Oriente y Occidente, reflexionamos hoy sobre
la fe común en Jesucristo. Tratamos de hacerlo como quien sabe hablar de uno
que está presente, no de un ausente. Si no fuera por nuestra pesadez humana que
lo impide, cada vez que pronunciamos el nombre de Jesús, debemos pensar que hay
uno que se siente llamar por el nombre y se vuelve a mirar. También esta mañana
Él está aquí con nosotros y escucha, esperemos con indulgencia, lo que diremos
de Él.
Partimos de las raíces bíblicas
en el discurso de Jesús. Ya en el Nuevo Testamento vemos delinearse dos caminos
distintos para expresar el misterio de Cristo. El primero de ellos es el de san
Pablo. Resumimos los pasajes peculiares de este camino, esos por los que se
convertirá en un modelo o arquetipo cristológico, en el desarrollo del
pensamiento cristiano. Este camino,
- primero, parte de la humanidad
para alcanzar la divinidad de Cristo, de la historia para llegar a la
preexistencia; es por tanto un camino ascendente; sigue la orden de
manifestarse de Cristo, la orden con la que los hombres lo han conocido, no la
orden del ser;
- segundo, parte de la dualidad
de Cristo (carne y Espíritu) para llegar a la unidad del sujeto “Jesucristo
nuestro Señor”;
- tercero, tiene en su centro el
misterio pascual, es decir la obra, antes incluso que la persona, de Cristo. La
gran curva entre las dos fases de la existencia de Cristo es la resurrección de
los muertos.
Para convencerse de la rectitud
de esta reconstrucción, basta releer el denso pasaje – una especie de credo
embrional – con la que el apóstol inicia la Carta a los Romanos. El misterio de
Cristo es resumido así:
“nacido de la estirpe de David
según la carne,
y constituido Hijo de Dios con
poder según el Espíritu santificador
por su resurrección de entre los
muertos,
Jesucristo, nuestro Señor,” (Rm
1, 3-4).
También en el himno cristológico
de Filipenses 2, se habla antes de Cristo en la condición de siervo y después,
a partir de la resurrección, de Cristo exaltado como Señor. El sujeto concreto,
también cuando define a Cristo como “imagen del Dios invisible” (Col 1, 15),
para Pablo es siempre el Cristo de la historia, también si la idea de la
preexistencia no está ausente en sus escritos.
Una mirada rápida hacia adelante
permite ver cómo serán acogidos y desarrollados estos pasajes paulinos de
Jesús, en las generaciones sub-apostólicas. Carne y Espíritu, que en el origen
indicaban dos fases udos tiempos de la vida de Cristo – antes y después de la
resurrección -, pasarán a indicar, ya en san Ignacio de Antioquía, los dos
nacimientos de Jesús, “de María y de Dios”, y finalmente las dos naturalezas de
Cristo. Escribe Tertuliano:
“El apóstol enseña aquí las dos
naturalezas de Cristo. Con las palabras ‘nacido de la estirpe de David según la
carne’, él diseña la humanidad; con las palabras ‘constituido Hijo de Dios
según el Espíritu’, él indica la divinidad”[1].
A este camino ascendente del
misterio de Cristo, se une, con Juan, un camino descendente. Podemos sintetizar
así las características de este segundo camino.
- primero, parte de la divinidad,
para llegar a la humanidad; el esquema está al revés: no más “carne –
Espíritu”, sino “Logos – carne”; no antes lo humano, lo visible, y después lo
divino y lo invisible, sino al contrario; Juan se coloca desde el punto de
vista del ser, no del manifestarse a nosotros de Cristo, y según el ser está
claro que la divinidad precede en él a la humanidad;
- segundo, es un camino que parte
de la unidad y alcanza una dualidad de elementos: Logos y carne, divinidad y
humanidad; en el lenguaje posterior: parte de las persona para alcanzar a las
naturalezas.
- tercero, la gran división, el
eje sobre el que gira todo, es la encarnación, no la resurrección o el misterio
pascual.
De Cristo, interesa más la
persona que la obra, el ser más que el actuar, comprendido el misterio pascual
de muerte y resurrección. Este último sirve esencialmente para revelar quién es
Jesús: “Cuando hayáis levantado al Hijo del Hombre, entonces conoceréis que Yo
Soy” (Jn 8, 28). La existencia ante el Padre es constantemente antepuesta a su
venida al mundo. Basta recordar las dos grandes afirmaciones del inicio del
cuarto Evangelio para mostrar la validez de esta reconstrucción resumida:
“Al principio existía la Palabra,
y la Palabra estaba junto a Dios,
y la Palabra era Dios […].
Y la Palabra se hizo carne
y habitó entre nosotros”.
Se trazan así dos raíles en los
que caminará toda la reflexión sucesiva de la Iglesia sobre Cristo. A pesar de
las diferencias, hay una afinidad profunda y una comunicabilidad recíproca
entre estos dos caminos, que se pueden recorrer en un sentido y en el otro.
Para ambos, Pablo y Juan, en Jesucristo hay un elemento divino y un elemento
humano, aún siendo el único sujeto. Para ambos él es el revelador y el redentor
universal,aunque Juan insiste más sobre el revelador y Pablo más sobre el
redentor. Para ambos, nuestra relación con Cristo está mediada y es posible por
el Espíritu Santo. Es creyendo en Cristo, dicen ambos, que se recibe al Espíritu
(Ga 3, 2; Jn 7, 39) y es recibiendo al Espíritu que se es capaz de creer en
Cristo (1 Co 12, 3; Jn 6, 63).
Apenas se pasa a la época
sucesiva, estos dos caminos tienden a consolidarse, dando lugar a dos modelos o
arquetipos, y finalmente, en los siglos IV y V, a dos escuelas cristológicas.
Las escuelas a las que me refiero son, una, la que por su mayor centro,
Alejandría en Egipto, se llama Alejandrina y la otra la que, por la ciudad de
Antioquía en Siria, es llamada Antioquena. La razón principal de su diferencia
no es, como se ha pensado a veces, que los unos, los alejandrinos, se inspiran
en Platón y los otros en Aristóteles, sino que los unos se inspiran
preferentemente en Juan y los otros en Pablo.
Ninguno de los seguidores de uno
u otro camino es consciente de elegir entre Pablo y Juan. Cada uno está seguro
de estar de la parte de ambos, y esto es verdad. Sin embargo, el hecho es que
las dos influencias son visibles y distinguibles, como dos ríos que, aún
fluyendo juntos, continúan distinguiéndose por el color diferente de sus aguas.
