Tercera Predicación del P.
Raniero Cantalamessa para la Cuaresma 2015
Publicamos a continuación la
tercera predicación de Cuaresma de este año del predicador de la Casa
Pontifica, padre Raniero Cantalamessa. La predicación no tuvo lugar, ya que hoy es festivo en el Vaticano por la
celebración del segundo aniversario de la elección del papa Francisco.
Tercera meditación – Ciudad del
Vaticano Viernes 13 marzo 2015
Oriente y Occidente frente al
Misterio de la persona de Cristo
San Pablo |
San Juan , apóstol y evangelista |
1. Pablo y Juan: Cristo visto
desde dos ángulos
En nuestro esfuerzo por poner en
común los tesoros espirituales de Oriente y Occidente, reflexionamos hoy sobre
la fe común en Jesucristo. Tratamos de hacerlo como quien sabe hablar de uno
que está presente, no de un ausente. Si no fuera por nuestra pesadez humana que
lo impide, cada vez que pronunciamos el nombre de Jesús, debemos pensar que hay
uno que se siente llamar por el nombre y se vuelve a mirar. También esta mañana
Él está aquí con nosotros y escucha, esperemos con indulgencia, lo que diremos
de Él.
Partimos de las raíces bíblicas
en el discurso de Jesús. Ya en el Nuevo Testamento vemos delinearse dos caminos
distintos para expresar el misterio de Cristo. El primero de ellos es el de san
Pablo. Resumimos los pasajes peculiares de este camino, esos por los que se
convertirá en un modelo o arquetipo cristológico, en el desarrollo del
pensamiento cristiano. Este camino,
- primero, parte de la humanidad
para alcanzar la divinidad de Cristo, de la historia para llegar a la
preexistencia; es por tanto un camino ascendente; sigue la orden de
manifestarse de Cristo, la orden con la que los hombres lo han conocido, no la
orden del ser;
- segundo, parte de la dualidad
de Cristo (carne y Espíritu) para llegar a la unidad del sujeto “Jesucristo
nuestro Señor”;
- tercero, tiene en su centro el
misterio pascual, es decir la obra, antes incluso que la persona, de Cristo. La
gran curva entre las dos fases de la existencia de Cristo es la resurrección de
los muertos.
Para convencerse de la rectitud
de esta reconstrucción, basta releer el denso pasaje – una especie de credo
embrional – con la que el apóstol inicia la Carta a los Romanos. El misterio de
Cristo es resumido así:
“nacido de la estirpe de David
según la carne,
y constituido Hijo de Dios con
poder según el Espíritu santificador
por su resurrección de entre los
muertos,
Jesucristo, nuestro Señor,” (Rm
1, 3-4).
También en el himno cristológico
de Filipenses 2, se habla antes de Cristo en la condición de siervo y después,
a partir de la resurrección, de Cristo exaltado como Señor. El sujeto concreto,
también cuando define a Cristo como “imagen del Dios invisible” (Col 1, 15),
para Pablo es siempre el Cristo de la historia, también si la idea de la
preexistencia no está ausente en sus escritos.
Una mirada rápida hacia adelante
permite ver cómo serán acogidos y desarrollados estos pasajes paulinos de
Jesús, en las generaciones sub-apostólicas. Carne y Espíritu, que en el origen
indicaban dos fases udos tiempos de la vida de Cristo – antes y después de la
resurrección -, pasarán a indicar, ya en san Ignacio de Antioquía, los dos
nacimientos de Jesús, “de María y de Dios”, y finalmente las dos naturalezas de
Cristo. Escribe Tertuliano:
“El apóstol enseña aquí las dos
naturalezas de Cristo. Con las palabras ‘nacido de la estirpe de David según la
carne’, él diseña la humanidad; con las palabras ‘constituido Hijo de Dios
según el Espíritu’, él indica la divinidad”[1].
A este camino ascendente del
misterio de Cristo, se une, con Juan, un camino descendente. Podemos sintetizar
así las características de este segundo camino.
