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martes, 3 de febrero de 2015

Adoración Eucarística para la Santificación de los Sacerdotes - Obispo Ketteler


Adoración Eucarística para la Santificación de los Sacerdotes y la maternidad espiritual - Mi sacerdocio y una desconocida, El barón Wilhelm Emmanuel Ketteler, Obispo (1811-1877)

Todos nosotros debemos lo que somos y nuestra vocación, a las oraciones y a los sacrificios ajenos. En el caso del conocido obispo Ketteler, un personaje excelente del episcopado alemán del ochocientos y una de las figuras de relieve entre los fundadores de la sociología católica, la bienhechora fue una religiosa conversa, la última y la más pobre religiosa de su convento.


En 1869 se encontraron juntos un obispo de una diócesis de Alemania y un huésped suyo, el obispo Ketteler de Münster. Durante la conversación, el obispo diocesano subrayaba las múltiples obras benéficas de su huésped. Pero el obispo Ketteler explicaba a su interlocutor: “Todo lo que con la ayuda de Dios alcancé, se lo debo a la oración y al sacrificio de una persona que no conozco. Puedo decir solamente que alguien ofreció su vida a Dios en sacrificio por mí y a esto debo el hecho de ser sacerdote”. Y continuó: “En un primer momento no me sentía destinado al sacerdocio. Había realizado mis exámenes de habilitación a la abogacía y apuntaba a hacer carrera cuanto antes para obtener en el mundo un lugar importante y tener honores, consideración y dinero. Pero un acontecimiento extraordinario me lo impidió y dirigió mi vida en otra dirección.

Una tarde, mientras me encontraba solo en mi habitación, me entregué a mis sueños ambiciosos y a los planes para el futuro. No sé qué me sucedió, si estaba despierto o dormido: ¿Lo que veía era la realidad o se trataba de un sueño? Una cosa sé: vi lo que fue luego la causa de la transformación de mi vida. Con neta claridad, Cristo estaba sobre mí en una nube de luz y me mostraba su Sagrado Corazón. Delante de Él se encontraba una religiosa arrodillada que levantaba las manos en posición de imploración. De la boca de Jesús escuché las siguientes palabras: ‘¡Ella reza incesantemente por ti!’. Veía claramente la figura del orante, su fisonomía se imprimió tan fuertemente en mí que todavía hoy la tengo delante de mis ojos. Ella me parecía una simple conversa. Su vestido era pobre y ordinario, sus manos enrojecidas y callosas por el trabajo pesado. Cualquier cosa haya sido, un sueño o no, para mí fue extraordinario porque quedé impresionado profundamente; desde aquel momento decidí consagrarme completamente a Dios en el servicio sacerdotal.

Me aparté en un monasterio para los ejercicios espirituales y hablé de todo esto con mi confesor. Inicié los estudios de teología a treinta años. Todo el resto usted ya lo conoce. Si ahora usted piensa que algo bueno ocurre a través mío, sepa de quien es el verdadero mérito: de aquella religiosa que rezó por mí, quizás sin conocerme. Estoy convencido que por mi alguien rezó y reza todavía en secreto, y que sin aquella oración no podría alcanzar la meta que Dios me ha destinado”. “¿Sabe quién es que reza por usted y dónde?”, preguntó el obispo diocesano. “No, puedo sólo cotidianamente pedir a Dios que la bendiga, si  todavía vive, y que devuelva mil veces lo que hizo por mí”.
                                     

LA HERMANA DEL ESTABLO

Al día siguiente, el obispo Ketteler fue a visitar un convento de religiosas en una ciudad cercana y celebró para ellas la Santa Misa en la capilla. Casi al final de la distribución de la Santísima Comunión, llegando a la última fila, su mirada se fijó en una religiosa. Su rostro palideció, él quedó inmóvil, luego se recuperó y dio la Comunión a la religiosa que nada había notado y estaba devotamente de rodillas. Después concluyó serenamente la liturgia.

