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domingo, 28 de noviembre de 2010

Dogma de la Inmaculada Concepcion


El dogma de la Inmaculada Concepción


«En atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano, María fue preservada inmune de toda mancha de pecado original». Dijo el papa Pío IX el 8 de diciembre de 1854.
por René Laurentin

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El 8 de diciembre de 1854, Pío IX (entonces en su octavo año de pontificado que durará poco menos de 32 años) definió el dogma de la Inmaculada Concepción, después de la más larga y grave controversia que haya desgarrado a la Iglesia. Más de seis siglos antes, san Bernardo, aunque cautivado de María, reprendió duramente al venerable Cabildo de los canónigos de Lyón, diócesis primacial, por la adopción de la fiesta de la Concepción, procedente de Oriente, ya que era ajena a la fe y a la Tradición. Los grandes doctores de la Edad Media se mostraron desconfiados o contrarios ante este misterio: todos, hasta Duns Escoto (muerto en 1308, a la edad de 42 años), que se atrevió a reaccionar, a finales del siglo XIII, pero sin llegar a decir: el pecado original no la tocó. Además, si lo hubiera afirmado, la Sorbona lo habría condenado.
No afirmó la concepción inmaculada de Maria y se limitó a establecer que: 1) Dios podía hacerlo; 2) era oportuno.
Pero no se atrevió a añadir: lo hizo.

La solución genial de Escoto
¿Por qué entonces se considera a Duns Escoto el doctor de la Inmaculada Concepción? Por válidos motivos. Este genial teólogo, después de haber escrito una obra inmensa, tuvo la prudencia de evitar la condena y al mismo tiempo la inteligencia de renovar la problemática.
Su papel fue decisivo porque demolió la objeción mayor que parecía prohibir esta doctrina: según el Evangelio y la Tradición más que milenaria, Cristo es el Redentor de todos. Si María está exenta de pecado original, la nueva Eva no fue redimida y Cristo deja de ser el Redentor universal. Esta excepción sería un atentado contra el dogma fundamental de la Redención.
Escoto parte de la objeción misma: sí, Cristo es el Redentor perfecto. Ahora bien, la perfección de su Redención requiere que sea capaz no sólo de lavar el pecado sino de prevenirlo. La perfección misma de su Redención requiere esta capacidad suprema (una madre que consuela y lava a su hijo que se ha caído en el regato es una buena madre; pero la madre que controla a su hijo para que no caiga en el regato es un madre mejor), Cristo debía preservar a María del pecado para que nada contaminara la Encarnación. Dios, según una ley general inscrita en la Escritura y en la Tradición, pone la perfección al principio de todas sus obras: creación o recreación.




La Inmaculada Concepción, Giambattista Tiépolo (1696-1770), Museo del Prado, Madrid



También es mérito de Escoto haber encontrado la palabra clave que los predicadores de este 150 aniversario deben esculpir en sus mentes. Un día el cardenal Maurice Feltin (1883-1975), arzobispo de París, predicando en la gruta de Lourdes, no recordaba esta palabra clave, y otra palabra salió de sus labios: María había sido purificada. Si hubiera sido purificada, significaba que había contraído el pecado original. Se daba cuenta de que, un siglo después de la definición de Pío IX, esto no era exacto, pero su memoria de septuagenario no daba con la palabra “preservada”. No recordaba el vocablo perdido y corregía como podía la expresión infeliz multiplicando los adjetivos: una purificación maravillosa, la más bella, la más radical. Con pesar corregía y volvía a corregir sin lograr su objetivo.
Y, sin embargo, desde hacía tres siglos los papas usaban la solución de Escoto: Alejandro VII (1661) y luego Pío IX (1854) habían adoptado el acertado término de Escoto: preservación.
En la definición dogmática no se encuentra la expresión abstracta “Inmaculada Concepción”. Era preciso decir más y mejor. Leamos las palabras esenciales que formulan el dogma del origen inmaculado de María: «Fue preservada inmune de toda mancha de pecado original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano».
El papa Pío IX definió ante todo la verdad que había sido la objeción determinante que había bloqueado el dogma durante diecinueve siglos: María es redimida por Jesucristo. Pero al mismo tiempo definió que su redención no es purificación, sino que es: preservación en previsión de los méritos del Salvador de todos. Estos dos prefijos indican la excepción preveniente de Jesús por su madre e integran en la definición la verdad fundamental, profesada desde siempre por la fe. Así había sido abolido, desde la época de Alejandro VII, el decreto del Santo Oficio que ponía en el Índice a todos los autores que le daban el título de “Inmaculada Concepción” y que a veces iban a parar a la cárcel, como fue el caso de Ippolito Maracci (1604-1675) a mediados del siglo XVII.