- primero, parte de la divinidad,
para llegar a la humanidad; el esquema está al revés: no más “carne –
Espíritu”, sino “Logos – carne”; no antes lo humano, lo visible, y después lo
divino y lo invisible, sino al contrario; Juan se coloca desde el punto de
vista del ser, no del manifestarse a nosotros de Cristo, y según el ser está
claro que la divinidad precede en él a la humanidad;
- segundo, es un camino que parte
de la unidad y alcanza una dualidad de elementos: Logos y carne, divinidad y
humanidad; en el lenguaje posterior: parte de las persona para alcanzar a las
naturalezas.
- tercero, la gran división, el
eje sobre el que gira todo, es la encarnación, no la resurrección o el misterio
pascual.
De Cristo, interesa más la
persona que la obra, el ser más que el actuar, comprendido el misterio pascual
de muerte y resurrección. Este último sirve esencialmente para revelar quién es
Jesús: “Cuando hayáis levantado al Hijo del Hombre, entonces conoceréis que Yo
Soy” (Jn 8, 28). La existencia ante el Padre es constantemente antepuesta a su
venida al mundo. Basta recordar las dos grandes afirmaciones del inicio del
cuarto Evangelio para mostrar la validez de esta reconstrucción resumida:
“Al principio existía la Palabra,
y la Palabra estaba junto a Dios,
y la Palabra era Dios […].
Y la Palabra se hizo carne
y habitó entre nosotros”.
Se trazan así dos raíles en los
que caminará toda la reflexión sucesiva de la Iglesia sobre Cristo. A pesar de
las diferencias, hay una afinidad profunda y una comunicabilidad recíproca
entre estos dos caminos, que se pueden recorrer en un sentido y en el otro.
Para ambos, Pablo y Juan, en Jesucristo hay un elemento divino y un elemento
humano, aún siendo el único sujeto. Para ambos él es el revelador y el redentor
universal,aunque Juan insiste más sobre el revelador y Pablo más sobre el
redentor. Para ambos, nuestra relación con Cristo está mediada y es posible por
el Espíritu Santo. Es creyendo en Cristo, dicen ambos, que se recibe al Espíritu
(Ga 3, 2; Jn 7, 39) y es recibiendo al Espíritu que se es capaz de creer en
Cristo (1 Co 12, 3; Jn 6, 63).
Apenas se pasa a la época
sucesiva, estos dos caminos tienden a consolidarse, dando lugar a dos modelos o
arquetipos, y finalmente, en los siglos IV y V, a dos escuelas cristológicas.
Las escuelas a las que me refiero son, una, la que por su mayor centro,
Alejandría en Egipto, se llama Alejandrina y la otra la que, por la ciudad de
Antioquía en Siria, es llamada Antioquena. La razón principal de su diferencia
no es, como se ha pensado a veces, que los unos, los alejandrinos, se inspiran
en Platón y los otros en Aristóteles, sino que los unos se inspiran
preferentemente en Juan y los otros en Pablo.
Ninguno de los seguidores de uno
u otro camino es consciente de elegir entre Pablo y Juan. Cada uno está seguro
de estar de la parte de ambos, y esto es verdad. Sin embargo, el hecho es que
las dos influencias son visibles y distinguibles, como dos ríos que, aún
fluyendo juntos, continúan distinguiéndose por el color diferente de sus aguas.
La diferencia entre las dos escuelas no es tanto que unos siguen a Pablo y
otros a Juan, sino que algunos interpretaron a Juan a la luz de Pablo y otros
interpretan a Pablo a la luz de Juan. La diferencia está en el esquema, o en la
perspectiva de fondo que se adopta para ilustrar el misterio de Cristo.
En el debate entre estas dos
escuelas, se puede decir que se han formado las líneas portadoras del dogma
cristológico. La síntesis entre las dos instancias sucede, como se sabe, en el
concilio ecuménico de Calcedonia en el 451, con la aportación determinante de
Occidente, representado por san León Magno. Aquí la verdad de fondo, llevada
adelante en Alejandría y reconocida en el concilio de Éfeso sobre la unidad de
la persona de Cristo, es conjugada con la instancia fundamental de los
antioquenos de la integra naturaleza humana de Cristo. Los dos caminos
tradicionales son ambos reconocidos como válidos, para permanecer abiertas la
una y la otra y comunicadas entre ellas.