Al desayuno llegó también al convento el obispo diocesano del día anterior. El obispo Ketteler pidió a la madre superiora de presentarle a todas las religiosas, que llegaron en poco tiempo. Los dos obispos se acercaron y Ketteler las saludaba observándolas, pero parecía claramente no encontrar lo que buscaba. En voz baja se dirige a la madre superiora: “¿Estas son todas las religiosas?”. Ella, mirando al grupo, respondió: “¡Excelencia, las hice llamar a todas, pero efectivamente falta una!”. “¿Por qué no vino?”. La madre respondió: “Ella se ocupa del establo, y lo hace de un modo tan ejemplar que en su celo a veces se olvida las otras cosas”. “Deseo conocer a esta religiosa”, dijo el obispo. Después de poco tiempo, llegó la religiosa. Él palideció de nuevo y después de haber dirigido algunas palabras a todas las religiosas, pidió permanecer sólo con ella.

“¿Usted me conoce?”, preguntó. “¡Excelencia, yo no lo he visto nunca!”. “¿Pero usted rezó y ofreció buenas obras por mí?”, quería saber Ketteler. “No soy consciente de ello, porque no sabía de la existencia de Vuestra Gracia”. El obispo permaneció algunos instantes inmóvil y en silencio, luego continuó con otras preguntas. “¿Cuáles son las devociones que más ama y que practica con más frecuencia?”. “La veneración al Sagrado Corazón”, contestó la religiosa. “¡Parece que usted tiene el trabajo más pesado en el convento!”, continuó. “¡Ay no, Vuestra Gracia! Ciertamente no puedo desconocer que a veces me repugna”. “¿Entonces qué hace cuando está agobiada por la tentación?”. “Tomé la costumbre de afrontar por amor a Dios, con alegría y celo, todas las tareas que me cuestan mucho y después las ofrezco por un alma del mundo. Será el buen Dios quien elegirá a quien dar Su gracia, yo no lo quiero saber. También ofrezco la hora de adoración de la noche, desde las veinte a las veintiuno, por esta intención”. “¿Cómo le surgió la idea de ofrecer todo esto por un alma?”. “Es una costumbre que ya tenía cuando todavía vivía en el mundo. En la escuela el párroco nos enseñó que se debería rezar por los demás como se hace por los propios parientes. Además añadía: ‘Sería necesario rezar mucho por los que corren el peligro de perderse por la eternidad. Pero como sólo Dios sabe quién tiene mayor necesidad, lo mejor sería ofrecer las oraciones al Sagrado Corazón de Jesús, confiando en su sabiduría y omnisciencia’. Así hice, y siempre pensé que Dios encuentra el alma justa”.


DÍA DEL CUMPLEAÑOS Y DÍA DE LA CONVERSIÓN

“¿Cuántos años tiene?”, le preguntó Ketteler. “Treinta y tres años, Excelencia”. El obispo, perturbado, se interrumpió por un instante, luego preguntó: “¿Cuándo nació?”. La religiosa refirió el día de su nacimiento. El obispo entonces hizo una exclamación: ¡Se trataba precisamente del día de su conversión! Él la había visto exactamente así, delante de sí como se encontraba en aquel momento. “¿Usted no sabe si sus oraciones y sus sacrificios tuvieron éxito?”. “No, Vuestra Gracia”. “¿Y no lo quiere saber?”. “El buen Dios sabe que cuando se hace algo bueno, esto es suficiente”, fue la simple respuesta. El obispo estaba muy impresionado: “¡Por amor a Dios, entonces continúe con esta obra!”.

La religiosa se arrodilló frente a él y le pidió su bendición. El obispo levantó solemnemente las manos y con profunda conmoción dijo: “Con mis poderes episcopales, bendigo su alma, sus manos y el trabajo que cumplen, bendigo sus oraciones y sus sacrificios, su dominio de sí y su obediencia. La bendigo especialmente para su última hora y ruego a Dios que la asista con su consuelo”. “Amén”, respondió serena la religiosa y se alejó.


