Soledad ¿?
A menudo nos sentimos solos. Invadidos por ese regusto
agridulce de saber que hay algo muy dentro que nadie puede llenar. Que llega la
noche, cierras los ojos y -aunque compartas la cama- se impone siempre un
instante último en el que solo estas tú.
Y es que hay una «soledad temida». Es la soledad de sentir
la indecisión, el miedo a decirte las verdades, el desengaño, la incomprensión
de quien te importa, el abandono de los tuyos. Ese vacío que te haría cambiarlo
todo por una caricia.
Pero también hay una «soledad querida». La soledad que
buscas, necesitas y persigues. La de tu cuarto en silencio, cuando conectas con
lo profundo de ti. La de aquella montaña entre la bruma, que te invita de nuevo
a soñar. La del último banco de esa iglesia, pequeña y oscura, en la que brilla
callada una vela que te lanza a esperar.
Soledades que vienen o que buscas. Pero que son parte de la
vida, sin más. Soledades que Dios -«que trabaja y labora por mí en todas las
cosas»- puede ser capaz de llenar.
(Ejercicios Espirituales, 236).
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