La diferencia entre las dos escuelas no es tanto que unos siguen a Pablo y
otros a Juan, sino que algunos interpretaron a Juan a la luz de Pablo y otros
interpretan a Pablo a la luz de Juan. La diferencia está en el esquema, o en la
perspectiva de fondo que se adopta para ilustrar el misterio de Cristo.
En el debate entre estas dos
escuelas, se puede decir que se han formado las líneas portadoras del dogma
cristológico. La síntesis entre las dos instancias sucede, como se sabe, en el
concilio ecuménico de Calcedonia en el 451, con la aportación determinante de
Occidente, representado por san León Magno. Aquí la verdad de fondo, llevada
adelante en Alejandría y reconocida en el concilio de Éfeso sobre la unidad de
la persona de Cristo, es conjugada con la instancia fundamental de los
antioquenos de la integra naturaleza humana de Cristo. Los dos caminos
tradicionales son ambos reconocidos como válidos, para permanecer abiertas la
una y la otra y comunicadas entre ellas.
La misma forma en la que se
formula la definición de Calcedonia implementa este principio. El misterio de
Cristo es formulado, en ella, dos veces y de dos formas distintas: primero, en
la forma juaniana y alejandrina, partiendo de la afirmación de la unidad y
alcanzando la afirmación de la distinción (“uno e idéntico Cristo, Señor e Hijo
unigénito, en dos naturalezas”); después, de la forma paulina y antioquena,
partiendo de la distinción de las naturalezas para alcanzar la afirmación de la
unidad (“salvando las propiedades de cada una, las dos naturalezas se combinan
para formar una sola persona e hipóstasis”). El mismo camino es recorrido
sucesivamente en dos sentidos.
2. El rostro de Cristo en Oriente
y Occidente
Nos preguntamos: ¿qué ha pasado
después de Calcedonia, con las dos vías o los dos modelos fundamentales
cristológicos elaborados por la Tradición? ¿Han desaparecido, nivelados, por la
definición dogmática? A nivel teológico, desde entonces ha habido ciertamente
una única fe en Cristo, común tanto en Oriente como en Occidente. San Juan
Damasceno en Oriente[2] y santo Tomás de Aquino en Occidente han construido
ambos su síntesis cristológica sobre Calcedonia. No ha habido, como sucedió con
la Trinidad y el Espíritu Santo, diferencias doctrinales significativas entre
la Ortodoxia y la Iglesia latina en la doctrina sobre Cristo.
Sin embargo, si ampliamos la
mirada a otros aspectos de la vida de la Iglesia más allá de la teología
dogmática, observamos que los dos modelos o arquetipos cristológicos de ningún
modo se han perdido. Se han conservado y han dejado su huella, el primero en la
espiritualidad ortodoxa y el segundo en la latina. En otras palabras, la
Iglesia oriental ha privilegiado al Cristo juaniano y alejandrino y con él la
centralidad de la encarnación, la divinidad de Cristo y la idea de la
divinización; la Iglesia occidental ha privilegiado al Cristo paulino y
antioqueno y con él la humanidad de Cristo y el misterio pascual.
No se trata evidentemente de una
división rígida. Las influencias se han entrelazado y varían de un autor a
otro, de una época a otra y de un ambiente a otro. Ambas Iglesias han creído –
y con razón – valorizar de forma conjunta tanto a Juan como a Pablo, a pesar de
que es admitido por todos que el Cristo de la tradición bizantina presenta
rasgos diferentes al de la tradición latina.
Observemos algunos hechos que
ponen de relieve esta diversidad, a partir del Cristo oriental. En el arte, la
imagen más característica del Cristo ortodoxo es el Pantocrátor, el Cristo
glorioso. Es el que la asamblea contempla frente a ella, en el ábside de las
grandes basílicas. Está claro que incluso el arte bizantino conoce al
crucificado, pero es también un crucificado con rasgos gloriosos y regios, donde
el realismo de la pasión ya está transfigurado por la luz de la resurrección.
Es por lo tanto el Cristo juaniano, para el que la cruz representa el momento
de la “exaltación” (Jn 12, 32).
Del misterio de Cristo, sigue
siendo colocado en primer plano el momento de la encarnación. Coherentemente,
la salvación se concibe como una divinización del hombre gracias al contacto
con la carne vivificante del Verbo. San Simeón el Nuevo Teólogo, por ejemplo,
dice en una oración suya a Cristo:
“Bajando de tu excelso santuario,
sin separarte del seno del Padre, encarnado y nacido de la Virgen María, ya
entonces me has remodelado y dado la vida, liberado de la culpa de nuestros
primeros padres y preparado para subir al cielo”[3].
Lo esencial ya ha sucedido con la
encarnación del Verbo. La idea de la divinización regresa al primer plano, por
el impulso de Gregorio Palamas y caracterizará “la cristología del último
Bizancio”[4]. ¿Es ignorado tal vez el misterio pascual? Al revés, todo el mundo
sabe la importancia excepcional que tiene la celebración de la Pascua en los
ortodoxos. Pero he aquí, de nuevo, un signo revelador: del misterio pascual, el
momento más valorado no es tanto el abajamiento cuanto la gloria; no es el
Viernes Santo, sino el Domingo de Resurrección. Desde todos los punto de vista,
prevalece la atención al Cristo glorioso y al Cristo “Dios”.
Estas características se
encuentran en el ideal de la santidad que predomina en esta espiritualidad. La
cumbre de la santidad se ve aquí en la transformación del santo en la imagen
del Cristo glorioso. En la vida de dos de los santos más típicos de la
Ortodoxia, san Simeón el Nuevo Teólogo y san Serafín de Sarov, nos encontramos
con el fenómeno místico de la conformación al Cristo luminoso del Tabor y de la
resurrección. El santo aparece casi transformado en luz.
Ahora demos un vistazo a algunos
aspectos de la espiritualidad occidental. San Agustín escribe que, de los tres
días que constituyen el Triduo Pascual, “el primer día, que significa la cruz,
transcurre en la presente vida; los que significan la sepultura y la
resurrección los vivimos en fe y en esperanza”[5]. Es decir: mientras estamos
en esta vida, el Cristo crucificado nos es más cercano e inmediato que el
resucitado.
De hecho, en el arte, la imagen
característica de Cristo, en Occidente, es el crucificado. Es el que sobresale
o se cuelga sobre el altar en las iglesias. La misma representación del
crucificado, en un cierto momento, se separa del modelo glorioso, regio, y
asume trazos realistas de verdadero dolor, e incluso espasmo. Es el crucificado
paulino, que en la cruz se convirtió en “pecado” y “maldición” para nosotros
(cf. Gal 3, 13).