UNA ENSEÑANZA PARA TODA LA VIDA

El obispo se sintió turbado profundamente, se acercó a la ventana  para mirar afuera, tratando de recobrar su equilibrio. Más tarde se despidió de la madre superiora para regresar a la casa de su amigo y hermano. A él le confió: “Ahora encontré a quien debo mi vocación. Es la última y la más pobre conversa del convento. Nunca podré suficientemente dar gracias a Dios por su misericordia, porque aquella religiosa reza por mí desde casi veinte años. Pero Dios en antelación había acogido su oración y también había previsto que el día de su nacimiento coincidiera con el de mi conversión; sucesivamente Dios acogió las oraciones y las obras buenas de aquella religiosa. 


¡Cuál enseñanza y admonición para mí! Si un día tuviera la tentación de jactarme por eventuales éxitos y por mis obras delante de los hombres, debería tener presente que todo me proviene de la gracia de la oración y del sacrificio de una pobre sierva del establo de un convento. Y si un trabajo insignificante me parece de poco valor, tengo que reflexionar que lo que aquella sierva, con obediencia humilde hacia Dios, hace y ofrece en sacrificio con dominio de sí tiene un tal valor delante a Dios, a tal punto que sus obras han creado un obispo para la Iglesia!”.

...


Tomado de Congregatio Pro Clericis
www.cleus.org



domingo, 11 de septiembre de 2011

Benedicto XVI clausura XXV Congreso Eucaristico - Ancona 2011



¿ A DONDE IREMOS ?
RV- Reunidos de todo el país, en Ancona, los católicos italianos han celebrado el domingo 11 de setiembre la clausura del 25° Congreso Eucarístico Nacional, con el tema: “Eucaristía para la vida cotidiana” y bajo el lema “Señor, a quién iremos”. Este lema es parte de la respuesta Pedro, cuando muchos abandonan a Jesús después de su discurso sobre la Eucaristía, y Jesús les pregunta: "¿También Uds. quieren irse?”.

El Santo Padre Benedicto XVI reflexionó largamente sobre lo que Jesús Eucaristía comporta para nuestra vida cotidiana, desde la ilusión que ofrecen las ideologías, al trato que tenemos con los otros.

HOMILIA:
RV- Queridos hermanos y hermanas

Seis años atrás, el primer viaje apostólico de mí pontificado me condujo a Bari, para el 24° Congreso Eucarístico Nacional. Hoy he venido a concluir solemnemente el 25°, aquí en Ancona. Agradezco al Señor por estos intensos momentos eclesiales que refuerzan nuestro amor a la Eucaristía y ¡nos ven unidos entorno a la Eucaristía! Bari y Ancona, dos ciudades junto al mar Adriático; dos ciudades ricas de historia y de vida cristiana; dos ciudades abiertas al Oriente, a su cultura y a su espiritualidad; dos ciudades que los temas de los Congresos Eucarísticos han contribuido a acercar: en Bari hemos hecho memoria de cómo “sin el Domingo no podemos vivir”; hoy nuestro reencontrarnos es bajo el lema: “Eucaristía para la vida cotidiana”.

Antes de ofrecerles cualquier pensamiento, quisiera agradecerles esta coral participación: en ustedes abrazo espiritualmente a toda la Iglesia en Italia. Dirijo un saludo agradecido al Presidente de la Conferencia Episcopal, el Cardenal Angelo Bagnasco, por las cordiales palabras que me dirigió también en nombre de todos Uds.; a mi Delegado para este Congreso, Cardenal Giovanni Battista Re; al Arzobispo de Ancona-Osimo, Mons. Edoardo Menichelli, a los Obispos de la Metropolía, de las Marcas y a todos aquellos venidos de numerosa partes del País. Junto con ellos, saludo a los sacerdotes, los diáconos, los consagrados y las consagradas, y a los fieles laicos, entre los cuales veo muchas familias y jóvenes. Mi gratitud se dirige también a las Autoridades civiles y militares y a cuantos, de diversos modos han contribuido al buen éxito de este evento.

