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domingo, 15 de mayo de 2011

"El Ultimo Jesuita", reciente novela de Pedro Miguel Lamet, S.J.



NOTICIAS - "El Ultimo Jesuita", reciente novela de Pedro Miguel Lamet, S.J.
Experiencias de una novela



Hace más de cinco años que me rondaba in mente la posibilidad de escribir un relato histórico de los dramáticos acontecimientos que rodearon la expulsión de los jesuitas de España en tiempos de Carlos III y la ulterior extinción canónica de la Compañía de Jesús por el papa Clemente XVI, un pedazo de historia tan apasionante como desconocido en su complejidad para la inmensa mayoría. Los historiadores, es cierto, han investigado y siguen investigando a fondo esa época y le han dedicado monografías parciales de sumo interés, que junto a documentos y diarios recientemente publicados componen un mosaico variopinto, ilustrativo, pero confuso, polémico y desde luego inasequible para un lector de la calle. Pensé por tanto dedicar un libro a ordenar esos datos y acercarlos al gran público. Pero me disuadía la dificultad de entenderlo yo primero, que no es fácil, y luego encontrar un hilo conductor a tantos personajes, intereses, intrigas, razones de Estado, motivaciones teológicas, pesquisas, trasfondos políticos, logísticas militares, sociológicas y eclesiales que componen la maraña de estos episodios.



Llegué a pensar en un manual de Historia, puesto al día, que en realidad no existe en la amplísima bibliografía que ha ido apareciendo en estos doscientos años. Pero al final, me decidí por la novela histórica, que es un género que conozco bien, suaviza la lectura, y aproxima el conocimiento de estos hechos a un lector medio.



El problema es que la novela histórica, que ha experimentado un boom considerable en los últimos años, se ha desprestigiado un tanto, excepto en contadas excepciones, por inducir a la confusión entre los elementos de ficción y de historia incluso hasta llegar a deformar a esta última. Por eso me esforzado en las mías, en la herencia de maestros como Walter Scott, Tolstoi, Sienkiwicz o nuestro Benito Pérez Galdós, en ser muy fiel a los datos históricos, llevados en volandas, eso sí, de una ficción lo más atractiva posible.



En otras de mis novelas donde el personaje -léanse Ignacio de Loyola, Juan de la Cruz, Claver, Borja o Javier- tiene tal consistencia que vertebra el espinazo de la obra, no hay duda que la fuerza y el contenido procede de su misma biografía. Pero en El último jesuita abundan los personajes de reyes, papas, ministros, embajadores, obispos, sacerdotes, religiosos, a partir de dos ópticas que habían de estar presentes: la de los perseguidos y los perseguidores, la de jesuitas y la de los déspotas ilustrados. Estos vienen representados por los dos protagonistas de la historia, Mateo y Javier, los hermanos Fonseca. Ambos ingresan en la Compañía. Uno, enamorado de su prima, se sale del noviciado y entra en política y otro persevera y sufre el calvario que especialmente afectó a los novicios que decidieron libremente seguir a los jesuitas formados; lo que me permite adentrarme de un lado en las intrigas del entorno de Carlos III, y del otro en las penalidades de los expulsos y abolidos, pasando por las vicisitudes de las navegaciones, cárceles, exilio y el gran fresco que constituye la tremenda acción para doblegar al Papa del conde de Floridablanca como embajador o ministro de España en Roma.



El resultado para mí ha sido, salvando las distancias, una investigación exhaustiva, un sin fin de lecturas, momentos de desasosiego, pero al mismo tiempo de aprendizaje e ilustración sobre una época que desconocía y que, como la historia en su conjunto, es maestra de vida. Con el agravante de que mi cometido era también de creación, de poner en escena, como en una película o grandes relatos de televisión hechos y personajes, hasta convertirlos en vida.



Hoy comúnmente se admite que la Supresión constituyó una grave derrota para la Iglesia y el papado de las corrientes regalistas. Aun reconociendo culpas reales de la Compañía de le época, en cuanto que había alcanzado la cima de su poder e influjo, tintados sin duda de cierto orgullo colectivo que concitó odiosidades incluso dentro de la Iglesia, la intolerancia y crueldad con que fue perseguida y abolida, no exime históricamente de brutalidad al Despotismo Ilustrado, que ni siquiera escuchó en ningún momento a aquellos “reos”, condenados sin el más elemental juicio.