Asume una gran relevancia, a
partir de san Bernardo y luego con el franciscanismo, la devoción y la atención
a la humanidad de Cristo y a los distintos “misterios” de su vida. La kénosis,
o abajamiento, de Cristo ocupa un lugar prominente y con él el misterio
pascual. En este contexto, encuentra su aplicación práctica el principio de la
“imitación de Cristo”, que había estado en el centro de la teología antioquena.
No en vano, el libro más famoso de espiritualidad, producido en la Edad Media
latina, será precisamente La imitación de Cristo. En contra de cualquier
intento de anular la humanidad de Cristo, para tender directamente a la unión
con Dios, santa Teresa de Ávila afirmará que no hay una etapa de la vida
espiritual en la que se puede prescindir de la humanidad de Cristo[6].
Los santos proporcionan, también
aquí, una especie de respuesta práctica. ¿Cuál es, en Occidente, el signo de
haber alcanzado la plenitud de la santidad? No es la conformación al Cristo
glorioso de la Transfiguración, sino la conformación al Crucificado. La
Ortodoxia no conoce casos de santos estigmatizados, mientras sí conoce, hemos
visto, casos de santos transfigurados.
La Reforma protestante, en cierto
modo, ha llevado al extremo algunos rasgos de este Cristo occidental, paulino,
y de su misterio pascual. Ha elevado la “teología de la cruz” como criterio de
toda teología, en controversia, a veces, con la “teología de la gloria”.
Kierkegaard llegará a afirmar que, en esta vida, no podemos conocer a Cristo,
si no en su abajamiento[7].
Es cierto que Lutero y los
protestantes, en oposición a los excesos medievales de la imitación de Cristo,
han afirmado que Cristo es ante todo un don que debe ser acogido con fe, más
que un modelo a seguir con la imitación. Pero, incluso en este caso, ¿qué
Cristo es visto como el “don” que debe ser acogido mediante la fe? No es el
Logos que desciende y se hace carne, sino el Cristo pascual paulino, el Cristo
“para mí”, no el Cristo “en sí mismo”.
Repito: cuidado con rigidizar
estas distinciones; se convertirían en falsas y no históricas. Por ejemplo, la
espiritualidad bizantina conoce todo un filón de santidad, llamado de los
“locos por Dios”, en el que la asimilación a Cristo en su kénosis, está
fuertemente acentuado. Con estas reservas, sin embargo, sigue habiendo una
diferencia de énfasis innegable. Oriente ha caminado preferentemente sobre la
vía inaugurada por Juan; Occidente sobre la inaugurada por Pablo. Pero ambos,
fieles a Calcedonia, han sido capaces de abrazar, con su mirada, también al
otro polo del misterio, manteniendo las dos vías comunicadas entre sí.
La gracia del momento presente es
que se comienza a percibir la diversidad como una riqueza y no más como una
amenaza. Un teólogo ortodoxo ha expresado este juicio: del Cristo latino,
tomado aisladamente, puede derivar una concepción demasiado histórica, terrena
y humana de la Iglesia, y del Cristo ortodoxo una concepción demasiado
escatológica, desencarnada y no suficientemente atenta a su tarea histórica.
Por ello concluía, “la auténtica catolicidad de la Iglesia no puede que
englobar sea al Oriente que al Occidente”[8].
No es necesario, por lo tanto,
eliminar o nivelar las diferencias que hemos indicado. Una vez reconocida la
legitimidad y el carácter bíblico de los dos diversos enfoques, lo que es
necesario es más bien el intercambio de dones, el respeto y la estima de la
tradición de los otros. Es como si Dios hubiera hecho dos llaves para acceder a
la plenitud del misterio cristiano y hubiera dado una a la cristiandad
oriental, y otra a aquella occidental, de tal manera que ninguna de las dos
pueda acceder a tal plenitud sin la otra.
En la ciudad de Colmar, en Alsacia,
existe un famoso tríptico de Matthias Grünewald. En este cuando las dos alas
del tríptico están cerradas, se ve representada la crucifixión; cuando están
abiertas se ve, en el lado opuesto, la resurrección. La crucifixión es de un
realismo impresionante: se ve a un Cristo espasmódico, con los dedos de las
manos y de los pies retorcidos y extendidos como las ramas de un árbol seco; el
cuerpo está como si hubiera sido arado, y tiene clavados espinas y clavos en
cada parte. Es uno de esos cuadros de Cristo de los cuales Dostoevskij decía
que, mirándolos durante mucho tiempo, “se puede incluso perder la fe”[9].
En la otra parte, el Resucitado
aparece, en aquella pintura, sumergido en una luz fulgurante que apenas deja
entrever los rasgos de un rostro humano. Si uno se detiene en este, corre el
riesgo si no de perder la fe, seguramente de perder la confianza, porque este
Cristo aparece lejos de su experiencia del dolor. Cuidado, por lo tanto, al
dividir este tríptico, o al observarlo solamente por un lado. Es un símbolo
eficaz de lo que debería suceder, a una escala más amplia, con el Cristo
ortodoxo y el Cristo occidental. Estos deben mantenerse juntos.
3. Unidos por el amor a Cristo
Hasta aquí hemos procedido en lo
indicado por los Padres y los testigos del pasado. Hemos recorrido, sobre todo,
la historia de las respectivas posiciones entorno a la persona de Cristo. Pero
no es esto lo que nos hará realmente progresar en la vía de la unidad; no será,
en otras palabras, la sustancial unidad doctrinal y de fe en Cristo, por
indispensable que sea; ¡será la unidad en el amor por Cristo! Lo que une en
profundidad a ortodoxos y católicos y que puede hacer pasar a un segundo plano
cada diferenciación, es un común, renovado amor por la persona de Jesús de
Nazaret. No pero el Jesús del dogma, de la teología y de las respectivas
tradiciones, sino Jesús resucitado y viviente hoy. El Jesús que es para
nosotros un “tú” y no un “él”. Para usar una distinción querida por un teólogo
ortodoxo contemporáneo, no el Jesús personaje, sino el Jesús persona[10].
En el cuerpo humano hay dos
pulmones, dos ojos, dos pies, dos manos (todas metáforas usadas con frecuencia
para describir las relaciones de sinergía entre Oriente y Occidente), ¡pero hay
un solo corazón! También el corazón de la Iglesia tiene un solo corazón y este
corazón tiene que ser el amor por Cristo. Escribe uno de los autores
espirituales más queridos, y no solo por la Ortodoxia, Nicolás Cabasilas:
“Al Salvador le ha sido ordenado
el amor humano desde el principio, como su modelo y fin, casi un cofre tan
grande y ancho que es capaz de acoger a Dios. (…). El deseo del alma va
únicamente al Cristo. Aquí que es el lugar de su reposo, porque él solo es el
bien, la verdad, y todo lo que inspira el amor (eros)”[11].