La misma forma en la que se
formula la definición de Calcedonia implementa este principio. El misterio de
Cristo es formulado, en ella, dos veces y de dos formas distintas: primero, en
la forma juaniana y alejandrina, partiendo de la afirmación de la unidad y
alcanzando la afirmación de la distinción (“uno e idéntico Cristo, Señor e Hijo
unigénito, en dos naturalezas”); después, de la forma paulina y antioquena,
partiendo de la distinción de las naturalezas para alcanzar la afirmación de la
unidad (“salvando las propiedades de cada una, las dos naturalezas se combinan
para formar una sola persona e hipóstasis”). El mismo camino es recorrido
sucesivamente en dos sentidos.
2. El rostro de Cristo en Oriente
y Occidente
Nos preguntamos: ¿qué ha pasado
después de Calcedonia, con las dos vías o los dos modelos fundamentales
cristológicos elaborados por la Tradición? ¿Han desaparecido, nivelados, por la
definición dogmática? A nivel teológico, desde entonces ha habido ciertamente
una única fe en Cristo, común tanto en Oriente como en Occidente. San Juan
Damasceno en Oriente[2] y santo Tomás de Aquino en Occidente han construido
ambos su síntesis cristológica sobre Calcedonia. No ha habido, como sucedió con
la Trinidad y el Espíritu Santo, diferencias doctrinales significativas entre
la Ortodoxia y la Iglesia latina en la doctrina sobre Cristo.
Sin embargo, si ampliamos la
mirada a otros aspectos de la vida de la Iglesia más allá de la teología
dogmática, observamos que los dos modelos o arquetipos cristológicos de ningún
modo se han perdido. Se han conservado y han dejado su huella, el primero en la
espiritualidad ortodoxa y el segundo en la latina. En otras palabras, la
Iglesia oriental ha privilegiado al Cristo juaniano y alejandrino y con él la
centralidad de la encarnación, la divinidad de Cristo y la idea de la
divinización; la Iglesia occidental ha privilegiado al Cristo paulino y
antioqueno y con él la humanidad de Cristo y el misterio pascual.
No se trata evidentemente de una
división rígida. Las influencias se han entrelazado y varían de un autor a
otro, de una época a otra y de un ambiente a otro. Ambas Iglesias han creído –
y con razón – valorizar de forma conjunta tanto a Juan como a Pablo, a pesar de
que es admitido por todos que el Cristo de la tradición bizantina presenta
rasgos diferentes al de la tradición latina.
Observemos algunos hechos que
ponen de relieve esta diversidad, a partir del Cristo oriental. En el arte, la
imagen más característica del Cristo ortodoxo es el Pantocrátor, el Cristo
glorioso. Es el que la asamblea contempla frente a ella, en el ábside de las
grandes basílicas. Está claro que incluso el arte bizantino conoce al
crucificado, pero es también un crucificado con rasgos gloriosos y regios, donde
el realismo de la pasión ya está transfigurado por la luz de la resurrección.
Es por lo tanto el Cristo juaniano, para el que la cruz representa el momento
de la “exaltación” (Jn 12, 32).
Del misterio de Cristo, sigue
siendo colocado en primer plano el momento de la encarnación. Coherentemente,
la salvación se concibe como una divinización del hombre gracias al contacto
con la carne vivificante del Verbo. San Simeón el Nuevo Teólogo, por ejemplo,
dice en una oración suya a Cristo:
“Bajando de tu excelso santuario,
sin separarte del seno del Padre, encarnado y nacido de la Virgen María, ya
entonces me has remodelado y dado la vida, liberado de la culpa de nuestros
primeros padres y preparado para subir al cielo”[3].