“¡Esta palabra es dura! ¿Quién puede escucharla?” (Jn. 6,60). Frente al discurso de Jesús sobre el pan de vida, en la Sinagoga de Cafarnaun, la reacción de los discípulos, muchos de los cuales abandonaron a Jesús, no esta muy alejada de nuestras resistencias frente al don total que Él hizo de si mismo. Porque recibir verdaderamente este don quiere decir perderse a sí mismos, dejarse involucrar y transformar, hasta llegar a vivir de Él, como nos ha recordado el apóstol Pablo en la segunda lectura: “Si vivimos, vivimos para el Señor, si morimos, morimos para el Señor. Sea que vivamos, sea que muramos, somos del Señor” (Rm. 14,8).

“¡Esta palabra es dura!”; es dura porque muy seguido confundimos la libertad con la ausencia de vínculos, con la convicción de poder hacer por nosotros mismos, sin Dios, visto como un límite a la libertad. Es ésta una ilusión que no tarda en volverse desilusión, generando inquietud y miedo y llevando, paradojalmente, a añorar las cadenas del pasado: “Ojala hubiéramos muerto a manos del Señor en Egipto…” decían los hebreos en el desierto (Es 16,3), como hemos escuchado. En realidad, sólo en la apertura a Dios, en la acogida de su don, llegamos a ser verdaderamente libres, libres de la esclavitud del pecado que desfigura el rostro del hombre, y capaces de servir al verdadero bien de los hermanos.

“¡Esta palabra es dura!”; es dura porque el hombre cae muchas veces en la ilusión de poder transformar las piedras en pan”. Después de haber puesto aparte a Dios, o haberlo tolerado como una elección privada que no debe interferir en la vida publica, ciertas ideologías han apuntado a organizar la ciudad con la fuerza del poder y de la economía. La historia nos demuestra, dramáticamente, cómo el objetivo de asegurar a todos desarrollo, bienestar material y paz, prescindiendo de Dios y de su revelación, termina siendo un dar a los hombres piedras en lugar de pan. El pan, queridos hermanos y hermanas, es “fruto del trabajo del hombre”, y en esta verdad se encierra toda la responsabilidad confiada a nuestras manos y a nuestro ingenio; pero el pan es también, y primero aún, “fruto de la tierra”, que recibe de lo alto el sol y la lluvia: es don para pedir, que nos quita toda soberbia y nos hace invocar con la confianza de los humildes: “Padre (…), danos hoy nuestro pan de cada día” (Mt. 6,11).

El hombre es incapaz de darse a sí mismo la vida, el se comprende solo a partir de Dios: es la relación con Él la que le da consistencia a nuestra humanidad y hace buena y justa nuestra vida. En el Padre nuestro pedimos que sea santificado Su nombre, que venga Su reino, que se cumpla Su voluntad. Es sobre todo el primado de Dios que debemos recuperar en nuestro mundo y en nuestra vida, porque es este primado el que nos permite reencontrar la verdad de lo que somos, y es en el conocer y el seguir la volutad de Dios que encontramos nuestro verdadero bien. Dar tiempo y espacio a Dios, para que sea el centro vital de nuestra existencia.