Igualmente, en toda la
espiritualidad monástica occidental, ha resonado la máxima de san Benito: “No
anteponer absolutamente nada al amor por Cristo”[12]. Esto no significa
restringir al horizonte del amor cristiano de Dios a Cristo; sino amar a Dios
en la manera en la cual él quiere ser amado. No se trata de un amor mediado,
casi por un poder, por el cual quien ama a Jesús “es como si” amara al Padre.
No, Jesús es un mediador inmediato; amando a él se ama, ipso facto, también al
Padre, porque él es “una cosa sola con el Padre” (Jn 10, 30). El cristiano
puede, con todo derecho, aplicar a Cristo resucitado y vivo en el Espíritu, lo
que Pablo decía de Dios a los atenienses: “En él vivimos, nos movemos y
existimos” (Hch 17, 28).
Ya que estamos en el Año de la
Vida Consagrada, querría dedicar a esta un pensamiento particular. Me permito
de retomar a propósito algunas reflexiones que hacía, hace algún tiempo atrás,
en esta misma sede, comentando la encíclica de Benedicto XVI “Deus caritas
est”. En ella el entonces Sumo Pontífice afirma que amor de donación y amor de
búsqueda, ágape y eros (este último entendido en su sentido noble, no en el
vulgar) son dos componentes inseparables en el amor de Dios por nosotros y de
nuestro amor a Dios. En este reconocimiento, Oriente se ha adelantado a
Occidente[13], que ha permanecido por mucho tiempo prisionero de la tesis
contraria, es decir sobre la incompatibilidad entre ágape y eros[14].
El amor sufre aún, en este campo,
de una nefasta separación, no solo en la mentalidad del mundo secularizado,
sino también en el lado opuesto, entre los creyentes y en particular entre las
almas consagradas. En el mundo encontramos, muchas veces, un eros sin ágape;
entre los creyentes muchas veces un ágape sin eros. El eros sin ágape es un
amor romántico, a menudo pasional, hasta la violencia. Un amor de conquista que
reduce fatalmente al otro en objeto del propio placer e ignora toda dimensión
de sacrificio, de fidelidad y de donación de sí, en otras palabras el ágape.
El ágape sin eros nos parece como
un “amor frío”, un amar “con la cabeza”, sin participación de todo el ser, más
por imposición de la voluntad que por impulso íntimo del corazón. Un ajustarse
a un molde preconstituido, en lugar de crear uno propio e irrepetible, como
irrepetible es todo ser humano ante Dios. Los actos de amor dirigidos a Dios se
parecen, en este caso, a aquellos de ciertos enamorados inexpertos que escriben
a la amada cartas copiadas de un prontuario.
El amor verdadero e integral es
como una perla escondida dentro las dos valvas de una concha que son eros y
ágape. No se pueden separar estas dos dimensiones del amor sin destruirlo. Así
se presenta el amor de Dios hacia nosotros, revelado por la Biblia. Este no es
solo perdón, misericordia, donación de sí; es también pasión, deseo, celos; no
es solo amor paterno y materno, sino también esponsal. Dios nos desea, parece
casi que no pueda vivir sin nosotros. Así quiere Cristo que sea también el amor
de los consagrados por él.
La belleza y la plenitud de la
vida consagrada depende de la calidad de nuestro amor por Cristo. Sólo éste es
capaz de defender de los bandazos del corazón. Jesús es el hombre perfecto; en
él se encuentran, en un grado infinitamente superior, todas esas cualidades y
atenciones que un hombre busca en una mujer y una mujer en un hombre. El voto
de castidad no consiste en la renuncia a casarse, sino en preferir un tipo de
esponsalicio a otro, en casarse con “el más bello entre los hijos del hombre”.
“Casto – escribe san Juan Clímaco – es aquel que expulsa al eros con el
eros”[15], el amor de un hombre o de una mujer con el amor de Cristo.
Concluyamos escuchando el himno
más antiguo a Cristo, conocido fuera de la Biblia, todavía en uso en las
vísperas de liturgia ortodoxa, y en las liturgias católica, anglicana y
luterana. Se utiliza en el momento de encender las luces vespertinos y por lo
tanto se llama “lucernario”:
¡Oh luz
gozosa de la santa gloria del Padre inmortal,
Celeste, santo, bienaventurado, Jesucristo!
Al llegar al
ocaso del sol y, viendo la luz vespertina,
alabamos a
Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Es digno
cantarte en todo tiempo con voces armoniosas,
[7] Cfr. Kierkegaard, El ejercicio del cristianismo I-II
(en Obras, editado por C. Fabro, Florencia 1972, pp.703 s.)
[8] P. B. Vasiliadis, en Ver a Dios. Encuentro entre
Oriente y Occidente, EDB, Bolonia 1994, p.97.
[9] F. Dostoevskij, El idiota II, 4 (Garzanti, Milán
1982, I, p.269).
[10] J. D. Zizioulas, Du personnage à la personne, en
L’etre ecclesial, Ginebra 1981, pp.23-56.
[11] N. Cabasilas, La vida en Cristo, II, 9 (PG 88,
560-561).
[12] Regla de S. Benito, 4 Prólogo.
[13] P. Evdokimov, La Ortodoxia, Bolonia 1965, p.161.
[14] Anders Nygren, Eros y ágape, Gütersloh 1937 (ed.
ital. Bolonia, Il Mulino, 1971).
[15] San Juan Clímaco, La escalera del Paraíso, XV, 98
(PG 88, 880).
P. Raniero Cantalamessa, de la
Orden de los Frailes Menores Capuchinos, nació en Colli del Tronto (AP) el 22
de julio del año 1934. Ordenado sacerdote en el año 1958, se doctoró en
Teología en Friburgo (Suiza), y en Letras clásicas en la Universidad Católica
de Milán.
En el año 1979 abandonó la
docencia para dedicarse a tiempo completo al ministerio de la Palabra. Juan
Pablo II lo nombró Predicador de la Casa Pontificia en el año 1980 y Benedicto
XVI lo confirmó en dicho cargo en 2005. En calidad de predicador dirige cada
semana, en Adviento y en Cuaresma, una meditación en presencia del Papa, de los
cardenales, obispos, prelados y superiores generales de órdenes religiosos. Se
le llama a hablar en muchos países del mundo, a menudo también por hermanos de
otras denominaciones cristianas.