Los historiadores con todo siguen divididos frente a la conducta de Clemente XIV. Los partidarios del papa sostienen que no tenía otra salida ante las presiones de las cortes borbónicas para evitar un cisma, y que retardó cuanto pudo el exterminio. Los defensores de los jesuitas aducen la gran debilidad del pontífice, su oscuro compromiso durante el cónclave, los funestos colaboradores de que se rodeó, la facilidad con que se convirtió en juguete angustiado de los ministros en Roma, principalmente del implacable conde de Floridablanca, en cierto modo su verdugo; además de su desinterés de las víctimas, cuando otras potencias seguían siendo favorables a los jesuitas y éstos llegaban a sucumbir a manos del Papa, el mismo que ellos defendían ante los regalistas.



En realidad no dejaba de ser un primer acto de la tragedia que para la Iglesia supuso la revolución francesa, con la supresión de todas las órdenes y que culminaría en la detención y deportación del propio papa.



Según el historiador Teófanes Egido en España “la supresión fue una medida parcial de otra operación mucho más vasta”. Los hombres de gobierno como Azara, Roda, Campomanes, Floridablanca y el propio Aranda “se orientaban hacia la eliminación de todas las órdenes religiosas, incautos e interesados instrumentos de un despotismo ilustrado que tenía que contemplarlas como menos peligrosas, pero tan inútiles como los expulsos”. Egido sostiene que la expulsión “constituyó un triunfo decisivo de la ideología regalista” y que “en este acto de fuerza del despotismo ilustrado, si hay algo que no opera, es precisamente el factor religioso ni la hostilidad hacia la Iglesia”.



Como fuere, llegaría a ser la consecuencia de una suma de circunstancias donde se mezclaron intereses económicos, sociales, rivalidades internas, y en definitiva, como siempre, las supremas razones políticas, que son las que al final manejan a su antojo los destinos de los pueblos. Los que más sufrieron las consecuencias de tan triste historia fueron sin duda los pobres guaraníes, como otros indios americanos, y la excelente labor de las reducciones abandonadas, donde ya crecía la hierba.



¿Y Carlos III? Ni tan pío como dicen -baste recordar cómo “asfixió” a los parientes que pudieran hacerle sombra en sus poderes-, ni tan equilibrado y buen gobernante como lo presentan algunos biógrafos. Los italianos que se trajo de su idilio en Nápoles, que le generaron tan graves conflictos en España, y los ministros manteístas de los que se rodeó, acabaron sacando provecho de su sentimiento dominante: el miedo, que intentó aliviar huyendo a Aranjuez y procuró mantener controlado, para evitar la genética locura de sus predecesores, yéndose diariamente de caza. Tanto miedo, como para no atreverse a publicar las razones de una expulsión y guardárselas en “su real ánimo”, o intentar acorralar más tarde a las naves rusas de la zarina Catalina en Cádiz, porque esta seguía sin publicar en la Rusia Blanca, donde se salvaría un retén de la orden, “su” amado breve. Hay quienes piensan que sin el Motín de Esquilache, que tanto le impactó, no se habría producido la extinción de la Compañía, ya que, como hemos visto, fue Carlos III precisamente, a través de Floridablanca, su último y decisivo ejecutor.



Pero más allá de las posibles interpretaciones sobre tan complejo episodio, lo que sucedió no deja de ser en sí mismo un atropello incalificable a seres humanos, cualesquiera que estos fueran, que queda en los anales de la historia de la intolerancia, como otros tantos exilios, destierros, genocidios o exterminios. De ellos, como de los curiosos y dramáticos hechos que mi novela recoge, hemos de sacar una vez más, cualquiera que sea nuestra ideología, lecciones para la convivencia.



Hoy, afortunadamente gozamos de separación entre Iglesia y Estado. Los gobiernos no tienen tanto influjo en la elección de un Papa, cuyo poder, pese a su prestigio moral, es ahora más espiritual que temporal. Sin embargo en España actualmente estamos regresando a un cainismo peligroso, que reaviva tanto un absurdo clericalismo a ultranza y a la defensiva, como a un agresivo y trasnochado anticlericalismo que no ayudan precisamente a la convivencia.



Para mí la gran enseñanza de las víctimas de la expulsión y extinción es que, por encima de las dificultades, problemas, incluso la muerte misma de una institución, la fidelidad a la oración y al encuentro con Jesucristo permiten seguir siendo uno mismo.



Y una conclusión que queda bastante clara en mi novela y en la historia posterior: alguna impronta o elán debió dejar San Ignacio de Loyola en su fundación, que surge probablemente de sus Ejercicios Espirituales, cuando aquellos déspotas ilustrados pasaron a ser una página superada de la historia, mientras la Compañía de Jesús permanece hoy en tiempos difíciles viva e interpelante en su arriesgada y evangélica labor en las fronteras de la fe, la justicia y la cultura.



http://www.jesuitasperu.org/noticia.php?id=860
http://blogs.21rs.es/lamet/2011/05/09/la-brutalidad-del-despotismo-ilustrado/