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martes, 23 de marzo de 2010

Semana Santa en Lima Antigua

La Semana Santa es una festividad religiosa en que la Iglesia recuerda
el Sacrificio del Hijo de Dios para la Redención de la Humanidad.

Con la llegada de los españoles al Perú, esta costumbre, al igual que muchas otras, se trasladó al Perú y caló muy pronto en el espíritu del hombre andino, no sólo asimilándola sino también dándole un sabor muy característico, ejemplo de ello son las diferentes manifestaciones de estas fiestas en todo el territorio.

En el caso de Lima, las celebraciones se llevaban por todo lo alto y se preparaban desde el Miércoles de Ceniza que marcaba el fin de los tres días de desenfreno de los Carnavales y el inicio de un periodo de arrepentimiento y ayuno: la Cuaresma, ocasión para múltiples procesiones y manifestaciones de piedad cristiana, como la procesión de la Penitencia de Cuaresma que salía de Santo Domingo o la procesión de la Amargura, que incluso sirvió para denominar así a todo el actual Jr. Camaná, en cuyos paredones de su última cuadra -hacia la Recoleta- estaban pintados los pasos de la Pasión.




Domingo de Ramos

El Domingo de Ramos, en la Lima de antaño, se efectuaba una muy popular procesión, con la que se daba inicio a la Semana Santa propiamente dicha. Esta procesión salía entre las 5 y 6 de la tarde, muy pintoresca no sólo por sus bellos motivos religiosos, sino también por la gran cantidad de gente que la acompañaba: en un anda iba Jesús montado en burro, con sus apóstoles y Zaqueo trepado en una palma; en otra, la Virgen Dolorosa con el corazón traspasado por siete puñales de plata.

El vestido de Zaqueo llamaba la atención, pues cada año cambiaba de ropaje: marino, militar, diplomático, bombero, seminarista, torero, o algún personaje de actualidad. La misma curiosidad despertaba la burrita, finamente enjaezada; cuentan de ella que venía sola desde su potrero a pararse frente a la iglesia a que la preparen para tan solemne acto.

Desde la mañana acudía la gente a misa también llamada de Ramos, por las muchas flores que cubrían los altares y porque se regalaban ramitas de palma y olivo bendecidas, las cuales servían para seguir la procesión. Era familiar también los pregones de los cholos de Corongo, que ofrecían sus golosinas en su media lengua de castellano y quechua, causando gran alboroto en la chiquillada: al buen pan de dulce de regalo; uva blanca, zambita y mollarita, pera-perilla, lúcuma y helados de leche, piña.

La Banda de la Artillería llegaba del cuartel para acompañar la procesión, que anunciaba su salida con repiques de campana y cohetes. Gran revuelo y general contento.

El tráfico de coches y tranvías quedaba suspendido. En la Plaza Mayor se sentía el fervor religioso que desbordaba entre las miles de personas ubicadas, desde horas antes, en los portales y balcones, en la desembocadura del Callejón de Petateros y en el atrio de la Catedral. En los balcones encajonados del antiguo Palacio aparecía el Presidente, sus familiares, edecanes y Ministros, mientras que los mayordomos salían a vaciar sobre las andas grandes azafates de jazmines y azucenas.

En las bocacalles de la Plaza, carruajes descubiertos de familias adineradas; negras sahumadoras saturaban el ambiente con humo del incienso; los niños querían ver el traje de Zaqueo y sus padres los subían a sus hombros. La vuelta alrededor de la Plaza se hacía dentro de un marco de esplendor formado por luces que se destacaban por todos lados, rutilando al compás de la música. En los balcones del anterior Palacio Arzobispal aparecía el Arzobispo rodeado de canónigos, para impartir la bendición episcopal.

De regreso al templo, las dos andas escuchaban junto con la multitud que abarrotaba la iglesia, el laudamus de rigor y la concurrencia se retiraba a sus casas por lo general más allá de las diez de la noche.



Semana Santa

Así amanecía el lunes, primer día conmemorativo de Pasión y Muerte, cuando Cristo empezaba a padecer y en los corazones de los Cristianos se acababan las alegrías dejadas por las flores y palmas del Domingo. El amor y temor de Dios era tal que la mayoría de los hogares se entregaba al más místico recogimiento. En ninguno, por más pobre que fuere, faltaba la repisa con el Crucifijo o la Virgen velándose, delante de la cual se rezaba el rosario día y noche.
Hasta los más palomillas se sabían al dedillo los misterios gozosos, dolorosos y gloriosos con sus letanías, padrenuestros y avemarías consiguientes. Toda la semana, a la hora en que el Ángel del Señor anunció a María, los muchachos se sentaban por lo general alrededor de una de las abuelas con misal y rosario en ambas manos, para iniciar el rezo. En seguida del rosario, el lunes la explicación sobre el Paso de la Cena; el martes la Oración del Huerto, y el miércoles la Prisión.


JUEVES SANTO

El jueves, estos ejercicios tomaban un cariz más solemne. Se celebraba la última misa de Pasión y había que confesarse y comulgar obligatoriamente. Después, chocolate con pan de dulce para el desayuno y de ahí hasta el almuerzo, que consistía por lo común, según cuentan los antiguos, en una buena sopa de yuyos con bonito. En este día, también a partir de las doce, cambiaba por completo el aspecto de la ciudad: teatros y cantinas cerrados, tránsito paralizado, los trenes no tocaban pitos ni campanas, no se escuchaban ruidos de ninguna clase.