Desde el año 1994 hasta el
2010, cada sábado por la tarde tuvo en la cadena de televisión pública italiana
«Rai Uno» el programa de explicación del evangelio del domingo «Las razones de
la esperanza».
El día 18 de Julio 2013 él ha
sido confirmado por el papa Francisco en su papel de Predicador de la Casa
Pontificia.
Segunda Predicación del P. Raniero Cantalamessa para la
Cuaresma 2015
Fue ante la presencia de S. S. Francisco el ultimo viernes en el Vaticano
P. Raniero Cantalamessa, OFMCap.
Segunda meditación para la Cuaresma
Oriente y occidente frente al misterio de la Trinidad
Viernes 6 de marzo de 2015
1. Poner en común lo que nos une
La reciente visita del papa Francisco en Turquía, que
terminó con un encuentro con el patriarca ortodoxo Bartolomé, y sobre todo su
exhortación a compartir plenamente la fe común del Oriente cristiano y el
Occidente latino, me han convencido de la utilidad de usar las meditaciones
cuaresmales de este año para satisfacer este deseo del Papa, que es también el
de toda la cristiandad.
Este deseo de compartir no es nuevo. El Concilio Vaticano
II, en la Unitatis redintegratio, instó a una consideración especial de las
Iglesias orientales y sus riquezas (UR, 14). San Juan Pablo II, en su carta
apostólica Orientale lumen de 1995, escribió:
“Dado que creemos que la venerable y antigua tradición de
las Iglesias Orientales forma parte integrante del patrimonio de la Iglesia de
Cristo, la primera necesidad que tienen los católicos consiste en conocerla
para poderse alimentar de ella y favorecer, cada uno en la medida de sus
posibilidades, el proceso de la unidad”1.
El mismo santo Pontífice ha formulado un principio que
creo que es fundamental para el camino de la unidad: “la puesta en común de
tantas cosas que nos unen y que son ciertamente más que las que nos separan”2.
La Ortodoxia y la Iglesia católica comparten la misma fe en la Trinidad; en la
Encarnación del Verbo; en Jesucristo, que es verdadero Dios y verdadero hombre
en una persona, que murió y resucitó por nuestra salvación, que nos ha dado el
Espíritu Santo; creemos que la Iglesia es su cuerpo animado por el Espíritu
Santo; que la Eucaristía es “fuente y culmen de la vida cristiana”; que María
es la Theotokos, la Madre de Dios; que tenemos como destino la vida eterna.
¿Qué puede ser más importante que esto? Las diferencias intervienen en la
manera de entender y explicar algunos de estos misterios, así que son
secundarias, no primarias.
En el pasado, las relaciones entre la teología oriental y
la teología latina estuvieron marcadas por un notable tinte apologético y
polémico. Se insistía sobre todo (en los últimos tiempos, tal vez con un tono
más irenista) en lo que distingue y que cada uno creía tener diferente y más
correcto que el otro. Es hora de invertir esta tendencia y dejar de insistir
obsesivamente en las diferencias (a menudo basadas en una forzadura, si no en
una deformación, del pensamiento del otro) y en su lugar juntar lo que tenemos
en común y nos une en una única fe. Lo exige perentoriamente el deber común de
proclamar la fe en un mundo profundamente cambiado, con preguntas e intereses
distintos de los de la época en la que nacieron las diferencias, y que, en su
gran mayoría, ya no entiende el sentido de muchas de nuestras finas
distinciones y está a años luz de distancia de ellas.
Hasta el momento, en un esfuerzo por promover la unidad
entre los cristianos, se impuso una línea que puede formularse como: “resolver
primero las diferencias, y luego compartir lo que tenemos en común”; la línea
que prevalece cada vez más en los ambientes ecuménicos es: “compartir lo que
tenemos en común y luego resolver, con paciencia y respeto mutuo, las
diferencias”.
El resultado más sorprendente de este cambio de
perspectiva es que las mismas diferencias doctrinales reales, en lugar de
parecernos un “error”, o una “herejía” del otro, comienzan a parecernos cada
vez más a menudo como compatibles con nuestra propia posición y, a menudo,
incluso como un necesario correctivo y enriquecimiento de la misma. Se ha
tenido un ejemplo concreto, en otro frente, con el acuerdo de 1999 entre la
Iglesia católica y la Federación Mundial de las Iglesias luteranas, respecto a
la justificación por la fe.
Un sabio pensador pagano del siglo IV, Quinto Aurelio
Símaco, recordaba una verdad que adquiere todo su valor cuando se aplica a las
relaciones entre las diferentes teologías de Oriente y Occidente: “Uno itinere
non potest perveniri ad tam grande secretum”3: “no se puede llegar a un
misterio tan grande por uno solo camino”. En estas meditaciones trataremos de
mostrar no sólo la necesidad, sino también la belleza y la alegría de
encontrarnos en la cumbre para contemplar la misma maravillosa vista de la fe
cristiana, aunque se haya alcanzado por vertientes diferentes.
Los grandes misterios de la fe, en los que vamos a tratar
de verificar el acuerdo de fondo, a pesar de la diversidad de las dos
tradiciones, son el misterio de la Trinidad, la persona de Cristo, el Espíritu
Santo, la doctrina de la salvación. Dos pulmones, una única respiración: esta
será la convicción que nos guiará en nuestro viaje de reconocimiento. El papa
Francisco habla en este sentido de “diferencias reconciliadas”: no silenciadas
o banalizadas, sino reconciliadas. Tratándose de simples predicaciones
cuaresmales, es evidente que tocaré estos problemas complejos sin ninguna
pretensión de exhaustividad, con una intención y una orientación práctica, más
que especulativa.
Me dispongo a esta empresa con mucha humildad y casi de
puntillas, sabiendo lo difícil que es despojarse de su propias categorías, para
asumir las de los demás. Me consuela el hecho de que los Padres griegos, junto
con los latinos, han sido durante años mi pan de cada día de estudio y muchos
autores ortodoxos posteriores (Simeón el Nuevo Teólogo, Cabasilas, la
Philokalia, Serafín de Sarov) han sido mi constante fuente de inspiración en el
ministerio de la predicación, por no hablar de los iconos que son las únicas
imágenes ante las cuales puedo rezar.