¿De dónde partir, como de la fuente, para recuperar y reafirmar el primado de Dios? De la Eucaristía: aquí Dios se hace así cercano de modo que es nuestro alimento, aquí Él se hace fuerza en el camino a menudo difícil, que se hace presencia amiga que transforma. Ya la Ley dada por medio de Moisés era considerada como “pan del cielo”, gracias a la cual Israel se convierte en el pueblo de Dios, pero en Jesús la palabra última y definitiva de Dios se hace carne, nos viene al encuentro como Persona. Él, Palabra eterna, es el verdadero mana, es el pan de la vida (cfr Gv 6,32-35) y cumplir la obra de Dios es creer en Él (cfr Gv 6,28-29). En la Última Cena Jesús resume toda su existencia en un gesto que se inscribe en la gran bendición pascual de Dios, gesto que Él como Hijo vive como acción de gracias al Padre por su inmenso amor. Jesús parte el pan y lo comparte, pero con una profundidad nueva, porque Él se dona a sí mismo. Toma el cáliz y lo comparte para que todos puedan beber, pero con este gesto Él dona la “nueva alianza en su sangre”, se dona a sí mismo. Jesús anticipa el acto de amor supremo, en obediencia a la voluntad del Padre: el sacrificio de la Cruz. La vida le será quitada en la Cruz, pero ya ahora Él la ofrece por sí mismo. Así la muerte de Cristo no se reduce a una ejecución violenta, es transformada por Él en un libre acto de amor, de auto-donación, que atraviesa victoriosamente la misma muerte y ratifica la bondad de la creación que salió de las manos de Dios, humillada por el pecado y finalmente redimida. Este inmenso don es accesible para nosotros en el Sacramento de la Eucaristía: Dios se dona a nosotros, para abrir nuestra existencia a Él, para involucrarla en el misterio de amor de la Cruz, para hacerla partícipe del misterio eterno del que provenimos y para anticipar la nueva condición de la vida plena en Dios, en la espera de la cual vivimos.

Pero ¿qué cosa comporta para nuestra vida cotidiana este partir de la Eucaristía para reafirmar el primado de Dios? La comunión eucarística, queridos amigos, nos arranca de nuestro individualismo, nos comunica el espíritu de Cristo muerto y resucitado, nos conforma a Él; nos une íntimamente a los hermanos en este misterio de comunión que es la Iglesia, donde el único Pan hace de muchos un solo cuerpo (cfr 1 Cor 10,17), realizando la oración de la comunidad cristiana desde los orígenes referida en el libro de la Didajé: “Como este pan partido estaba esparcido en las colinas y recogido llega a ser una cosa sola, así tu Iglesia, desde los confines de la tierra viene reunida en tu Reino” (IX, 4). La Eucaristía sostiene y transforma la entera vida cotidiana. Come recordaba en mi primera Encíclica, “En la comunión eucarística está contenido el ser amados y el amar a su vez a los otros”, por esto “una Eucaristía que no se traduzca en amor concretamente practicado es en sí misma fragmentada” (Deus caritas est, 14).

La bi milenaria historia de la Iglesia está iluminada de santos y santas, cuya existencia es signo elocuente de cómo propiamente de la comunión con el Señor, de la Eucaristía nace una nueva e intensa asunción de responsabilidad a todos los niveles de la vida comunitaria, nace entonces un desarrollo social positivo, que cuyo centro es la persona, especialmente aquella pobre, enferma o necesitada. Nutrirse de Cristo es el camino para no permanecer extraños o indiferentes a la suerte de los hermanos, para entrar en la misma lógica de amor y de donación del sacrificio de la Cruz; quien sabe arrodillarse delante de la Eucaristía, quien recibe el cuerpo del Señor no puede no estar atento, en la trama ordinaria de los días, a las situaciones indignas del hombre, y sabe inclinarse en primera persona sobre el necesitado, sabe partir el propio pan con el hambriento, compartir el agua con el sediento, vestir al que esta desnudo, visitar al enfermo y al encarcelado (cfr Mt 25,34-36). En cada persona sabrá ver al mismo Señor que no ha dudado en darse a sí mismo por nosotros y por nuestra salvación. Una espiritualidad eucarística, ahora, es verdadero antídoto al individualismo y al egoísmo que tantas veces caracterizan la vida cotidiana, lleva al redescubrimiento de la gratuidad, de la centralidad de las relaciones, a partir de la familia, con particular atención a aliviar las heridas de aquellas disgregadas. Una espiritualidad eucarística es el alma de una comunidad eclesial que supera las divisiones y contraposiciones y valoriza la diversidad de los carismas y ministerios, poniéndolos al servicio de la unidad de la Iglesia, de su vitalidad y de su misión. Una espiritualidad eucarística es camino para restituir dignidad a los días del hombre y, por tanto, a su trabajo, en la búsqueda de su conciliación con los tiempos de fiesta y de la familia, en el empeño de superar la incertidumbre de la precariedad del trabajo y el problema de la desocupación. Una espiritualidad eucarística nos ayudará también a acercarnos a las diversas formas de fragilidad humana, concientes de que ella no ofusca el valor de la persona, pero requiere proximidad, acogida y ayuda. Del Pan de la vida tomará vigor una renovada capacidad educativa, atenta a testimoniar los valores fundamentales de la existencia, del saber, del patrimonio espiritual y cultural; su vitalidad nos hará habitar la ciudad de los hombres con disponibilidad para gastarse en el horizonte del bien común por la construcción de una sociedad más justa y fraterna.

