HOMILÍA – IV DOMINGO DE CUARESMA
«El hijo pródigo»
(Lc
15, 1-32)
– 6 marzo 2016 --
El capítulo 15 del evangelio de
Lucas está dedicado a las parábolas de la misericordia, o parábolas de “lo
perdido” que es recuperado por la gracia de Dios en Jesucristo. Su mensaje
central es que Dios nos ha amado en Cristo de modo incondicional, no porque
seamos buenos, sino porque Él es bueno y fuente de misericordia. De esta
certeza de la bondad de Dios, ha de brotar nuestra más inquebrantable
confianza: En ti, Señor, esperé; no quedaré defraudado.
Son tres las parábolas de la
misericordia: la oveja perdida, la moneda perdida y el hijo pródigo. Esta
última es uno de los textos más bellos del evangelio. Su valor principal reside
en la novedad de la figura de Dios que presenta, tan nueva que resulta
escandalosa para los fariseos de todos los tiempos. Es la figura de Dios como
padre bueno, fiel hasta el final a su ser padre. Por eso, habría que llamarla
parábola del Padre misericordioso. Él es el protagonista principal y, en
función de él, se nos muestran los comportamientos del hijo pródigo y del hijo
mayor.
El hijo menor, que echa a perder
la herencia, abraza simbólicamente toda ruptura del hombre con Dios, que trae,
como consecuencia, ruina. La pérdida de los bienes conduce al pródigo a la
pérdida de su dignidad de hijo: se siente indigno de llamarse hijo y de tener
un lugar en la casa paterna. Por eso dice: “Volveré junto a mi Padre y le diré:
he pecado, trátame como a uno de tus jornaleros”.
En justicia es lo que cree
merecer y acepta esa humillación. Por haberlo perdido todo, tendrá que ganarse
la vida trabajando como un peón. Pero se trata de un hijo y nada puede borrar
ni anular o cambiar esta relación: siempre será un hijo. Por su parte el padre
siempre será un padre, aunque su hijo sea un pródigo. El amor del Padre supera
las normas de la justicia. El amor restablece y eleva. Por eso su prontitud
para acogerlo, y la fiesta casi exagerada que manda celebrar y que despierta
los celos y la envidia del hijo mayor.
Para el padre es evidente que el
mal comportamiento del hijo le ha llevado a malgastar el patrimonio, pero
quiere salvarlo. Por eso dice: “Había que hacer fiesta y alegrarse porque este
hermano tuyo estaba muerto y ha resucitado, se había perdido y ha sido
hallado”. Inspirado sin duda en la forma como Dios ama, San Pablo dirá: “El
amor es paciente, es benigno..., no se irrita, no se alegra con la injusticia,
se complace con la verdad, todo lo espera, todo lo tolera” y no pasa jamás” (1
Cor 13, 4-8).
En un reciente libro-entrevista
publicado con el título: El nombre de Dios es misericordia, el Papa Francisco
recuerda que etimológicamente misericordia significa abrir el corazón al
miserable. Y, hablando del Señor, añade: “misericordia es la actitud divina que
abraza, es la entrega de Dios que acoge, que se presta a perdonar. Jesús ha
dicho que no vino para los justos, sino para los pecadores. No vino para los
sanos, que no necesitan médico, sino para los enfermos, Por eso se puede decir
que la misericordia es el carné de identidad de Dios. Dios es misericordioso”.
Al igual que el hijo pródigo, el
hijo mayor de la parábola tampoco imagina que un padre, por el amor que tiene a
su hijo, sea capaz de ir más allá de lo que la justicia establece, es decir, de
“darle su merecido”. Por eso, lleno de resentimiento, se niega a participar en
la fiesta. Ya no ve al pródigo como hermano y reprocha a su padre la acogida
que le ha brindado, mientras que a él, que siempre se ha portado bien, nunca le
haya premiado. “Hace ya muchos años que te sirvo sin desobedecer jamás tus
órdenes y nunca me diste un cabrito para celebrar una fiesta con mis amigos.
Pero llega ese hijo tuyo, que se ha gastado tus bienes con prostitutas, y le
matas el ternero gordo”.
Este hijo tiene también que
cambiar de actitud para con su padre y con su hermano. El banquete que su padre
tiene dispuesto para todos los de casa no será del todo feliz, porque no será
la fiesta de la familia completa. Tiene que pacificar su corazón, reconocer
agradecido lo que su padre significa para él y, reconciliado con él y con su
hermano, disponerse a disfrutar de la fiesta del reencuentro.
Todos nos podemos ver también en
este hijo mayor. El pensar sólo en mí mismo y no en los demás, el entristecerme
porque a otros les vaya bien y, lo que es peor, llenarme de enojo porque otros
que son diferentes a mí sean admitidos en la asamblea de la Iglesia, todas esas
actitudes excluyentes con que endurezco el corazón, y me llevan a olvidar que
Dios es padre de todos, hacen también que me prive de la alegría de fiesta que
siente quien se sabe profundamente amado por Dios.
En definitiva, la parábola es un
cuadro de la historia del mundo divido por conflictos y discordias. El hijo
pródigo, que desea volver a sentir el abrazo del padre y ser perdonado, somos
cada uno de nosotros cuando descubrimos que nuestra vida puede cambiar y nos
disponemos a andar en la verdad y en el bien.
El hijo mayor somos también
nosotros cuando advertimos nuestro deseo de servir de manera desinteresada y
fomentar la unión sin egoísmos, ni celos ni juicios contra nadie. Ambos nos
recuerdan la necesidad de pedir en este tiempo de Cuaresma un corazón nuevo
para ser de veras instrumentos de unión, armonía y paz. Y, sobre todo, pidamos:
“Que tu Iglesia, Señor, sea un recinto de verdad y de amor, de libertad, de
justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir
esperando”.
P. Carlos Cardó, SJ
Párroco
PARROQUIA NUESTRA SEÑORA DE
FÁTIMA – Miraflores