Lo esencial ya ha sucedido con la
encarnación del Verbo. La idea de la divinización regresa al primer plano, por
el impulso de Gregorio Palamas y caracterizará “la cristología del último
Bizancio”[4]. ¿Es ignorado tal vez el misterio pascual? Al revés, todo el mundo
sabe la importancia excepcional que tiene la celebración de la Pascua en los
ortodoxos. Pero he aquí, de nuevo, un signo revelador: del misterio pascual, el
momento más valorado no es tanto el abajamiento cuanto la gloria; no es el
Viernes Santo, sino el Domingo de Resurrección. Desde todos los punto de vista,
prevalece la atención al Cristo glorioso y al Cristo “Dios”.
Estas características se
encuentran en el ideal de la santidad que predomina en esta espiritualidad. La
cumbre de la santidad se ve aquí en la transformación del santo en la imagen
del Cristo glorioso. En la vida de dos de los santos más típicos de la
Ortodoxia, san Simeón el Nuevo Teólogo y san Serafín de Sarov, nos encontramos
con el fenómeno místico de la conformación al Cristo luminoso del Tabor y de la
resurrección. El santo aparece casi transformado en luz.
Ahora demos un vistazo a algunos
aspectos de la espiritualidad occidental. San Agustín escribe que, de los tres
días que constituyen el Triduo Pascual, “el primer día, que significa la cruz,
transcurre en la presente vida; los que significan la sepultura y la
resurrección los vivimos en fe y en esperanza”[5]. Es decir: mientras estamos
en esta vida, el Cristo crucificado nos es más cercano e inmediato que el
resucitado.
De hecho, en el arte, la imagen
característica de Cristo, en Occidente, es el crucificado. Es el que sobresale
o se cuelga sobre el altar en las iglesias. La misma representación del
crucificado, en un cierto momento, se separa del modelo glorioso, regio, y
asume trazos realistas de verdadero dolor, e incluso espasmo. Es el crucificado
paulino, que en la cruz se convirtió en “pecado” y “maldición” para nosotros
(cf. Gal 3, 13).
Asume una gran relevancia, a
partir de san Bernardo y luego con el franciscanismo, la devoción y la atención
a la humanidad de Cristo y a los distintos “misterios” de su vida. La kénosis,
o abajamiento, de Cristo ocupa un lugar prominente y con él el misterio
pascual. En este contexto, encuentra su aplicación práctica el principio de la
“imitación de Cristo”, que había estado en el centro de la teología antioquena.
No en vano, el libro más famoso de espiritualidad, producido en la Edad Media
latina, será precisamente La imitación de Cristo. En contra de cualquier
intento de anular la humanidad de Cristo, para tender directamente a la unión
con Dios, santa Teresa de Ávila afirmará que no hay una etapa de la vida
espiritual en la que se puede prescindir de la humanidad de Cristo[6].
Los santos proporcionan, también
aquí, una especie de respuesta práctica. ¿Cuál es, en Occidente, el signo de
haber alcanzado la plenitud de la santidad? No es la conformación al Cristo
glorioso de la Transfiguración, sino la conformación al Crucificado. La
Ortodoxia no conoce casos de santos estigmatizados, mientras sí conoce, hemos
visto, casos de santos transfigurados.
La Reforma protestante, en cierto
modo, ha llevado al extremo algunos rasgos de este Cristo occidental, paulino,
y de su misterio pascual. Ha elevado la “teología de la cruz” como criterio de
toda teología, en controversia, a veces, con la “teología de la gloria”.
Kierkegaard llegará a afirmar que, en esta vida, no podemos conocer a Cristo,
si no en su abajamiento[7].
Es cierto que Lutero y los
protestantes, en oposición a los excesos medievales de la imitación de Cristo,
han afirmado que Cristo es ante todo un don que debe ser acogido con fe, más
que un modelo a seguir con la imitación. Pero, incluso en este caso, ¿qué
Cristo es visto como el “don” que debe ser acogido mediante la fe? No es el
Logos que desciende y se hace carne, sino el Cristo pascual paulino, el Cristo
“para mí”, no el Cristo “en sí mismo”.