El patriarca de Venecia Albino Luciani en Lourdes



El problema ecuménico
Los “hermanos separados” no han aceptado este dogma. Varios sínodos ortodoxos lo han condenado. Es extraño porque nos llega de ellos. En el siglo VII u VIII habían introducido la fiesta de la Concepción de María y celebraban dicha Concepción con gran abundancia de adjetivos disponibles en griego: Concepción santa, pura, inmaculada…
Tuvieron que pasar cuatro o cinco siglos antes de que la evidencia, vislumbrada por san Agustín, lograse rebatir la objeción mayor que la había privado de una fórmula clara al principio del siglo V. Escribía san Agustín que cuando se trata de la Virgen no quería hablar en absoluto del pecado: «Nosotros no entregamos María al diablo por razón del nacimiento, porque la condición del nacimiento se destruye por la gracia del renacimiento» (Contra Iulianum opus imperfectum IV, 122; Patrología latina 45, 417). Agustín, por tanto, afirmaba la redención de María, la libraba del pecado y del diablo, pero sin explicar cómo (por preservación y previsión). Su importante declaración resultaba ambigua: “maculistas” e “inmaculistas” se aprovecharon durante siglos.
Por una de esas vueltas raras que da la historia, desde el siglo XI al XIX los ortodoxos se han contrapuesto a esta verdad que ellos mismos nos habían transmitido, en la medida en que nuestro Occidente, primero contrario, se disponía simétricamente en el otro sentido. Aún hoy la discusión es a menudo más difícil con los ortodoxos que con los protestantes. Los ortodoxos plantean muchas objeciones: se aleja a María de nosotros, se disminuye su mérito, etc. Los protestantes son contrarios a este dogma en nombre de sus principios, pero el diálogo a veces es más fácil, si se parte de su mismo principio diciendo: es la ilustración más notable de la “sola gracia” (lema de Lutero).


Un bombero coloca la corona de flores sobre la estatua de la Inmaculada Concepción de la plaza de España, en Roma, con ocasión de la festividad del 8 de diciembre

La Revelación bíblica
La objeción común de los ortodoxos y de los protestantes es que este dogma (como el de la Asunción) no está revelado en la Biblia. Nuestra respuesta está en la primera palabra de la Anunciación : «Alégrate, llena de gracia» (en griego: kécharitômené) (Lc 1,28).
Es una palabra muy fuerte, es el nombre de gracia de María. Dice de la plenitud de amor de Dios por ella. Pero todo esto resulta muy implícito de ahí que los santos doctores del siglo XIII fueran contrarios, al igual que algunos dominicos del Santo Oficio hasta 1854.
Me han hecho falta años para darme cuenta de que esta verdad estaba luminosamente inscrita en la Revelación, si se lee la Biblia según su progresión, a menudo más significativa que sus afirmaciones explícitas.
La revelación de esta verdad se halla mencionada por primera vez en el capítulo 2 del profeta Oseas (por tanto desde el siglo VIII a. de C.). Es una acusación terrible de Yahvéh contra su pueblo –su «esposa infiel» (2,4), «dada a la prostitución» (1,2; 2,7; 3,3; cf. caps. 2, 4, 6)– por su culto a los falsos dioses (a los cuales Salomón había construido templos para sus esposas idólatras). Pero después de sus imprecaciones por su amor herido, Yahvéh, Marido fiel, promete comenzar todo de nuevo: «Por eso yo la voy a seducir: la llevaré al desierto [el lugar de la Alianza] y hablaré a su corazón» (2,16). «Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y equidad […], te desposaré conmigo en fidelidad» (2, 21.22).
Dios, Marido lleno de pasión por su pueblo –la hija de Sión, esa niña perdida que él había recogido mientras yacía en su sangre, adoptada y luego esposada en la edad de su esplendor (Ez cap. 16)–, olvida sus pecados, según la maravillosa capacidad de olvido propia de la misericordia infinita de Dios celebrada en la Biblia.
El Cantar de los cantares revela su sentido si se lee según la tradición bíblica, es decir, identificando al Esposo con Yahvhé y a la mujer con un pueblo, una ciudad: «Tu cuello, la torre de David…» (Ct 4,4; cf 7,5). Y la amada, hija de Sión, dice: «Yo soy una muralla [los bastiones de Jerusalén] y mis pechos, como torres» (8, 10 etc.) y para terminar Dios le dice a su amada: «¡Toda hermosa eres, amada mía, no hay tacha en ti!» (Ct 4,7; cf. 1,15.16; 4,1; 5,9; cap. 6).
En el Cantar de los Cantares ya no hay rastro de la prostitución denunciada por Oseas; son sólo sueños (pesadillas de la esposa bellísima), por eso repite: «No despertéis, no desveléis al Amor, hasta que a ella le plazca» (Ct 2,7; 3,5; 8,4).
Esta afirmación no es sólo implícita, es manifiesta; pero sigue siendo virtual si no se sabe colocar el conjunto de los textos bíblicos en su progresión desde Eva a María, última heredera y cumplimiento del pueblo elegido: esposa de Yahvhé.
¿Dónde, cuándo y cómo la prostituta pudo convertirse en la amada sin mancha? En María, madre del Señor, llena del amor de Dios, un amor preveniente, gratuito y lleno de significado de la palabra griega intraducible kecharitôméné: palabra fuerte formada por la raíz cháris: gracia, que el ángel explica en seguida: «Has hallado gracia delante de Dios» (Lc 1,30).
Así María ha sido llevada al culmen de gracia y de amor que le ha permitido dar a luz al Salvador en la raza y en la historia humana, a la cumbre del pueblo de Dios. No solamente lo concibió y dio a luz como hombre, sino que, gracias a su adhesión perfecta a Dios hecho hijo suyo por medio de ella sola, fue también el primer miembro del Cuerpo místico que ella misma creaba. Miembro fundador de la Iglesia, era toda la Iglesia por la gracia del Espíritu Santo (cf. Lc 1,35), que la visita a su prima Isabel iba a extender a su hijo Juan Bautista, y luego a Zacarías: los tres llenos de Espíritu Santo, según Lucas 1, 42.46.