Queridos amigos, regresemos de esta tierra marquigiana con la fuerza de la Eucaristía en una constante ósmosis entre el misterio que celebramos y los ámbitos de nuestro cotidiano. No hay nada auténticamente humano que no encuentre en la Eucaristía la forma adecuada para ser vivido en plenitud: la vida cotidiana llegue a ser entonces lugar de culto espiritual, para vivir en todas las circunstancias el primado de Dios, al interno de la relación con Cristo y como ofrenda al Padre (cfr Esort. ap. postsin. Sacramentum caritatis, 71). Sí, “no de solo pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4): nosotros vivimos de la obediencia a esta palabra, que es pan vivo, hasta el punto de entregarse, como Pedro, con la inteligencia del amor: “Señor, ¿a quien iremos? Tú tienes palabras de vida eterna y nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Santo de Dios” (Gv 6,68-69).

Como la Virgen María, seamos también nosotros “regazo” disponible para ofrecer a Jesús al hombre de nuestro tiempo, despertando el deseo profundo de esta salvación que viene solamente de Él. Buen camino, con Cristo Pan de vida, a toda la Iglesia de Italia!

Ancona, Domingo 11 de septiembre 2011
Traducción del italiano, jesuita Guillermo Ortiz – RV
http://www.radiovaticana.org/SPA/Articolo.asp?c=519635


martes, 28 de junio de 2011

XXV Congresso Eucaristico Nazionale - Ancona


XXV Congresso Eucaristico Nazionale
"Signore, da chi andremo?"




Dal 3 all'11 settembre 2011, data del XXV Congresso Eucaristico nazionale, Ancona sarà la capitale religiosa e spirituale del Paese.
Per la celebrazione del sacramento dell'Amore di Cristo, il Comitato organizzatore ha scelto di meditare sul capitolo 6 del Vangelo di Giovanni. Il miracolo della moltiplicazione dei pani è il segno del vero nutrimento spirituale che Gesù è venuto a donare ai suoi e al mondo.



L'evento
L'evento richiamerà almeno 250 mila fedeli provenienti da tutta Italia e rappresentanze dei Paesi che si affacciano sull'Adriatico. Oltre al capoluogo, il Congresso coinvolgerà le altre diocesi della metropolia di Ancona (Fabriano, Jesi, Loreto e Senigallia).
Il Congresso prevede un percorso di avvicinamento, iniziato il 10 dicembre scorso, che sta coinvolgendo tutte le Marche, attraverso convegni e mostre. All'inizio di marzo, ad Ancona, ci sarà il Convegno Ecumenico Nazionale, seguito da almeno 15 eventi importanti sui temi della fragilità, affettività, lavoro, tradizione e cittadinanza, che si svolgeranno anche a Fermo e che, proprio nel 2011, avranno il loro culmine.




Logo
Il logo della manifestazione è rappresentato da un cerchio formato con il titolo dell’evento che racchiude il duomo di San Ciriaco, i pesci, il mare, il sole e la terra.




http://www.congressoeucaristico.it/congresso_eucaristico_nazionale/00001494_CEN.html