Repito: cuidado con rigidizar
estas distinciones; se convertirían en falsas y no históricas. Por ejemplo, la
espiritualidad bizantina conoce todo un filón de santidad, llamado de los
“locos por Dios”, en el que la asimilación a Cristo en su kénosis, está
fuertemente acentuado. Con estas reservas, sin embargo, sigue habiendo una
diferencia de énfasis innegable. Oriente ha caminado preferentemente sobre la
vía inaugurada por Juan; Occidente sobre la inaugurada por Pablo. Pero ambos,
fieles a Calcedonia, han sido capaces de abrazar, con su mirada, también al
otro polo del misterio, manteniendo las dos vías comunicadas entre sí.
La gracia del momento presente es
que se comienza a percibir la diversidad como una riqueza y no más como una
amenaza. Un teólogo ortodoxo ha expresado este juicio: del Cristo latino,
tomado aisladamente, puede derivar una concepción demasiado histórica, terrena
y humana de la Iglesia, y del Cristo ortodoxo una concepción demasiado
escatológica, desencarnada y no suficientemente atenta a su tarea histórica.
Por ello concluía, “la auténtica catolicidad de la Iglesia no puede que
englobar sea al Oriente que al Occidente”[8].
No es necesario, por lo tanto,
eliminar o nivelar las diferencias que hemos indicado. Una vez reconocida la
legitimidad y el carácter bíblico de los dos diversos enfoques, lo que es
necesario es más bien el intercambio de dones, el respeto y la estima de la
tradición de los otros. Es como si Dios hubiera hecho dos llaves para acceder a
la plenitud del misterio cristiano y hubiera dado una a la cristiandad
oriental, y otra a aquella occidental, de tal manera que ninguna de las dos
pueda acceder a tal plenitud sin la otra.
En la ciudad de Colmar, en Alsacia,
existe un famoso tríptico de Matthias Grünewald. En este cuando las dos alas
del tríptico están cerradas, se ve representada la crucifixión; cuando están
abiertas se ve, en el lado opuesto, la resurrección. La crucifixión es de un
realismo impresionante: se ve a un Cristo espasmódico, con los dedos de las
manos y de los pies retorcidos y extendidos como las ramas de un árbol seco; el
cuerpo está como si hubiera sido arado, y tiene clavados espinas y clavos en
cada parte. Es uno de esos cuadros de Cristo de los cuales Dostoevskij decía
que, mirándolos durante mucho tiempo, “se puede incluso perder la fe”[9].
En la otra parte, el Resucitado
aparece, en aquella pintura, sumergido en una luz fulgurante que apenas deja
entrever los rasgos de un rostro humano. Si uno se detiene en este, corre el
riesgo si no de perder la fe, seguramente de perder la confianza, porque este
Cristo aparece lejos de su experiencia del dolor. Cuidado, por lo tanto, al
dividir este tríptico, o al observarlo solamente por un lado. Es un símbolo
eficaz de lo que debería suceder, a una escala más amplia, con el Cristo
ortodoxo y el Cristo occidental. Estos deben mantenerse juntos.
3. Unidos por el amor a Cristo
Hasta aquí hemos procedido en lo
indicado por los Padres y los testigos del pasado. Hemos recorrido, sobre todo,
la historia de las respectivas posiciones entorno a la persona de Cristo. Pero
no es esto lo que nos hará realmente progresar en la vía de la unidad; no será,
en otras palabras, la sustancial unidad doctrinal y de fe en Cristo, por
indispensable que sea; ¡será la unidad en el amor por Cristo! Lo que une en
profundidad a ortodoxos y católicos y que puede hacer pasar a un segundo plano
cada diferenciación, es un común, renovado amor por la persona de Jesús de
Nazaret. No pero el Jesús del dogma, de la teología y de las respectivas
tradiciones, sino Jesús resucitado y viviente hoy. El Jesús que es para
nosotros un “tú” y no un “él”. Para usar una distinción querida por un teólogo
ortodoxo contemporáneo, no el Jesús personaje, sino el Jesús persona[10].
