La Natividad de María
Una ocasión ideal para obtener gracias especiales
Valdis Grinsteins
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Si hijos bien educados esperan con impaciencia y celebran con
alegría la fecha del cumpleaños de su querida madre, si ellos se emulan en
desearle felicidades y ofrecerle algún regalo, aunque sea una simple pero bella
flor, ¿qué sentimientos deben palpitar en los corazones de los hijos de María el
día en que se recuerda su Natalicio?
¿Cómo puede un hijo —digno de este nombre— no saber u olvidarse de
la fiesta de la Natividad de la misma Madre de Dios y nuestra? Es pues de suma
importancia recordar la grandeza del día 8 de setiembre.*
Una conmemoración que tardó algunos siglos
Según los cálculos más exactos y las tradiciones más respetables,
María nació en Nazareth bajo el reinado de Herodes, cuando este príncipe impío
trataba de aniquilar la raza real de David para imposibilitar el cumplimiento de
las profecías que anunciaban que el Salvador saldría de la familia de Jesé.
¿Pero por qué —se podría preguntar— no se remontan a los primeros
siglos las fiestas en alabanza a María Santísima? Estemos seguros que no se
trató de un olvido de parte de la Iglesia.
Desde su fundación, la Iglesia siempre le tributó tierna devoción
a la Santísima Virgen. Las circunstancias de los primeros tiempos de la Historia
de la Cristiandad no permitían, sin embargo, que tal devoción fuese manifestada.
A pesar de ello, las dilaciones que la Iglesia tuvo que hacer hasta poder
celebrar públicamente tales fiestas es una prueba más de la sabiduría divina que
la caracteriza.
En efecto, la Iglesia nació entre los judíos y creció entre los
gentiles.
Mientras sus primeros discípulos, reunidos en pequeño número
alrededor de un altar solitario ofrecían sus corazones al único Dios, millones
de hombres se prosternaban ante millares de divinidades extrañas. Pues para los
gentiles todo era dios... excepto el propio Dios.
¿Cuál era entonces, en aquellos tristes siglos, la principal
misión de la Iglesia? —Atraer a los pueblos a la unidad de Dios. Esta es la
razón por la cual la Iglesia no prestaba a la Virgen Santísima todas las honras
que le eran debidas. Pues en aquellas circunstancias había el peligro de ser mal
interpretadas por los paganos recién salidos de la idolatría.
Actuando de ese modo, la Iglesia secundaba los más ardientes
deseos de la propia Madre de Dios, que quería ante todo que sólo su Hijo fuese
adorado en espíritu y en verdad, por toda la Tierra.
Parecía que el propio Dios autorizaba esa conducta, pues, mientras
coronaba de gloria la muerte y el sepulcro de los Mártires, dejaba en una
especie de olvido la muerte y asunción de María, así como las gloriosas
circunstancias de su vida.
Constantemente fiel a sí mismo y lleno de solicitud por el bien de
sus hijos, el Creador había hecho lo mismo con Moisés, cuya muerte y sepultura
quiso que fuesen ignoradas y sin testigos, temiendo que los israelitas, siempre
inclinados a la idolatría, hiciesen de él una falsa divinidad.
Sin embargo, con el paso de los siglos, la Iglesia fue
desarrollando los medios de reanimar la piedad mariana de sus hijos.
Así, si la fiesta de la Natividad no se presenta, al menos con
esplendor, desde el origen del Cristianismo, encontramos el primer y más
antiguo documento sobre el asunto en el Sacramentario de San León Magno (+461),
en el cual figura la fiesta de la Natividad de la Virgen Santísima con Misa y
oraciones propias (Benedicto XIV, vol. VIII, p. 543).
Ella se celebraba en la Iglesia antes del siglo VII. En el siglo
IX era una de las más solemnes en Francia.
En el Oriente, la fiesta de la Natividad ya era celebrada con
pompa desde mediados del siglo XII.
Excepciones a una bella regla
La Iglesia Católica, elevándose a la altura de la fe sobre los
sentimientos de la naturaleza, no celebra el nacimiento sino la muerte de sus
hijos. Consideremos cuán profunda es la precisión de su lenguaje: llama
natividad o nacimiento el momento de la muerte de sus santos.