La Inmaculada Concepción, estampa francesa de los años cincuenta


«Más joven que el pecado»
María, pues, no sólo es el único miembro fundador de la Iglesia, sino el único miembro exente de todo pecado, porque los demás miembros son pecadores: «El justo peca siete veces al día», según el adagio. La santa Iglesia está hecha de pecadores, y en cada uno de ellos el amor hace retroceder el pecado con la gracia de Dios. La frontera del pecado atraviesa nuestros corazones. Sólo María no se ha empantanado en este lodazal: ella está libre «de toda mancha de pecado», dice claramente Pío IX. Libre de ese desequilibrio de los deseos que la Tradición cristiana llama concupiscencia.
Ella es el inicio de la “nueva creación” prometida por los profetas: «Más joven que el pecado, más joven que la raza de la cual ha nacido», decía poéticamente Bernanos. María es «la nueva Eva», dicen los Padres de la Iglesia.
Desde hace años propongo a la atención esta radiografía de la Biblia, pero por mucho que sea pertinente y luminosa, no encuentra ningún eco; la exégesis y la teología a veces son muy miopes. Se empeñan en decirnos qué es lo que la Biblia ha tomado de la tradición cultural pagana (y es verdad que lo ha hecho), pero sin ver cómo la inspiración del Espíritu Santo progresivamente ha purificado, completado, trascendido la mejor de estas nobles tradiciones culturales, de las cuales se ha servido para producir la miel de la Revelación bíblica.

Ver a María con los ojos de Dios
Ahora puedo confesar algo que me causa gran sorpresa: hay una fuerte contraposición entre los científicos profanos y los que exploran la revelación divina con el mismo espíritu científico.
Los primeros tratan continuamente de penetrar más a fondo los increíbles y fascinantes misterios del cosmos, que hacen explotar los conceptos humanos (relatividad; principio de indeterminación; el mundo infinitesimal, que crea su espacio sin estar en ningún espacio que lo contenga, etc.). Nosotros nos asombramos con ellos, sin comprender de manera adecuada ese conjunto vertiginoso del cosmos en que estamos sumergidos. Los segundos, imbuidos del principio científico según el cual todo ha de ser explicado desde abajo y solamente desde abajo, tratan de reducir la Revelación bíblica a sus condicionamientos culturales paganos, sin ver cómo la Escritura inspirada los transciende progresivamente, no tanto con conceptos racionales sino más bien con símbolos poéticos, mediante los cuales se cumple la revelación, entretejida con símbolos más que con abstracciones.
¿Se puede de verdad ser teólogo sin la fuerza de penetración intuitiva y poética de la que aún era testigo la gran generación de los poetas Péguy, Claudel y Bernanos?
Hace ya más de medio siglo que estudio a Dios y a la Virgen María, sin separarles ni disociarles nunca; y voy de maravilla en maravilla; porque la coherencia, la verdad, la luz suprarracional de este misterio supremo, parte integrante de la Encarnación y de la Redención, se concentran así en la breve frase que es la conclusión, el fin y el cumplimiento total de toda la Revelación: «Dios es amor».
Es sólo amor, ha creado sólo por amor y sobreabundancia.
En cuanto a María, ella es la primera en el amor, porque es la más amada por Dios y al mismo tiempo aquella que más lo ha amado, a imagen del Hijo, que recibe todo del Padre y le devuelve todo en una eterna y arrolladora gratitud.
Así esta pequeñísima criatura, esta muchacha de la ciudad y de la provincia más periférica, más despreciada, Nazaret, en Galilea (cf Jn 1, 46), este pequeño animal racional tan inferior a los ángeles por inteligencia y potencia natural, está por encima de los ángeles: reina de los ángeles, la primera en absoluto de las criaturas. Reina de los ángeles, esta muchachita. Porque sólo el amor vale. Ella podía decir aún mejor que Teresa de Lisieux, en el umbral de su gran consagración: «Seré el Amor»; y podía decir aún mejor que Yvonne-Aimée de Malestroit (mística francesa, 1901-1951) llegada al culmen de su unión mística con Dios: «Mi Amor es la esencia misma del infinito» (tan identificada se sentía con el Amor mismo que es Dios en tres Personas).


