Pizarro, el próvido fundador
de Lima
Francisco Pizarro, hombre rudo
y cruel, “iletrado prudente”, codicioso de oro y de honra, empecinado,
religioso y audaz.
Hace 481 años, cuando
Francisco Pizarro y parte de su hueste realizaron la solemne ceremonia para fundar
la Ciudad de los Reyes, la hazañosa espada del capitán de Trujillo de
Extremadura estaba trazando también, simbólicamente, al igual que en la isla
del Gallo, una nueva línea divisoria, esta vez en su propia andadura. Desde ese
momento, el conquistador se transformaba definitivamente no solo en fundador,
sino además el guerrero en gobernante. A Pizarro, en adelante, solo le
interesaría construir una ciudad que fuera digna capital de la Nueva Castilla,
su opulenta y vasta gobernación. Para él, había llegado la hora del sosiego.
Al respecto, el cronista
Agustín de Zárate dice: Pizarro “hizo unas muy buenas casas en la Ciudad de los
Reyes y en el río della [sic] dejó dos paradas de molinos, en cuyo edificio
empleaba todos los ratos que tenía desocupados, dando industria a los maestros
que los hacían [...]. Puso gran diligencia en hacer la iglesia mayor de la
Ciudad de los Reyes y los monasterios de Santo Domingo y La Merced, dándoles
indios para su sustentación y para reparo de los edificios”.
Así, la ciudad trazada a
cordel como un damero y dividida en solares comenzó a crecer. Su Plaza Mayor,
grande, vacía y polvorienta, fue el punto de reunión para los vecinos, estantes
y moradores de la naciente villa. Allí acudían con armas y caballos los vecinos
si había algún peligro; también era recorrida por las procesiones religiosas.
En ella se instaló el mercado y hasta hubo, en horas de regocijo, lances
taurinos.
El destructor de un imperio se
volvió, por designio de la Providencia, en el artífice de una ciudad llamada a
convertirse, durante más de dos siglos, en la más importante de América del Sur
y cuya historia siempre estuvo rodeada de admiración, no pocas veces teñida de
leyenda, aunque también desde horas tempranas tuvo sañudos detractores. A esta
tarea constructora Pizarro dedicó por entero los pocos años de vida que le
restaban antes de su trágica muerte el 26 de junio de 1541.
Hombre rudo y cruel, “iletrado
prudente”, codicioso de oro y de honra, empecinado, religioso y audaz, Pizarro
reunió en su persona las luces y las sombras que eran propias del carácter de
los ganadores del Nuevo Mundo. Injusto y antihistórico sería cargar las tintas
sobre sus defectos o errores y no reconocer sus virtudes y aciertos. Actuar a
la inversa, resultaría igualmente absurdo.
Pizarro amó profundamente a
Lima y en su testamento insiste, premonitoriamente, que sus restos, sean cuales
fueren las circunstancias de su muerte, debían reposar en esta capital. Hernán
Cortés, el único capitán que puede emularlo en la conquista de Hispanoamérica,
no mostró mayor apego por la Ciudad de México, fundada sobre la inmensa
Tenochtitlán. En el codicilo que dicta ya agonizante, dispone que sus albaceas
elijan el lugar donde debía ser sepultado. Pizarro muere en Lima, con la espada
en la mano, luchando contra los almagristas. Cortés fallece en Castilleja de la
Cuesta, cerca de Sevilla, víctima de la disentería. A Pizarro lo debemos
recordar objetivamente, reconociendo sus calidades de forjador de un país nuevo
y mestizo: el Perú, heredero espiritual y material de dos patrimonios
imperiales.
Ilustración: Víctor Aguilar.
Pròvido: Que provee o da lo
necesario o más de lo necesario.
Primer escudo de Lima