Al celebrarlo en jueves, recordamos el jueves santo, día de la institución de la eucaristía. Ambos días tienen un objetivo similar, pero no son un simple duplicado. El Corpus Christi nos proporciona una segunda oportunidad para ponderar el misterio de la eucaristía y considerar sus varios aspectos. Nos invita a manifestar nuestra fe y devoción a este sacramento, que es el "sacramento de piedad, signo de unidad, vinculo de caridad, banquete pascual en el cual se come a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria venidera.
El jueves (o domingo) siguiente al domingo de la Santísima Trinidad, la Iglesia celebra la solemnidad del santísimo cuerpo y sangre de Cristo. Ese es su título completo, aunque solemos referirnos a ella utilizando su anterior nombre latino, "Corpus Christi". Es interesante saber que su título más antiguo fue Festum Eucharistiae.
Historia de la fiesta
Desde los albores del siglo XII, la fe y la devoción eucarística se inclinaron notablemente hacia la doctrina de la presencia real de Cristo en la eucaristía. Esto se debió, en parte, a una reacción contra las herejías que prevalecían entonces; como la de Berengario, que minimizaba e incluso llegaba a negar tal doctrina. La práctica eucarística de aquel tiempo se caracterizaba por un fuerte deseo por parte de los fieles de ver la hostia y el cáliz en la misa. Esto iba acompañado por una sensación de temor reverencial ante la presencia real y una profunda conciencia de indignidad personal. Ver la hostia, venerar las sagradas especies, constituía una forma de comunión espiritual. La comunión sacramental, que es la mejor forma de participación en la misa, se hizo poco frecuente.
Ese era el clima religioso, un clima de lo más favorable para introducir una nueva fiesta en honor de la eucaristía, considerada especialmente bajo el aspecto de presencia real. La iniciativa no llegó "de arriba", de la jerarquía, sino "de abajo", de un movimiento del Espíritu en la Iglesia. Una monja desconocida, de vida estrictamente claustral, sería la primera en promover la institución de una nueva fiesta eucarística. Era Juliana de Mont Cornillon, de la diócesis de Lieja, en lo que hoy es Bélgica.
En 1208, Juliana tuvo su primera visión. Observó la luna llena, en la cual veía una mancha oscura. Recibió entonces la revelación, por parte de Cristo, de que aquella mancha significaba la ausencia en el calendario de una fiesta especial en honor a la eucaristía. Recibió, además, el encargo de promover esa fiesta. Pasaron varios años antes de que la vidente pudiera encontrar a alguien dispuesto a escuchar su propuesta favorablemente.
En 1240, Roberto, obispo de Lieja, promulgó un decreto estableciendo la fiesta en su diócesis, para que se celebrara el segundo domingo después de pentecostés.
En 1251 el legado papal cardenal Hugues de Saint-Cher inauguró la fiesta en Lieja. En adelante se celebraría el jueves después de la octava de pentecostés.
En 1264, el papa Urbano IV extendió la celebración a toda la Iglesia. Sin embargo, el decreto papal permaneció durante cincuenta años como letra muerta. Sólo cuando el papa Clemente V confirmó el decreto de su predecesor y Juan XXII lo publicó en 1317, la nueva fiesta encontró un lugar seguro en el calendario. No tardó en llegar a ser una de las fiestas más populares en el año litúrgico de la Iglesia.
Al principio no se hacía procesión. La primera noticia que se tiene de esta práctica se remonta al año 1279, en Colonia. Pronto siguieron su ejemplo otras iglesias. La hostia consagrada se llevaba procesionalmente por las calles y los campos, tributando así público homenaje a Cristo presente en el sacramento. Para exhibir la hostia se usaban entonces los relicarios. Más tarde comenzó a elaborarse lo que hoy conocemos con el nombre de custodias.
La procesión
Según el Ritual de la sagrada comunión y del culto a la eucaristía fuera de la misa, "el pueblo cristiano da testimonio de fe y piedad religiosa ante el Santísimo Sacramento con las procesiones en que se lleva la eucaristía por las calles con solemnidad y con cantos" (101).
Desde luego, la procesión es opcional. El tráfico y abarrotamiento de nuestras ciudades y otros muchos núcleos urbanos importantes presentan algunas dificultades. Para asegurar una procesión más ordenada y digna, los pastores pueden transferirla al domingo siguiente y a una hora más tranquila por la tarde. Donde la procesión no es viable, se pueden considerar otros modos para tributar honor públicamente en este día a la presencia eucarística de Cristo. Una prolongada exposición del Santísimo en la iglesia podría, en tal caso, sustituir a la procesión.
Pero donde no hay inconvenientes para que se lleve a cabo con dignidad y reverencia, conviene hacerla. Es la procesión un hermoso acto público de homenaje a Cristo presente en la eucaristía y de acción de gracias a Dios por tan inmenso don. Constituye, además, una viva manifestación de la iglesia local.
Es importante enfatizar la íntima conexión que existe entre la misa y la procesión. El mencionado ritual, en el número 103, afirma: "Conviene que la procesión con el Santísimo Sacramento se celebre a continuación de la misa en la que se consagre la hostia que se ha de trasladar en procesión". No se trata de una mera rúbrica, sino de manifestar que la procesión es una prolongación de la misa y, por consiguiente, no debe considerarse separada. Viene a ser una acción de gracias más amplia. Toda devoción eucarística debe partir de la misa y conducir de nuevo a ella. Nos lo recuerda la instrucción de mayo de 1967 Adoración del misterio eucarístico, n 3 E: "La celebración de la eucaristía en el sacrificio de la misa es verdaderamente el origen y el fin de la adoración que se tributa a la eucaristía fuera de la misa".
La hostia que se lleva en procesión es el pan vivo y dador de vida. Con razón recibe culto público, y su finalidad principal es ser recibida como alimento espiritual para unirnos con Cristo y asociarnos a su sacrificio. La hostia llevada en triunfo con luces e incienso está destinada a ser consumida por uno de los fieles, tal vez por un niño...
Durante la procesión se pueden hacer estaciones o paradas donde se da la bendición eucarística. "Los cantos y oraciones que se tengan se ordenen a que todos manifiesten su fe en Cristo y se entreguen solamente al Señor" (104). "Al final se da la bendición con el santísimo Sacramento en la iglesia en que acaba la procesión, o en otro lugar oportuno; y se reserva el santísimo Sacramento" (108).
VINCENT RYAN
PASCUA. FIESTAS DEL SEÑOR
Ediciones Paulinas.
Madrid 1985, pág. 106-117
Constitución sobre liturgia, n 47, citando a San Agustín
Fuente: www.encuentra.com