HOMILÍA – II DOMINGO DE CUARESMA
«La Transfiguración»
(Lc 9, 28-36)
– 21 Feb 2016
La hora de la pasión se acercaba
y en ese momento, tan crucial para Jesús y sus discípulos, el Padre va a decir
su palabra y revelar quién es realmente Jesús. Tanto Jesús como los suyos, para
poder enfrentar el drama de la pasión, necesitan la luz que es el mismo Dios, y
que de Él proviene; luz que proclamamos hoy en el Salmo responsorial:
“El Señor
es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?” (Sal 27,1).
¿Qué ocurrió en la
transfiguración? Los discípulos, de forma inesperada, vieron que se les
revelaba una indescriptible dimensión oculta de Jesús. Su persona apareció
brillante, resplandeciente, fulgurante. Y no encontraron palabras para expresar
lo que allí experimentaron, sólo atinaron a decir que, “mientras Jesús oraba,
cambió el aspecto de su rostro y sus vestidos se volvieron de un blanco
resplandeciente. El encuentro con Dios lo transfigura y hace que se manifieste
al exterior la más honda verdad de su persona: Jesús es el Hijo amado del
Padre. El encuentro con Dios desborda la persona y se manifiesta de forma
luminosa.
Aquella experiencia sirvió, pues,
para resaltar la verdadera identidad de Jesús: fue una revelación de su gloria,
del resplandor de su ser divino. Al mismo tiempo, los apóstoles ven que la Ley,
representada en la figura de Moisés allí presente, quedaba superada en la nueva
alianza de Dios con los hombres, que el Hijo de Dios venía a establecer, y que
todo lo anunciado por los profetas, allí representados por Elías, hallaba su
cumplimiento pleno en Jesús.
Esta manifestación de la gloria
divina en la persona de Jesús es muy diferente a las manifestaciones de Dios
(teofanías) del Antiguo Testamento, que acontecían también en el monte, en la nube,
en la luz… En ellas, Dios aparecía bajo la forma o con signos humanos, aquí, en
cambio, es la naturaleza humana de Jesús la que aparece a la luz de Dios. Ya no
es Dios que desciende, sino la humanidad que asciende y participa de la gloria
de Dios.
Al mismo tiempo, la
transfiguración sirvió para fortalecer la fe de los seguidores de Jesús,
representados en los tres discípulos más cercanos a Jesús; son los mismos tres
que “tomará consigo” en el momento dramático de su agonía en el huerto de los
olivos (Mc 14,32-43). Ellos, los que serán testigos de aquella angustia mortal
que le hará sudar gotas de sangre, son ahora también testigos de una vivencia
deslumbrante: la vivencia de su gloria de Hijo único del Padre, lleno de gracia
y de verdad (Jn 1,14).
Más tarde, a la luz de la
resurrección, comprenderán que aquel Jesús que vieron clavado en una cruz era
el mismo Jesús que habían visto en el monte revestido de luz y reconocido por
el mismo Dios como su Hijo elegido. La gloria que entonces vieron en su rostro
transfigurado, será la gloria que, brillando con todo su esplendor, convertirá
la cruz en el trono del Resucitado, desde el cual como Señor ensalzado juzga al
mundo.
Hubo un momento en que Jesús
comprendió con toda claridad que su obra salvadora no podía desarrollarse por
métodos espectaculares sino por el camino de la cruz. Jesús libremente, en
obediencia al Padre, identificó su misión redentora con la del Siervo de Dios,
manso y humilde de corazón, que ama tanto a sus hermanos hasta sufrir con ellos
y por ellos, y dar su vida por su salvación.
Los discípulos entendieron esto
después de la Pascua cuando, junto con reconocer que el Crucificado era el
Señor glorioso de la transfiguración, comprendieron también que lo
extraordinario de su tarea –que el discípulo está llamado a continuar– consiste
en la aceptación de lo ordinario, de la realidad muchas veces dura y dolorosa,
que es donde se libra la lucha entre la fe y la increencia, la luz y la
oscuridad, la vida y la muerte.
Pedro siente la tentación de quedarse
en lo extraordinario, en el monte de la transfiguración, y no seguir adelante
en el camino que lleva a Jerusalén, al monte del calvario. Quiere prolongar la
visión y prolongar el gozo, por eso su propuesta ingenua y egoísta: Maestro,
¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres chozas…Pero, comenta Lucas, Pedro no sabía
lo que decía.
En efecto, lo decisivo para Jesús
y para el discípulo no se limita a lo que acontece en el monte, sino que debe
prolongarse a lo que sucede después en la vida de cada día, que es donde uno ha
de demostrar su fidelidad al camino trazado y al cumplimiento de la voluntad
divina. No podemos esperar que nuestra vocación cristiana se acredite por medio
de gestos extraordinarios y vistosos; su grandeza reside en el testimonio
continuo que damos de una vida entregada, a través de la cual acogemos y
correspondemos a la gracia que el Señor nos da aquí y ahora en nuestra vida
normal. Así lo hizo Jesús y así lo fueron entendiendo sus primeros testigos.
El tiempo de Cuaresma que estamos
viviendo es tiempo propicio para subir con el Señor al monte, lugar de
encuentro con Dios. Subir al monte con el Señor es darle un espacio real a Dios
en nuestra vida. Como los grandes creyentes de todos los tiempos, desde Abraham
y Moisés, el encuentro con Dios transformará nuestra vida. Contemplar a Cristo
nos hace, como dice san Pablo, reflejar como en un espejo la gloria del Señor y
a transformarnos en esa imagen cada vez más gloriosa (2 Cor 3,7-16); nuestra
vida se transfigura, podemos decir.
Jesús, que en ningún momento
dejaba de estar en unión con Dios su Padre, se reservaba tiempos especiales
para tratar con Él. Su ejemplo nos mueve a preguntarnos si sabemos nosotros
también reservarnos tiempos y espacios para entrar en lo profundo de nosotros
mismos, conocer el sentido de nuestra vida y dejarnos encontrar por Dios.
Contemplar a Jesús orando en el monte con sus apóstoles nos hace revisar en
esta Cuaresma qué lugar le asignamos a Dios en nuestra vida, qué importancia le
damos a la oración en el conjunto de nuestras actividades.
P. Carlos Cardó, SJ
Párroco
PARROQUIA NUESTRA SEÑORA DE FÁTIMA
Foto: Basílica de la Transfiguración- Monte Tabor
Monte Tabor