La hornacina de la plaza Campo di Ferro, en Roma, dedicada a la Inmaculada Concepción


En este cumplimiento María sigue siendo la más humilde de las criaturas «y la más grande, porque es también la más pequeña», explicaba Péguy en sus páginas. Decía ella en su maravillosa acción de gracias: «Dios […] ha puesto los ojos en la humildad de su esclava […] Ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso […] Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes», a todos los humildes, de los que María es la evidencia más transparente. Así es la más bella entre las criaturas: todos los que la han visto se quedaron maravillados. «Tan bella que una quisiera morirse para volver a verla», decía Bernadette. Otra vidente le preguntó: «¿Qué hacéis para ser tan hermosa?». Ella respondió con dos palabras: «Porque amo».
Como todas las madres quisiera que nosotros fuéramos hermosos como ella, más bellos, si fuera posible, por el mismo Amor: el amor divino, tan distinto de lo que los hombres denominan con esta palabra. Porque “te amo” a menudo significa: “Quiero tenerte, poseerte, dominarte”, como demuestran los violadores asesinos, que llenan las páginas de la prensa francesa. Pero “te amo” según Dios y según la verdad humana quiere decir: “Quiero tu bien y tu felicidad, haré todo para servirte. Daré mi vida por ti”: es lo que casi todos los padres saben hacer por sus hijos.
Así es el amor de Dios, que ha puesto su imagen más natural en la familia. Es sólo don. Las tres Personas divinas son don total, las unas a las otras, sin sombra de egoísmo, de narcisismo, de individualismo.
Las Personas divinas. Estas personas supremas, nuestro modelo, no son individuos, dice santo Tomás de Aquino, son altruismo. Su vida es su mutuo don que constituye su plenitud infinita. Nosotros estamos llamados a entrar en esta plenitud que es el verdadero nombre de la felicidad. María nos arrastra dentro.
La imagen más hermosa del Amor de Dios en la tierra es el amor de las madres por sus hijos, a los que dan la vida como el Padre la da al Hijo que está eternamente en el seno del Padre (cf Jn 1,18).
Al igual que su amor no es más que don, así es el amor de María por Jesús, así es el amor de los padres que hacen todo por sus hijos.
María ha engendrado corporalmente sólo a Jesús. Todos los demás hombres tienen otra madre. Somos, por tanto, sus hijos adoptivos. Esto no quiere decir que nos quiera menos. Los padres adoptivos que conozco no quieren a sus hijos adoptivos menos que a los que han tenido juntos. Al contrario, los quieren más, porque los niños desafortunados que han arrancado a la miseria y a la infelicidad a menudo llevan heridas en el cuerpo y en la mente. Hay que darles más amor para curar esas heridas. Es lo que hace María con nosotros.
A imagen del Padre celestial, que siente más alegría por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de conversión (cf Lc 15,7), ella no nos quiere menos que a su Hijo Jesús, y le costamos más amor y más penas. Debe amarnos más para arrancarnos del pecado, porque nos obcecamos.
Su origen inmaculado no la aleja de nosotros, como objetan algunos. Todo lo contrario. Porque no se comprende el pecado mediante el pecado, sino mediante el amor. Todo egoísmo disminuye en nosotros el amor y enfrenta a los pecadores los unos contra los otros. Para que María sea verdadera madre de Dios y madre de los hombres, Dios ha dilatado su corazón a medida del suyo sin medida. No podremos comprender adecuadamente el esplendor de este amor extenuado por los dolores de su compasión si no en Dios mismo, cuando estemos allí, identificados, en la revelación final.
Sólo podremos comprender el amor vertiginoso de María, a la prueba en la compasión, con la mirada y el Amor de Dios, más allá de este mundo.

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