Misa y Homilia de NocheBuena en el Vaticano 2016
Presidida por s.s. Papa Francisco
Subido por vatacanes el 24 dic 2016
TEXTO COMPLETO DE LA
HOMILÍA de NOCHEBUENA 2016
«Ha aparecido la gracia
de Dios, que trae la salvación para todos los hombres» (Tt 2,11). Las palabras
del apóstol Pablo manifiestan el misterio de esta noche santa: ha aparecido la
gracia de Dios, su regalo gratuito; en el Niño que se nos ha dado se hace
concreto el amor de Dios para con nosotros.
Es una noche de gloria,
esa gloria proclamada por los ángeles en Belén y también por nosotros en todo
el mundo. Es una noche de alegría, porque desde hoy y para siempre Dios, el
Eterno, el Infinito, es Dios con nosotros: no está lejos, no debemos buscarlo
en las órbitas celestes o en una idea mística; es cercano, se ha hecho hombre y
no se cansará jamás de nuestra humanidad, que ha hecho suya. Es una noche de
luz: esa luz que, según la profecía de Isaías (cf. 9,1), iluminará a quien
camina en tierras de tiniebla, ha aparecido y ha envuelto a los pastores de
Belén (cf. Lc 2,9).
Los pastores descubren
sencillamente que «un niño nos ha nacido» (Is 9,5) y comprenden que toda esta
gloria, toda esta alegría, toda esta luz se concentra en un único punto, en ese
signo que el ángel les ha indicado: «Encontraréis un niño envuelto en pañales y
acostado en un pesebre» (Lc 2,12). Este es el signo de siempre para encontrar a
Jesús. No sólo entonces, sino también hoy. Si queremos celebrar la verdadera
Navidad, contemplemos este signo: la sencillez frágil de un niño recién nacido,
la dulzura al verlo recostado, la ternura de los pañales que lo cubren. Allí
está Dios.
Y con este signo, el
Evangelio nos revela una paradoja: habla del emperador, del gobernador, de los
grandes de aquel tiempo, pero Dios no se hace presente allí; no aparece en la
sala noble de un palacio real, sino en la pobreza de un establo; no en los
fastos de la apariencia, sino en la sencillez de la vida; no en el poder, sino
en una pequeñez que sorprende. Y para encontrarlo hay que ir allí, donde él
está: es necesario reclinarse, abajarse, hacerse pequeño. El Niño que nace nos
interpela: nos llama a dejar los engaños de lo efímero para ir a lo esencial, a
renunciar a nuestras pretensiones insaciables, a abandonar las insatisfacciones
permanentes y la tristeza ante cualquier cosa que siempre nos faltará. Nos hará
bien dejar estas cosas para encontrar de nuevo en la sencillez del Niño Dios la
paz, la alegría, el sentido luminoso de la vida.
Dejémonos interpelar
por el Niño en el pesebre, pero dejémonos interpelar también por los niños que,
hoy, no están recostados en una cuna ni acariciados por el afecto de una madre
ni de un padre, sino que yacen en los escuálidos «pesebres donde se devora su
dignidad»: en el refugio subterráneo para escapar de los bombardeos, sobre las
aceras de una gran ciudad, en el fondo de una barcaza repleta de emigrantes.
Dejémonos interpelar por los niños a los que no se les deja nacer, por los que
lloran porque nadie les sacia su hambre, por los que no tienen en sus manos
juguetes, sino armas.
El misterio de la
Navidad, que es luz y alegría, interpela y golpea, porque es al mismo tiempo un
misterio de esperanza y de tristeza. Lleva consigo un sabor de tristeza, porque
el amor no ha sido acogido, la vida es descartada. Así sucedió a José y a
María, que encontraron las puertas cerradas y pusieron a Jesús en un pesebre,
«porque no tenían [para ellos] sitio en la posada» (v. 7): Jesús nace rechazado
por algunos y en la indiferencia de la mayoría. También hoy puede darse la
misma indiferencia, cuando Navidad es una fiesta donde los protagonistas somos
nosotros en vez de él; cuando las luces del comercio arrinconan en la sombra la
luz de Dios; cuando nos afanamos por los regalos y permanecemos insensibles
ante quien está marginado. ¡Esta mundanidad nos ha secuestrado la Navidad, es
necesario liberarla!
Pero la Navidad tiene
sobre todo un sabor de esperanza porque, a pesar de nuestras tinieblas, la luz
de Dios resplandece. Su luz suave no da miedo; Dios, enamorado de nosotros, nos
atrae con su ternura, naciendo pobre y frágil en medio de nosotros, como uno
más. Nace en Belén, que significa «casa del pan». Parece que nos quiere decir
que nace como pan para nosotros; viene a la vida para darnos su vida; viene a
nuestro mundo para traernos su amor. No viene a devorar y a mandar, sino a
nutrir y servir. De este modo hay una línea directa que une el pesebre y la
cruz, donde Jesús será pan partido: es la línea directa del amor que se da y
nos salva, que da luz a nuestra vida, paz a nuestros corazones.
Lo entendieron, en esa
noche, los pastores, que estaban entre los marginados de entonces. Pero ninguno
está marginado a los ojos de Dios y fueron justamente ellos los invitados a la
Navidad. Quien estaba seguro de sí mismo, autosuficiente se quedó en casa entre
sus cosas; los pastores en cambio «fueron corriendo de prisa» (cf. Lc 2,16).
También nosotros dejémonos interpelar y convocar en esta noche por Jesús,
vayamos a él con confianza, desde aquello en lo que nos sentimos marginados,
desde nuestros límites, desde nuestros pecados. Dejémonos tocar por la ternura
que salva. Acerquémonos a Dios que se hace cercano, detengámonos a mirar el
belén, imaginemos el nacimiento de Jesús: la luz y la paz, la pobreza absoluta
y el rechazo. Entremos en la verdadera Navidad con los pastores, llevemos a
Jesús lo que somos, nuestras marginaciones, nuestras heridas no curadas,
nuestros pecados. Así, en Jesús, saborearemos el verdadero espíritu de Navidad:
la belleza de ser amados por Dios. Con María y José quedémonos ante el pesebre,
ante Jesús que nace como pan para mi vida. Contemplando su amor humilde e
infinito, digámosle sencillamente gracias: gracias, porque has hecho todo esto
por mí.
From: RomeReports
TIEMPO DE NAVIDAD
25 DE DICIEMBRE
AL
09 ENERO BAUTISMO DE JESUS