HOMILIA – «Fiesta de Cristo Rey»
(Jn 18, 33-37) – P.
Carlos Cardó, SJ – Domingo 22 Nov 2015
Celebramos la fiesta de Cristo Rey. Pedimos que venga su
reino de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de
paz.
El evangelio de Juan nos presenta un momento del juicio
de Jesús ante Pilato. Frente a él, Jesús demuestra aquella autoridad que
causaba admiración a sus contemporáneos y que sólo de Dios le ponía venir. No
responde directamente a las cuestiones que el gobernador romano le presenta,
sino que expone el sentido de su realeza: la suya no es la realeza de los
emperadores romanos, de contenido simplemente político; ni la que esperaban los
judíos, centrada en la soberanía de Israel sobre sus enemigos. Jesús no es rey
como los reyes de este mundo.
“Mi reino no es de este mundo”, dice. Pero con ello no
afirma que su influencia se limita únicamente al mundo interior de las
personas, sino que su reinado funciona y tiene unos intereses diametralmente
distintos a la forma de ser rey que piensa Pilato. Jesús reina en el mundo
transformándolo radicalmente en la verdad y la justicia, y se realiza también
en las personas, cambiando los corazones.
Ya desde el comienzo de su historia, Israel reconoció a
Yahvé como el único rey y señor (cf Sal 93). Toda la esperanza de Israel se fue
centrando con el correr de los siglos en una acción de Dios, que cumpliría el
anhelado ideal de un sociedad justa y en paz. En los momentos más dramáticos de
su historia, durante el exilio en Babilonia, por ejemplo, los profetas
alentaron al pueblo con la esperanza del reinado de Dios que pondría fin a toda
necesidad y tribulación. (Zac
14,6-11.16s: Aquel día brotarán aguas vivas de Jerusalén… Y el Señor reinará
sobre toda la tierra. Toda esta tierra se convertirá en llanura… Jerusalén se
mantendrá en alto… Habitarán en ella sin volver a ser amenazados de exterminio;
vivirán seguros en Jerusalén”, cf. Sof 3,14s).
Y al final de la era del antiguo testamento, durante la
dominación griega, los libros de Daniel, Sabiduría y Macabeos concibieron el
reinado de Dios como ruptura con la historia antigua de desgracias y el inicio
de una nueva era con entrega de la soberanía al Israel redimido (Dan 2,44s;
7,13s). A partir de entonces, la idea del reino de Dios se llenó de contenidos
nacionalistas y políticos (liberación del poder extranjero, juicio contra
pecadores, venganza contra los paganos) y surgieron movimientos armados contra
el poder extranjero enemigo de Dios.
La venida del reino de Dios fue el tema principal de la
predicación de Jesús. La presentó como como una realidad futura, que hay que
pedir (Lc 11,2 par) y como algo que ya estaba actuando en el presente, en su
persona y en su obra (Lc 11,20/Mt 12,28: Si yo expulso los demonios con el
poder de Dios, entonces es que el reino de Dios ha llegado a ustedes; cf. Lc
20,23s; Mt 11,5s; Mc 2,19; Lc 10,18; Mc 3,27). Nadie había proclamado esto.
Las acciones milagrosas que Jesús realiza en favor de los
enfermos y de los más necesitados son signos de la llegada del reino, que
restaura la creación. No hay un derrumbamiento catastrófico de este mundo, sino
una restauración radical de las relaciones de los hombres con el mundo, con el
prójimo y con Dios (Mt 6,25-34 par; 5,45), un nuevo orden en santidad y
justicia, algo por tanto que la acción humana por sí sola no puede lograr. Hay
que “recibirlo como un niño”, reconocerlo como el don y la gracia por
excelencia (Mc 10,15 par; Lc 15,11-32; Mt 20,1-15).
Pero hay algo en la predicación y en la actitud de Jesús
que es fundamental para entender el reino de Dios. El reino de Dios se abre
paso como el amor y solicitud incondicional de Dios por los descarriados. Los
judíos sabían bien que Dios perdona (Neh 9,17 – Ex 34,6s; Is 55,7; Sal 103) y
que no quiere la muerte del pecador sino que se convierta (Ez 18,23; 33,11-16),
pero se había impuesto la idea de la venganza, y se creía en el castigo divino
(cf. Is cap. 24, por ejemplo).
Jesús ignora la venganza contra los pecadores y los
gentiles, rechaza la división justos-pecadores porque todos son pecadores y
pueden ser objeto de la misericordia de Dios (Lc 13,1-5; cf. 10,13 par;
11,29-32 par). La salvación es ofrecida a todos (Mt 8,11 par; Mt 5,43s par), la
bondad de Dios irrumpe (Mc 10,18 par; Mt 7,9-11 par) y se extiende a todos,
especialmente a los pobres (Lc 6,20s; 15; Mt 20,1-15).
Jesús hizo presente esa bondad de Dios mediante su propia
vida en favor de los demás (Lc 6,20 par; Mt 11,5 par; 25,31-45). La solicitud
perdonadora de Dios para con los perdidos, se pone de manifiesto –para
escándalo de muchos– en el gesto de Jesús de sentarse a la mesa con ellos como
anticipo de la alegría del reino (Mc 2,15.17; Mt 11,19; Lc 7,36-50; 15,1s;
19,1-10). Esa bondad de Dios escandaliza a los piadosos, que hacían depender el
perdón y salvación de acciones humanas previas (conversión, Ley) y se creían
aparte de los pecadores.
En la fiesta de Cristo Rey sentimos la invitación a
acoger el don del amor que Dios nos ofrece para reinar en nuestros corazones.
Sentimos también el envío que Él nos hace a construir en esta tierra, que Dios
nos ha confiado, un hogar para todos.
Sabemos que la transformación de la sociedad como fruto
de nuestros esfuerzos no equivale a la
salvación plena que Cristo nos promete, pero reconocemos -con el
Vaticano II- que “todo lo que contribuye a ordenar mejor la sociedad humana,
interesa muchísimo al reino de Dios. El reino ya está presente en esta tierra,
pero cuando el Señor vendrá, entonces será consumado”.
Preparémonos porque:
UN NIÑO VA A NACER