Acabado el almuerzo, se salía a visitar las Siete Estaciones: la gente luciendo sus mejores ropas negras en señal de duelo, lo hacía hasta altas horas de la noche. Las mujeres de mantilla y sin adornos. De regreso a casa, el rosario y la explicación dolorida del paso de Jesús por la calle de Amargura camino al Calvario.

También se solía llevar a lo niños a la Plaza Mayor a ver la Formación de Semana Santa que duraba todo el tiempo de los Oficios Divinos de la Catedral, en los cuales el Arzobispo oficiaba acompañado por los canónigos. Concurrían como hoy, el Presidente, los Ministros, Vocales de las Cortes, funcionarios públicos, con ligeras variantes.

Era de ver al Ejército dispuesto en las cuatro alas, con sus cañones y ametralladoras relucientes, uniforme de gala con pompón y luto al brazo, rindiendo honores al Altísimo. En el desfile final, los soldados marchaban con el estandarte cubierto de negro crespón y con los rifles a la funerala, apuntando al suelo.

En Palacio Arzobispal, a las doce del jueves eran llevados 12 ciegos mendicantes a quienes el Arzobispo les lavaba los pies en una palangana de plata, como lo hizo Jesús con sus discípulos. Acto seguido pasaban al comedor donde el mitrado almorzaba con ellos, igual también que Jesús con sus apóstoles en la Cena postrera, un gran plato de bacalao.

En Palacio de Gobierno también había almuerzo presidencial los jueves y viernes santos, después de los Oficios en la Catedral. Cuando terminaba el almuerzo salía el presidente a visitar las Estaciones a pie, acompañado de ministros, edecanes y otros funcionarios. Una compañía del Regimiento Escolta, con banda de músicos, marchaba detrás de la comitiva.

Según se cuenta, allá por 1906, en la época del presidente José Pardo, se sirvió uno de esos almuerzos, cuyo menú fue confeccionado por monjas de conventos famosos: cebiche de corvina, por Santa Clara; chupe a la limeña, por la Concepción; arroz con conchas atamalado; por Santa Catalina y torrejitas, el cronista no recuerda de qué, por la Encarnación. Dulces y frutas al escoger, rociado por discreta cantidad de vino.


VIERNES SANTO

El viernes, mayor solemnidad. Ayuno forzoso en todos los hogares; el pescado subía de precio y carne no se veía en los mercados sino para enfermos con licencia del cura. Otra vez sopa de yuyos o chupe cimarrón. En la tarde, Sermón de las Tres Horas y luego la famosa procesión del Santo Sepulcro, que salía de la Basílica del Rosario, en Santo Domingo, bajo la dirección de la Archicofradía conocida con el nombre de la "Vela Verde". Este era otro de los momentos de mayor atracción, en especial para gentes de etiqueta, pero sin el resplandor popular del Domingo de Ramos. Recorrido siempre por las calles adyacentes a la Plaza Mayor, regresando a su templo ya de noche.

La explicación evangélica abarcaba la flagelación, la Cruz a cuestas, la crucifixión y la agonía y muerte de Jesús. Pobre de aquel muchacho que se atreviese a juguetear, a regañar o a hablar fuerte siquiera.

SÁBADO SANTO

El sábado olía a gloria desde que salía el sol. Todos se acostaban la víspera pensando en la gran misa de ese día que se celebraba a las diez. La iglesia de San Pedro era la más concurrida por fieles de las diversas clases sociales. Los altares presentaban sus imágenes engalanadas con múltiples y olorosas flores.

Finalizada la misa, el grito de gloria se lanzaba a los cuatro vientos por el repique de campanas, cohetes, camaretazos y hasta disparos de armas de fuego, alegrados por la música de las bandas militares que duraban varias horas, mientras que en las puertas de los templos se repartía agua bendita. La ciudad nuevamente volvía al bullicio característico. El menú casero variaba, con la reaparición de la carne después de dos días de suspensión: se servía el sempiterno sancochado en el almuerzo (una taza de caldo sustancioso, espesado con arroz y garbanzos bien cocidos, rajitas de pan frito y aderezo de perejil, cebolla y ají verde bien picaditos y entremezclados, luego un buen pedazo de pecho o cadera, media yuca, un camote entero, col, zanahoria, pellejo de chancho y su trocito de cecina; un pan de los llamados cemita y de postre un plátano de la isla y su porción de ranfañote).


DE RESURRECCIÓN
Luego, a dormir temprano para levantarse el domingo a la Misa de Resurrección de las 4 de la mañana en San Francisco, que concluía con la Procesión del Señor Resucitado precedido de San Juan Evangelista. Buena parte de los asistentes a la procesión, que servía además como refugio a los trasnochadores, se iba por las calles de Lima en busca de buen desayuno, apuntando las narices hacia los sitios donde más rico olor a tamales y chicharrones despedía y que quedaban en las calles Santo Toribio (2a. de Lampa), Arzobispo (2a. de Junín), Polvos Azules (Jr. Santa) y Pescante (1a. de Camaná). Sobre todo esta última, famosa por sus cocinerías criollas, siempre llenas de comensales alegres y aficionados al buen plato y a la chicha. Atraía también su infaltable música jaranera.

Así era una Semana Santa en la Lima de inicios del siglo XX.


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