2. Unidad y trinidad de Dios
Comenzamos nuestro ascenso afrontando el misterio de la
Trinidad, es decir a partir de la montaña más alta, el Everest de la fe4. En
los primeros tres siglos de vida de la Iglesia, a medida que se iba
explicitando la doctrina de la Trinidad, los cristianos se vieron expuestos a
la misma acusación que ellos habían dirigido a los paganos: la de creer en más
de una divinidad, de ser también ellos politeístas. Por eso el credo de los cristianos
que, en todas sus distintas redacciones, durante tres siglos comenzaba con las
palabras “Creo en Dios” (Credo in Deum), a partir del siglo IV, registra un
pequeño, pero significativo añadido que ya no será omitido después: “Creo en un
solo Dios” (Credo in unum Deum).
No es necesario rehacer aquí el camino que llevó a este
resultado, podemos sin duda iniciar por la conclusión. Hacia el final del IV
siglo se concluye la transformación del monoteísmo del Antiguo Testamento en el
monoteísmo trinitario de los cristianos. Los latinos expresaban los dos
aspectos del misterio con la fórmula “una sustancia y tres personas”, los
griegos con la fórmula “tres hipostásis, una sola sustancia”. Después de un
acalorado debate, el proceso se concluyó aparentemente con un acuerdo total
entre las dos teologías: “¿Se puede concebir – exclamaba san Gregorio
Nazianzeno – un acuerdo más pleno y decir más absolutamente que así la misma
cosa, aún si con palabras distintas?”5.
Una diferencia, en realidad, permanecía entre las dos
formas de expresar el misterio. Hoy en día es habitual expresarla así: los
griegos y los latinos, en la consideración de la Trinidad, se mueven por lados
opuestos; los griegos parten de las personas divinas, es decir, de la
pluralidad, para alcanzar la unidad de naturaleza; los latinos, viceversa;
parten de la unidad de la naturaleza divina, para alcanzar las tres personas.
“El latino, ha escrito un historiador francés del dogma, considera la
personalidad como una forma de la naturaleza; el griego considera la naturaleza
como el contenido de la persona”6.
Yo creo que la diferencia se puede expresar también de
otra forma. Ambos, latinos y griegos, parten de la unidad de Dios; sea el
símbolo griego que el latino comienzan diciendo: “Creo en un solo Dios”.
Solamente que esta unidad para los latinos es concebida aún como impersonal o
pre-personal; es la esencia de Dios que se especifica después en Padre, Hijo y
Espíritu santo, sin, naturalmente, ser pensada como preexistente a las
personas. En la teología latina, el tratado “De Deo uno”, sobre Dios uno,
siempre ha precedido el tratado “De Deo trino”, es decir sobre la Trinidad.
Para los griegos, sin embargo, se trata de una unidad ya
personalizada, porque para ellos “la unidad es el Padre, del cual y hacia el
cual se cuentan las otras personas”7. El primer artículo del credo de los
griegos dice también “Creo en un solo Dios Padre omnipotente”, pero “Padre
omnipotente” aquí no está separado de “un solo Dios”, como en el credo latino,
sino que hace un todo uno con ello. La coma no está después de la palabra
“Dios”, sino después de la palabra “omnipotente”. El sentido es: “Creo en un
solo Dios que es el Padre omnipotente”. La unidad de las tres personas divinas
es dada por ellos, del hecho de que el Hijo está perfectamente
(sustancialmente) “unido” al Padre, como lo está también el Espíritu Santo al
Hijo” 8.
Uno y otro modo de acercarse al misterio es legítimo,
pero hoy se tiende cada vez más a preferir el modelo griego, en el que la
unidad en Dios no es separable de la trinidad, sino que forma un único misterio
y proviene de un único acto. En pobres palabras humanas, podemos decir lo que
sigue. El Padre es la fuente, el origen absoluto del movimiento del amor. El
Hijo no puede existir como Hijo si no recibe del Padre todo lo que es. “Es por
causa del Padre – por el hecho de que el Padre existe – que existen también el
Hijo y el Espíritu”, escribe Damasceno9.
El Padre es el único, también en el ámbito de la
Trinidad, absolutamente el único, que no necesita ser amado para poder amar.
Solo en el Padre se realiza la perfecta ecuación: ser es amar; para las otras
personas divinas, ser es ser amado.
El Padre es relación eterna de amor y no existe fuera de
esta relación. No se puede, por tanto, concebir al Padre en primer lugar como
el ser supremo y sucesivamente reconocer en él una eterna relación de amor. Se
debe hablar del Padre, como eterno acto de amor. El Dios único de los
cristianos es por tanto el Padre; pero no concebido separadamente (¿cómo puede
llamarse “padre”, si no porque tiene un hijo?), sino como el Padre siempre en
acto de generar al Hijo y donarse a él con un amor infinito que les une a ambos
y que es el Espíritu Santo. Unidad y trinidad de Dios surgen eternamente de un
único acto y son un único misterio.
He dicho que hoy muchos, también en occidente, tienden a
preferir el modelo griego (y yo mismo estoy entre estos); sin embargo debemos
enseguida añadir que esto no significa renegar la aportación de la teología
latina. Si, de hecho, la teología griega ha dado, por así decir, el esquema y
la actitud justa para hablar de la Trinidad, el pensamiento latino le ha
asegurado, con Agustín, el contenido de fondo y el alma, que es el amor.
Él funda su discurso de la Trinidad sobre la definición
“Dios es amor” (1 Jn 4, 16), y ve en el Espíritu Santo el amor mutuo entre el
Padre y el Hijo, según la tríada amante, amado, amor, que sus seguidores
medievales explicitaron e hicieron casi canónica10. Sobre ella el teólogo
Heribert Mühlen ha fundado recientemente su concepción del Espíritu Santo como
el “Nosotros” divino, la koinonia personificada entre el Padre y el Hijo en la
Trinidad, y, de forma distintas, entre todos los bautizados en la Iglesia11.
El primero de los orientales en valorar esta contribución
de la teología latina fue san Gregorio Palamas que, en el siglo XIV, conoció
finalmente en persona el tratado sobre la Trinidad de san Agustín. Escribió:
“El Espíritu del altísimo Verbo es como el amor inefable
del Padre por su Verbo, generado de forma inefable; amor que este mismo Verbo e
Hijo predilecto del Padre tiene, a su vez, por el Padre, en cuanto que posee al
Espíritu que junto a él proviene del Padre y que descansa en él, en cuanto a él
connatural”12.
La apertura de Palamas es retomada hoy, en otro contexto,
por un conocido teólogo ortodoxo actual, cuando escribe: “La Expresión ‘Dios es
amor’ significa que Dios ‘existe’ en cuanto Trinidad, como ‘persona’ y no como
sustancia. El amor no es una consecuencia o una ‘propiedad’ de la sustancia
divina… sino lo que constituye su sustancia”13. Me parece una explicación
compatible con la definición que santo Tomás de Aquino, sobre la estela de
Agustín, da de las personas divinas como “relaciones subsistentes”14.