En el cuerpo humano hay dos
pulmones, dos ojos, dos pies, dos manos (todas metáforas usadas con frecuencia
para describir las relaciones de sinergía entre Oriente y Occidente), ¡pero hay
un solo corazón! También el corazón de la Iglesia tiene un solo corazón y este
corazón tiene que ser el amor por Cristo. Escribe uno de los autores
espirituales más queridos, y no solo por la Ortodoxia, Nicolás Cabasilas:
“Al Salvador le ha sido ordenado
el amor humano desde el principio, como su modelo y fin, casi un cofre tan
grande y ancho que es capaz de acoger a Dios. (…). El deseo del alma va
únicamente al Cristo. Aquí que es el lugar de su reposo, porque él solo es el
bien, la verdad, y todo lo que inspira el amor (eros)”[11].
Igualmente, en toda la
espiritualidad monástica occidental, ha resonado la máxima de san Benito: “No
anteponer absolutamente nada al amor por Cristo”[12]. Esto no significa
restringir al horizonte del amor cristiano de Dios a Cristo; sino amar a Dios
en la manera en la cual él quiere ser amado. No se trata de un amor mediado,
casi por un poder, por el cual quien ama a Jesús “es como si” amara al Padre.
No, Jesús es un mediador inmediato; amando a él se ama, ipso facto, también al
Padre, porque él es “una cosa sola con el Padre” (Jn 10, 30). El cristiano
puede, con todo derecho, aplicar a Cristo resucitado y vivo en el Espíritu, lo
que Pablo decía de Dios a los atenienses: “En él vivimos, nos movemos y
existimos” (Hch 17, 28).
Ya que estamos en el Año de la
Vida Consagrada, querría dedicar a esta un pensamiento particular. Me permito
de retomar a propósito algunas reflexiones que hacía, hace algún tiempo atrás,
en esta misma sede, comentando la encíclica de Benedicto XVI “Deus caritas
est”. En ella el entonces Sumo Pontífice afirma que amor de donación y amor de
búsqueda, ágape y eros (este último entendido en su sentido noble, no en el
vulgar) son dos componentes inseparables en el amor de Dios por nosotros y de
nuestro amor a Dios. En este reconocimiento, Oriente se ha adelantado a
Occidente[13], que ha permanecido por mucho tiempo prisionero de la tesis
contraria, es decir sobre la incompatibilidad entre ágape y eros[14].
El amor sufre aún, en este campo,
de una nefasta separación, no solo en la mentalidad del mundo secularizado,
sino también en el lado opuesto, entre los creyentes y en particular entre las
almas consagradas. En el mundo encontramos, muchas veces, un eros sin ágape;
entre los creyentes muchas veces un ágape sin eros. El eros sin ágape es un
amor romántico, a menudo pasional, hasta la violencia. Un amor de conquista que
reduce fatalmente al otro en objeto del propio placer e ignora toda dimensión
de sacrificio, de fidelidad y de donación de sí, en otras palabras el ágape.
El ágape sin eros nos parece como
un “amor frío”, un amar “con la cabeza”, sin participación de todo el ser, más
por imposición de la voluntad que por impulso íntimo del corazón. Un ajustarse
a un molde preconstituido, en lugar de crear uno propio e irrepetible, como
irrepetible es todo ser humano ante Dios. Los actos de amor dirigidos a Dios se
parecen, en este caso, a aquellos de ciertos enamorados inexpertos que escriben
a la amada cartas copiadas de un prontuario.
El amor verdadero e integral es
como una perla escondida dentro las dos valvas de una concha que son eros y
ágape. No se pueden separar estas dos dimensiones del amor sin destruirlo. Así
se presenta el amor de Dios hacia nosotros, revelado por la Biblia. Este no es
solo perdón, misericordia, donación de sí; es también pasión, deseo, celos; no
es solo amor paterno y materno, sino también esponsal. Dios nos desea, parece
casi que no pueda vivir sin nosotros. Así quiere Cristo que sea también el amor
de los consagrados por él.
La belleza y la plenitud de la
vida consagrada depende de la calidad de nuestro amor por Cristo. Sólo éste es
capaz de defender de los bandazos del corazón. Jesús es el hombre perfecto; en
él se encuentran, en un grado infinitamente superior, todas esas cualidades y
atenciones que un hombre busca en una mujer y una mujer en un hombre. El voto
de castidad no consiste en la renuncia a casarse, sino en preferir un tipo de
esponsalicio a otro, en casarse con “el más bello entre los hijos del hombre”.