En efecto, es el día de la muerte que los elegidos dejan esta vida
perecible y nacen para una vida inmortal, gloriosa. La Liturgia católica sólo
conoce dos excepciones a esta importante regla: la Santísima Virgen y San Juan
Bautista. A éste se le celebra la fecha de su nacimiento porque vino al mundo ya
santificado y confirmado en gracia. Así, con mucha más razón, debe la Iglesia
celebrar la Natividad de María, que apareció en la Tierra llena de gracia y
enriquecida con todos los dones concedidos por Dios a una criatura.
Libre de la mancha del pecado original, y predestinada a la
Maternidad Divina, es incontestable que María fue el alma más hermosa salida de
las manos del Creador, así como, después de la Encarnación, la obra más perfecta
y más digna del Omnipotente en este mundo. No sin razón el arcángel San Gabriel
la saludó con estas palabras: “Llena eres de gracia”.
¿Cómo celebrar esta Fiesta?
También nosotros debemos saludarla llamándola llena de
gracia. Hijos de María, reunámonos en ese día alrededor suyo para
presentarle nuestros pedidos y nuestros homenajes.
“Venid —dice San Ambrosio— y contemplad la vida y la
virginidad de María, que será como un espejo, en el cual veréis el modelo de la
castidad y de la virtud. El primer motivo de imitación es la nobleza del modelo.
¿Y qué hay de más noble que la Madre de Dios? (...) Era virgen de cuerpo y de
alma, de una pureza incapaz de simulación, humilde de corazón, grave en sus
palabras, prudente en sus resoluciones. Hablaba poco y sólo decía lo necesario.
(...) Cifraba su confianza no en las riquezas perecibles, sino en las oraciones
de los pobres. Fervorosa siempre, sólo quería a Dios por testigo de cuanto
pasaba en su corazón, y sólo a Él encomendaba lo que hacía y poseía.
“Lejos de hacer la menor injuria a alguien, todos reconocían su
carácter benéfico. Honraba a sus superiores y no envidiaba a sus iguales.
Evitaba la vanagloria, seguía la razón y amaba ardientemente la virtud. (...)
Toda su conducta llevaba el timbre de la modestia. Nada se podía observar en sus
acciones que no fuese conveniente. Su alegría no era superficial, ni su voz
anunciaba lo que procediese de un fondo de amor propio. Su exterior estaba
ordenado con tanta armonía, que el movimiento de su cuerpo era la imagen de su
alma y un modelo completo de todas las virtudes. Su caridad para con el prójimo
no conocía límites. (...) Si salía era solamente para ir al Templo y siempre en
compañía de sus padres” (Lib. de Virgin.).
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Recurramos siempre a María
Esta fecha es pues, razón de alegría para sus hijos. Pero que no
sea una alegría superficial y optimista. Temamos perder la confianza y la
devoción hacia la Santísima Virgen, porque Ella es el canal de todas las
gracias.
Cuando el demonio intenta penetrar en un alma, se esfuerza
primeramente en arrancarle la devoción a María, pues está firmemente persuadido
de que después de interceptar el canal de la gracia, esta alma no demorará en
perder la luz, el temor de Dios y finalmente la salvación eterna.
Así pues recurramos a María, cualquiera que sea el estado de
nuestra alma y el número o la enormidad de nuestras ofensas, pues como refugio
de los pecadores más abandonados, Ella nos extenderá su mano caritativa y nos
salvará. Del fondo de nuestras miserias elevemos a Ella esta oración, a la cual
no puede resistir su corazón:
Acordaos, ¡oh piadosísima Virgen María!, que jamás se ha oído
decir, que ninguno de los que han acudido a vuestra protección, implorando
vuestro auxilio y reclamando vuestro socorro, haya sido abandonado por
Vos.Animado con esta confianza a Vos también acudo, ¡oh Madre, Virgen de
la vírgenes!; y gimiendo bajo el peso de mis pecados, me atrevo a comparecer
ante vuestra presencia soberana. No despreciéis mis súplicas, ¡oh Madre
de Dios!, antes bien oídlas y acogedlas benignamente. Así sea.
Notas.-
* Este artículo fue redactado en base a los comentarios de
Mons. J. Gaume, conceptuado autor francés del siglo XIX, en su obra
Catecismo de Perseverancia, t. VIII, Librería Religiosa, Barcelona, 1857.
Las citaciones que no están especificadas son de esta obra, con pequeñas
adaptaciones.