La diferencia y la complementariedad de las dos teologías
no se limita sin embargo solo a la forma de concebir el ser y las relaciones
internas a la Trinidad. Aún con alguna excepción (entre los latinos, la de
Agustín), es evidente que los griegos están más interesados a la Trinidad
inmanente, fuera del tiempo, mientras los latinos están más interesados en la
Trinidad económica, es decir como ésta se ha revelado en la historia de la
salvación. Los unos según el genio propio, están más interesados en el ser y en
la ontología, y los otros al manifestarse, es decir, a la historia. En esta
luz, se comprende la costumbre de los latinos de iniciar el discurso sobre Dios
con el tratado “Sobre Dios uno”, en vez de “Sobre Dios trino” y se entienden
también los motivos que hay de mantener esta tradición, como riqueza para
todos. En la historia de la salvación de hecho – lo veremos enseguida – la
revelación del Dios uno ha precedido la del Dios trino.
El signo más evidente de esta diferencia de actitud son
las dos formas distintas de representar la Trinidad en la iconología griega y
en el arte occidental. El icono canónico de la ortodoxia, que tiene como su
cumbre en Rublev, representa la Trinidad con las figuras de tres ángeles
iguales y distintos, ubicados en torno a una mesa. Todo emana una paz y unidad
sobrehumana. La historia de la salvación no es ignorada, como demuestra la
referencia al episodio de Abrahán que acoge a los tres huéspedes, y la mesa
eucarística entorno a la cual los tres están sentados, pero ésta permanece en
el fondo.
En el arte occidental, desde la Edad Media en adelante,
la Trinidad es representada de otra forma. Se ve al Padre que con los brazos
extendidos toma los dos extremos de la cruz y, entre el rostro del Padre y el
de Crucificado, asoma una paloma que representa el Espíritu Santo. Los ejemplos
más conocidos son la Trinidad de Masaccio en Santa María Novella en Florencia y
la de Dürer en el museo de Viena, pero se encuentran otros innumerables
ejemplos, a nivel tanto popular como artístico. El Greco representa el Padre
que rige en su seno el Hijo Jesús depuesto de la cruz bajo la paloma del
Espíritu. Es la Trinidad como se ha revelado a nosotros en la historia de la
salvación que tiene su vértice en la cruz de Cristo.
3. Dos caminos para mantener abiertos
Hagamos ahora un paso hacia adelante y busquemos la
manera de ver cómo la fe cristiana tiene necesidad de tener abiertos y
recorribles ambos caminos al misterio trinitario hasta aquí delineado. Dicho de
manera esquemática. La Iglesia necesita acoger en plenitud el enfoque de la
Ortodoxia a la Trinidad en su vida interior, o sea en la oración, en la
contemplación, en la liturgia, en la mística: tiene necesidad de tener presente
el enfoque latino en su misión evangelizadora ad extra.
No hay necesidad de demostrar el primer punto. A
propósito, basta acoger con alegría y reconocimiento el riquísimo patrimonio de
espiritualidad que viene de la tradición griega y bizantina y que varios
teólogos ortodoxos, en tiempos recientes, han defendido y hecho accesible al
público occidental15. Un texto de san Basilio expresa bien la orientación de
fondo de la visión ortodoxa:
“El camino del conocimiento de Dios procede del único
Espíritu, a través del único Hijo hasta el único Padre; inversamente, la bondad
natural, la santificación según la propia naturaleza, la dignidad real se
difunden del Padre, por medio del Unigénito, hasta el Espíritu”16.
En otras palabras, en el plano del ser o de la salida de
las criaturas de Dios, todo parte del Padre, pasa por el Hijo y llega a
nosotros en el Espíritu; en el orden del conocimiento o del regreso de las
criaturas a Dios, todo comienza con el Espíritu Santo, pasa por el Hijo
Jesucristo y vuelve al Padre. La perspectiva es siempre la trinitaria.
Explico en cambio por qué es necesario, hoy más que
nunca, sea en Oriente que en Occidente, conocer y practicar también el enfoque
latino del misterio de Dios uno y trino. San Gregorio Nazianzeno, en un texto
famoso sintetiza así el proceso que ha llevado a la fe en la trinidad:
“El Antiguo Testamento anunció de manera explícita del
Padre, mientras la existencia del Hijo fue anunciada de una manera más obscura.
El Nuevo Testamento manifestó la existencia del Hijo, mientras hizo entrever la
naturaleza divina del Espíritu Santo. Ahora el Espíritu está presente en medio
de nosotros y nos concede de manera más indistinta la propia manifestación. No
hubiera sido conveniente, cuando aún no era confesada la divinidad del Padre,
proclamar abiertamente la del Hijo, ni habría sido seguro ponerse encima el
peso de la divinidad del Espíritu Santo cuando no había sido aceptada la del
hijo”17.
La misma pedagogía divina la vemos actuada por Jesús. Él
dice a los apóstoles que no les puede revelar todo lo que sabe de sí mismo y
del Padre suyo, porque ellos no habrían sido “capaces de cargar el peso” (Jn
16, 12).
Ahora, es verdad que nosotros vivimos en el tiempo en el
cual la Trinidad se ha plenamente revelado y que por lo tanto tenemos que vivir
constantemente bajo esta “luz trisolar”, como la llaman algunos Padres
antiguos, sin perdernos en la contemplación de un Dios “ser supremo”, más cerca
al Dios de los filósofos que a aquel revelado por Jesús. Pero ¿qué decir del
mundo no creyente, secularizado que nos circunda y que de todos modos tienen
que ser nuevamente evangelizado? ¿No está éste en las mismas condiciones del
mundo antes de la venida de Cristo? ¿No tenemos que usar hacia él la misma
pedagogía que Dios ha usado con la humanidad entera al revelarse?
Por lo tanto también nosotros tenemos que ayudar a
nuestros contemporáneos a descubrir, antes de todo que Dios existe, que nos ha
creado por amor, que es un padre bueno y se ha revelado a nosotros en la
persona de Jesús. ¿Podemos honestamente comenzar nuestra evangelización
hablando de las tres personas divinas? ¿No sería también esto, para usar la
imagen de san Gregorio, poner en las espaldas de la gente un peso que no es
capaz de soportar?