“Casto – escribe san Juan Clímaco – es aquel que expulsa al eros con el
eros”[15], el amor de un hombre o de una mujer con el amor de Cristo.
Concluyamos escuchando el himno
más antiguo a Cristo, conocido fuera de la Biblia, todavía en uso en las
vísperas de liturgia ortodoxa, y en las liturgias católica, anglicana y
luterana. Se utiliza en el momento de encender las luces vespertinos y por lo
tanto se llama “lucernario”:
¡Oh luz
gozosa de la santa gloria del Padre inmortal,
Celeste, santo, bienaventurado, Jesucristo!
Al llegar al
ocaso del sol y, viendo la luz vespertina,
alabamos a
Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Es digno
cantarte en todo tiempo con voces armoniosas,
oh Hijo de
Dios, que nos das la vida:
el universo
proclama tu gloria.
Ciudad del Vaticano, Viernes 13 marzo 2015
Fuentes:
[1] Tertuliano, Adv. Praxean, 27,11 (CCL 2, p.1199).
[2] Cfr. Juan Damasceno, De fide Orthodoxa III, (PG 94,
881 ss.) (trad. ital. Roma, Città Nuova 1998, pp.159-241).
[3] Simeón el Nuevo Teólogo, Himnos y oraciones (SCh 196,
p.332).
[4] Cfr. J. Meyendorff, Cristología ortodoxa, Roma 1974,
pp. 225.242.
[5] Agustín, Cartas, 55, 14, 24 (CSEL 34,1, p.195).
[6] Teresa de Ávila, Autobiografía, 22, 1 ss.
[7] Cfr. Kierkegaard, El ejercicio del cristianismo I-II
(en Obras, editado por C. Fabro, Florencia 1972, pp.703 s.)
[8] P. B. Vasiliadis, en Ver a Dios. Encuentro entre
Oriente y Occidente, EDB, Bolonia 1994, p.97.
[9] F. Dostoevskij, El idiota II, 4 (Garzanti, Milán
1982, I, p.269).
[10] J. D. Zizioulas, Du personnage à la personne, en
L’etre ecclesial, Ginebra 1981, pp.23-56.
[11] N. Cabasilas, La vida en Cristo, II, 9 (PG 88,
560-561).
[12] Regla de S. Benito, 4 Prólogo.
[13] P. Evdokimov, La Ortodoxia, Bolonia 1965, p.161.
[14] Anders Nygren, Eros y ágape, Gütersloh 1937 (ed.
ital. Bolonia, Il Mulino, 1971).
[15] San Juan Clímaco, La escalera del Paraíso, XV, 98
(PG 88, 880).
P. Raniero Cantalamessa, de la
Orden de los Frailes Menores Capuchinos, nació en Colli del Tronto (AP) el 22
de julio del año 1934. Ordenado sacerdote en el año 1958, se doctoró en
Teología en Friburgo (Suiza), y en Letras clásicas en la Universidad Católica
de Milán.
En el año 1979 abandonó la
docencia para dedicarse a tiempo completo al ministerio de la Palabra. Juan
Pablo II lo nombró Predicador de la Casa Pontificia en el año 1980 y Benedicto
XVI lo confirmó en dicho cargo en 2005. En calidad de predicador dirige cada
semana, en Adviento y en Cuaresma, una meditación en presencia del Papa, de los
cardenales, obispos, prelados y superiores generales de órdenes religiosos. Se
le llama a hablar en muchos países del mundo, a menudo también por hermanos de
otras denominaciones cristianas.
Desde el año 1994 hasta el
2010, cada sábado por la tarde tuvo en la cadena de televisión pública italiana
«Rai Uno» el programa de explicación del evangelio del domingo «Las razones de
la esperanza».
El día 18 de Julio 2013 él ha
sido confirmado por el papa Francisco en su papel de Predicador de la Casa
Pontificia.