Francisco: ‘Los consagrados
deben ser signo concreto de la cercanía de Dios’
El Santo Padre, en la clausura
del Año de la Vida Consagrada, recuerda que Jesús no nos ha salvado “desde el
exterior”, no se ha quedado fuera de nuestro drama, sino que ha querido
compartir nuestra vida
Los consagrados y las
consagradas están llamados sobre todo a ser hombres y mujeres del encuentro. De
hecho, las vocaciones no son un proyecto nuestro pensado “en la mesa”, sino una
gracia del Señor que nos alcanza, a través de un encuentro que cambia la vida.
Así lo ha asegurado el papa Francisco esta tarde en la misa celebrada en la basílica de San Pedro,
con motivo de la conclusión del Año de la Vida Consagrada. Han participado a la
eucaristía, miembros de los Institutos de vida consagrada y de las Sociedades
de vida apostólica, reunidos en Roma en ocasión del Jubileo de la Vida Consagrada.
Se ha iniciado con la bendición de las velas y una procesión mientras la
Basílica permanecía a oscuras. Después se encendieron las luces y comenzó la
eucaristía.
El Santo Padre ha asegurado
que quien encuentra verdaderamente a Jesús no puede quedarse igual que antes.
“Él es la novedad que hace nuevas todas las cosas. Quien vive este encuentro se
convierte en testigo y vuelve posible el encuentro a los demás; y se hace
también promotor de la cultura del encuentro, evitando la autorreferencialidad que
nos deja cerrados en nosotros mismos”.
Al inicio de su homilía, el
Santo Padre ha asegurado que en esta festividad tenemos delante de nuestros
ojos un hecho sencillo, humilde y grande: Jesús es presentado en el templo de
Jerusalén por María y José.
Este Niño –ha precisado– nos
ha traído la misericordia y la ternura de Dios, porque Jesús es el rostro de la
Misericordia del Padre. Y este es el símbolo que hoy el Evangelio nos ofrece al
finalizar el Año de la Vida Consagrada, que “como un río, ahora desemboca en el
mar de la misericordia, en este inmenso misterio de amor que estamos
experimentando con el Jubileo extraordinario”.
Y en este Niño nacido para
todos–ha explicado el Papa– se encuentran el pasado, hecho de memoria y de
promesa, y el futuro, lleno de esperanza.
Por otro lado, haciendo
referencia al pasaje de la Carta a los Hebreos, el Pontífice ha explicado que
Jesús no nos ha salvado “desde el exterior”, no se ha quedado fuera de nuestro
drama, sino que ha querido compartir nuestra vida.
El Papa ha insistido en que
los consagradas y consagrados están llamados a ser “signo concreto y profético
de esta cercanía de Dios, de este compartir con la condición de fragilidad, de
pecado y de heridas del hombre de nuestro tiempo”.
Retomando el pasaje del Evangelio,
ha explicado que Jesús y María custodian el estupor por este encuentro lleno de
luz y de esperanza para todos los pueblos. “Y también nosotros, como cristianos
y como personas consagradas, somos guardianes de este estupor”. Un estupor –ha
precisado– que pide una renovación constante, y ha advertido sobre el peligro
de “acostumbrarnos en la vida
espiritual” y de “cristalizar nuestros carismas en una doctrina abstracta”.
Tal y como ha observado, los
carismas de los fundadores no son para ser encerrados en una botella, no son
piezas de museo. Nuestros fundadores –ha aclarado–han sido movidos por el
Espíritu y no han tenido miedo de ensuciarse las manos con la vida cotidiana,
con los problemas de la gente, recorriendo con valentía las periferias geográficas
y existenciales. Es más, “no se han detenido delante de los obstáculos y las
incomprensiones de los otros, porque han mantenido en el corazón el estupor por
el encuentro con Cristo”. No han domesticado –ha señalado– la gracia del
Evangelio, han tenido siempre en el corazón una sana inquietud por el Señor.
Finalmente, el Santo Padre ha
reconocido que en la fiesta de este día aprendemos a “vivir la gratitud por el
encuentro con Jesús y por el don de la vocación a la vida consagrada”. Esta es
una palabra, ha asegurado, que puede sintetizar todo lo que hemos vivido en
este Año de la Vida Consagrada: “gratitud por el don del Espíritu Santo, que
siempre anima a la Iglesia a través de los distintos carismas”.
Para concluir su homilía ha
deseado que el Señor Jesús pueda, por la materna intercesión de María, crecer
en nosotros, y aumentar en cada uno el deseo del encuentro, la custodia del
estupor y la alegría de la gratitud. “Entonces otros se verán atraídos por su
luz y podrán encontrar la misericordia del Padre”, ha indicado.
Al concluir la eucarística, el
Santo Padre ha salido a la plaza de San Pedro para dirigir unas palabras de
forma improvisada a los fieles que han seguido desde allí la celebración “con
algo de frío”, tal y como él mismo ha comentado. Pero –ha asegurado– el corazón arde. Les he
dado las gracias “por terminar así, todos juntos, este Año de la Vida Consagrada”.
El Papa les ha asegurado que
“cada uno de nosotros tiene un sitio, un trabajo en la Iglesia” y les ha pedido
que no se olviden “de la primera vocación, la primera llamada”. Y por eso les
ha invitado a que no rebajen esa belleza del estupor de la primera llamada.
Asimismo ha indicado que siempre hay trabajo que hacer pero lo más importante
es rezar y les ha recordado que tienen que envejecer “como el buen vino”.
El Pontífice ha asegurado que
le gusta mucho cuando encuentra a “esas religiosas y religiosos ancianos pero
con los ojos brillantes porque tienen el fuego de la vida espiritual encendido,
no se ha apagado ese fuego”. Ha exhortado a los presentes a ir adelante,
trabajando y mirando al mañana con esperanza.
Y finalmente ha pedido
“sembrar bien” para que “otros que vienen detrás de nosotros puedan recibir la
herencia que les dejemos”.