Hay que notar una cosa importante: El Padre que, según
Gregorio Nazianzeno, se ha revelado primero en el Antiguo Testamento, no es aún
“el Padre nuestro del Señor Jesucristo”, o sea un padre verdadero de un hijo
verdadero; no es el Dios Padre de la Trinidad; esta revelación se realiza
solamente con Jesús. Es aún el padre en sentido metafórico, en el sentido de
“padre de su pueblo Israel” y, para los paganos, “padre del cosmos”, “padre
celeste”. También para san Gregorio por lo tanto, la revelación sobre Dios ha
comenzado con el “Dios uno”.
Hay un sentido por el cual la palabra “Dios” puede y
tiene que ser usada para designar lo que las tres personas divinas tienen en
común, o sea toda la Trinidad 18, sea con la Escritura que con los Padres
antiguos, entendemos este elemento común como “naturaleza”, sustancia, o
esencia (2 Pe 1, 4: “participantes de la divina naturaleza”, theia physis); sea
como lo propone Johannes Zizioulas, lo entendemos como “ser en comunión”19.
La Iglesia tiene que encontrar el modo de anunciar el
misterio de Dios uno y trino con categorías apropiadas y comprensibles a los
hombres del propio tiempo. Así lo hicieron los padres de la Iglesia y los
concilios antiguos, y es en esto, sobre todo, que consiste la fidelidad a
ellos. Es difícil pensar que se pueda presentar a los hombres de hoy el
misterio trinitario en los mismos términos de sustancia, hipóstasis, propiedad
y relación subsistente, aunque la Iglesia no podrá nunca renunciar a usarlos en
el ámbito de su teología y en los ámbitos de profundización de la fe.
Si hay algo en el lenguaje antiguo de los Padres, que la
experiencia del anuncio demuestra que aún es capaz de ayudar a los hombres de
hoy, si no a explicar al menos para que se hagan una idea de la Trinidad, esto
es justamente el de Agustín que hace perno sobre el amor. El amor es por si
mismo, comunión y relación; no existe amor excepto que entre dos o más
personas. Cada amor es el movimiento de un ser hacia otro ser, acompañado por
el deseo de unión. Entre las criaturas humanas esta unión es siempre incompleta
y transitoria, aun en los amores más ardientes: solamente entre las personas
divinas la unión se realiza en un modo de tal manera total que de los Tres,
hace eternamente un solo Dios. Este es un lenguaje que también el hombre de hoy
está en condiciones de entender.
4. Unidos en la adoración de la Trinidad
San Agustín nos sugiere la mejor manera para concluir
esta reconstrucción de las dos vías de enfoque hacia el misterio de la
Santísima Trinidad. Cuando se quiere cruzar un brazo de mar, dice, la cosa más
importante no es quedarse en la costa y agudizar la vista para ver lo que hay
en la orilla opuesta, sino subir a la barca que los lleva a aquella orilla. Así
para nosotros la cosa más importante no es especular sobre la Trinidad, sino
quedarnos en la fe de la Iglesia que es la barca que lleva a ella20.Nosotros no
podemos abrazar el océano, pero sí podemos entrar en él; por más esfuerzos que
hagamos no podemos abrazar con nuestra mente el misterio de la Trinidad, aunque
podemos hacer algo más bello aún: ¡entrar en él!
Hay un punto en el que nos encontramos unidos y
concordes, sin ninguna diferenciación entre Oriente y Occidente, y es el deber
y la alegría de adorar a la Trinidad. Solamente en la adoración practicamos
realmente, no solamente con palabras pero también en los hechos, el apofatismo,
o sea aquella regla de humilde restricción al hablar de Dios, de decir no
diciendo. Adorar a la Trinidad, según un espléndido oxímoron de san Gregorio
Nazianzeno, es elevar a ella un “himno de silencio”21. Adorar es reconocer a
Dios como Dios, y a nosotros mismos como criaturas de Dios. Es “reconocer la
infinita diferencia cualitativa entre el Creador y la criatura”22;reconocerla
sin embargo libremente, con alegría, como hijos y no como esclavos. Adorar dice
el apóstol, es “liberar la verdad prisionera de la injusticia del mundo”(cfr.
Rm 1, 18).
Concluyamos recitando juntos la doxología, que desde la
más remota antigüedad, se eleva idéntica a la Trinidad, desde Oriente y desde
Occidente: “Gloria al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo, como era en el
principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén”.
Fuentes:
1 Orientale lumen, n. 1
2 Tertio millennio adveniente, n. 16.
3 Q. A. Symmacus, Relatio de arae Victoriae, III,10, en
“Monumenta Germaniae Historica”, Auctores antiquissimi Bd.6/1, rist. 1984.
4 Para una revisión crítica de las diferentes teologías
de la Trinidad existentes hoy en las diversas Iglesias cristianas, cfr.
Veli-Matti Kärkkäinen, The Trinity: Global Perspectives, Louisville, Kentucky,
2007.
13 J. D. Zizioulas, Du personnage à la personne, in
L’être ecclésial, Genève 1981, p. 38.
14 Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q.29, a. 4.
15 Cfr. V Lossky, La teología mística de la Iglesia de
Oriente, Bolonia 1967 (ed. original Théologie mystique de l’Eglise d’Orient,
París 1944; P. Evdokimov, La Ortodoxia, Bolonia 1965 (ed. original
L’Orthodoxie, París 1959); J. Meyendorff,La teología Bizantina, Marietti 1984
(ed. original Byzantine Theology, Nueva York 1974).
16 Basilio de Cesarea, De Spiritu Sancto XVIII, 47 (PG 32
, 153).
P. Raniero Cantalamessa, de la
Orden de los Frailes Menores Capuchinos, nació en Colli del Tronto (AP) el 22
de julio del año 1934. Ordenado sacerdote en el año 1958, se doctoró en
Teología en Friburgo (Suiza), y en Letras clásicas en la Universidad Católica
de Milán.
En el año 1979 abandonó la
docencia para dedicarse a tiempo completo al ministerio de la Palabra. Juan
Pablo II lo nombró Predicador de la Casa Pontificia en el año 1980 y Benedicto
XVI lo confirmó en dicho cargo en 2005. En calidad de predicador dirige cada
semana, en Adviento y en Cuaresma, una meditación en presencia del Papa, de los
cardenales, obispos, prelados y superiores generales de órdenes religiosos. Se
le llama a hablar en muchos países del mundo, a menudo también por hermanos de
otras denominaciones cristianas.
Desde el año 1994 hasta el
2010, cada sábado por la tarde tuvo en la cadena de televisión pública italiana
«Rai Uno» el programa de explicación del evangelio del domingo «Las razones de
la esperanza».
El día 18 de Julio 2013 el ha
sido confirmado por el papa Francisco en su papel de Predicador de la Casa
Pontificia.