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miércoles, 15 de octubre de 2014

Homilía de la Solemnidad del Señor de los Milagros




Homilía de la Solemnidad del Señor de los Milagros


Crucificados con Cristo


P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.


Lecturas: Nm 21,4-9; S 83; Flp 2,5-12; Jn 3,11-16

Las tres lecturas de hoy les habrán sonado a conocidas. Aparecen con  cierta frecuencia en la liturgia. Ello es señal de su importancia. Confirma el valor del misterio que hoy celebramos: Cristo crucificado, el Señor de los Milagros, salvador, protector y compañía permanente, fuente de gracia, especialmente  para los más pobres, a los que preferentemente elige como mensajeros del Evangelio. Dios, rico en misericordia, ha querido por medio de la conservación milagrosa de aquel muro que mantengamos siempre actuales verdades de nuestra fe, que en verdad son fundamentales.

Las lecturas de hoy nos lo muestran así. Porque el misterio de Jesús Crucificado es la verdad central de nuestra fe. Está profetizado claramente en la serpiente de bronce, que levantada en alto, es medio de sanación de la mordedura de las serpientes, castigo del pecado de los israelitas. Cristo mismo explica a Nicodemo (y a nosotros  también) que le representa a Él. “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito”. Un día será levantado en la cruz y para todos los que le miren arrepentidos de sus pecados será la curación y el perdón. “Es verdad –dirá el centurión que ha dirigido su ejecución–. Este hombre era hijo de Dios” (Mc 15,39)
Cristo murió crucificado. La cruz, que fue instrumento de la redención, es hoy uno de los términos esenciales para evocar nuestra salvación. Ha venido a ser un título de gloria, primero para Cristo, luego para los cristianos.
Fue difícil para los apóstoles y primeros cristianos aceptar que era necesario que el Mesías fuese crucificado para realizar nuestra salvación del pecado (v. Lc 24,25-27). Será necesaria la gracia de la experiencia de la resurrección y de la venida del Espíritu Santo para que tengan como lo principal de su mensaje a Cristo crucificado (v. Hch Ap 2,22ss).
Fue muerto Cristo en la cruz, suplicio que estaba reservado para los esclavos, para que nosotros fuéramos liberados de la esclavitud del Diablo y perdonados de las culpas de nuestros pecados.
Cargando con nuestras desobediencias, Jesús, el más grande de los hombres, el cabeza y representante de toda la humanidad, obedeció la misteriosa pero real voluntad del Padre y compensó con su muerte en la cruz la desobediencia de todos los hombres. Y cada uno debe asumir la responsabilidad que le corresponde en la muerte de Jesús. 
Resucitado y elevado al cielo, el Padre le ha dado todo su poder en el cielo y en la tierra. Así ha recuperado para nosotros la posibilidad de volver a ser de verdad hijos de Dios, partícipes de su vida divina, y de heredar con Él la gloria que nunca acabará.
Todos nosotros estamos invitados a unirnos a Él, a acoger su mensaje, a formar parte de sus amigos y discípulos, a heredar su reino. Para esto el medio es seguirle caminando por sus huellas, llevando nuestra cruz. Gracias a Cristo la cruz se ha convertido para nosotros en instrumento de salvación.
Ni siquiera estamos solos para realizar este camino. Él es el camino, la verdad y la vida. La vida, la vida divina, la participación en su vida, nos la da y fortalece en los sacramentos, la oración y el ejercicio de la caridad sacrificada por el prójimo.
Clavemos, pues, nuestros ojos en el Señor de los Milagros, asumamos como cirineos nuestra cruz y subamos con Él al Calvario. 
Mirémosle. Mirar a Jesús crucificado nos dará fuerzas para arrepentirnos de nuestros pecados y corregirlos. Mirar a Jesús en silencio nos ayudará a sufrir sin quejas nuestros sufrimientos. Mirar a Jesús perdonando nos dará la seguridad de haber quedado perdonados con el sacramento del perdón y nos aportará fuerzas para perdonar incluso a los enemigos. Verle sufriendo sin quejas nos hará capaces de sufrir por nuestros pecados y por la salvación de todos los hombres. Escucharle cuando se dirige al Padre sintiendo su abandono, alumbrará la fe y la esperanza de su compañía en nuestra soledad y en la soledad de los hombres. Encontrar a su Madre al pie de la cruz, ofreciendo a su Hijo por la salvación de los hombres y aceptando a los pecadores como hijos suyos, nos fortalece el arrepentimiento, suscita nuestra confianza, enciende nuestro amor a ella y a su Hijo, nos da la paz que sólo Dios puede dar.
Desde que Jesús ha sufrido y muerto en la cruz, la vida del hombre ha adquirido un nuevo valor. El cielo y la felicidad eterna se han abierto para él. Basta con que tenga fe. Con la fe se abre a Dios y se hace acreedor a los méritos que Cristo ha adquirido con su obediencia al Padre hasta la muerte y muerte de cruz. 
Esa fe sincera le abre el corazón al perdón y a la vida gratuita de Dios. Esa fe sincera y coherente no vacila aceptando su propia cruz. Así coopera salvando su vida y la de sus hermanos.
Por eso debemos mirar constantemente “al que traspasaron”. Entremos por esa herida en su corazón. “Muertos al pecado, vivamos para la justicia” (1Pe 2,21-24). Muertos al hombre viejo, resucitemos al hombre nuevo, pongamos nuestro ideal y nuestra gloria en Cristo, por quien el mundo esté crucificado para nosotros y nosotros para el mundo, como dice San Pablo de sí mismo (Gal 6,14). La eucaristía de cada domingo nos lo vuelve a hacer presente. Con la gracia de Dios todo es posible.


28 de Octubre del 2012