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domingo, 1 de noviembre de 2009

Solemnidad de Todos los Santos


¡La salvación es de nuestro Dios y del Cordero!
P. José Ramón Martínez Galdeano S.J.
En la fiesta de hoy, la solemnidad de Todos los Santos, la Iglesia celebra a todos los Santos que a lo largo de su historia alcanzaron la santidad, practicando las virtudes en grado heroico. Superan con mucho el número de días del calendario anual y no hay posibilidad de dedicar cada año a cada uno un día. La Iglesia los reúne a todos en este día.

Durante los primeros siglos sólo se daba culto a los mártires de la fe en el aniversario de su martirio. Más tarde comenzó el culto de los confesores, llamados así porque sus actos en vida manifestaban o confesaban su fe cristiana de manera clara. Los fieles se encomendaban a ellos y Dios lo aprobaba hasta con milagros. Luego se introdujeron los procesos de canonización y beatificación, que hoy concluyen ante el Papa. Además de pruebas sobre la virtud en grado heroico, se exigen un milagro para la beatificación y otro para la canonización. Con la canonización el Papa declara de forma infalible que aquel fiel ha llegado al Cielo y por tanto su vida y su doctrina son válidos como norma y camino para el cielo y su intercesión eficaz para obtener los favores de Dios.

Es importante que todos tengamos esto claro:
Los católicos no adoramos a los santos. Sólo adoramos a Dios, uno en su Trinidad, en el Padre, Hijo y Espíritu Santo. La señal de adoración es la genuflexión. Nosotros no hacemos genuflexión ante las imágenes de los santos ni de la Virgen María, porque no los adoramos; hacemos genuflexión ante el Santísimo Sacramento, presente en la hostia y vino consagrados y también en las hostias consagradas guardadas en el Sagrario. Allí sí está presente Dios, es decir Cristo real y verdadero, con su cuerpo, alma y divinidad. Por eso le adoramos. Pero a las imágenes, ni siquiera las de Cristo, no hacemos genuflexión porque representan pero no hacen real ni presente a Dios.

Además de los santos canonizados, hoy también honramos a todos aquellos que por su fe y los méritos de la sangre de Cristo recibieron el perdón de los pecados y, tras purificarse, si lo necesitaron, en el Purgatorio, recibieron la recompensa de su conversión y demás obras buenas. A algunos, tal vez no pocos, los hemos conocido. Tenemos razones para confiar con más o menos seguridad que por la misericordia de Dios están en el Cielo. Hoy celebramos su salvación, junto con esa misma misericordia de Dios, y podemos invocarlos pidiendo que intercedan por nosotros. Yo les recomiendo que lo hagan con su mamá, su papá, su hijo o hija, su hermano o hermana, aquel amigo, amiga o compañero del que conservan tan buenos recuerdos. Con frecuencia notarán que su oración es eficaz.

Dios se complace que oremos así a los santos y que los pongamos como intercesores.
A través de ellos está haciéndose presente en el mundo y bendice y concede favores y aun milagros, sobre todo por medio de personas santas en grado extraordinario, como Juan Pablo II y otros cuyas causas de beatificación y canonización están en curso. Dios honra a los santos; él sabe que ello nos estimula a que nosotros confiemos en Él y nos esforcemos por ser mejores.

Porque pertenecemos a una Iglesia santa, que nos quiere santos y tiene los medios que necesitamos para serlo. “Creo en la santa Iglesia católica” –decimos en el Credo–. Y el Catecismo nos enseña: “La fe confiesa que la Iglesia… no puede dejar de ser santa. En efecto, Cristo, el Hijo de Dios, a quien con el Padre y con el Espíritu se proclama el solo santo, amó a su Iglesia como a su esposa. El se entregó por ella para santificarla, la unió a sí mismo como su propio cuerpo y la llenó del Espíritu Santo para gloria de Dios (LG 39). La Iglesia es, pues, el Pueblo santo de Dios y sus miembros son llamados santos. La Iglesia, unida a Cristo, está santificada por El; por El y con El ella también ha sido hecha santificadora. Todas las obras de la Iglesia se esfuerzan en conseguir la santificación de los hombres en Cristo y la glorificación de los hombres en Cristo y la glorificación de Dios. En la Iglesia es donde está depositada la plenitud total de los medios de salvación. En ella donde conseguimos la santidad por la gracia de Dios. La Iglesia, en efecto, ya en la tierra se caracteriza por una verdadera santidad, aunque todavía imperfecta. En sus miembros, la santidad perfecta está todavía por alcanzar: Todos los cristianos, de cualquier estado o condición, están llamados cada uno por su propio camino, a la perfección de la santidad cuyo modelo es el mismo Padre” (CIC 823-825).

Tenemos la santidad al alcance de la mano.
Dios quiere que seamos santos y está dispuesto a ayudarnos y acompañarnos en cada esfuerzo para ello. “Sean santos –nos dice – porque Yo soy santo” (Lev 11,44). “Siete veces al día cae el justo” (Prov 24,16). Las faltas cotidianas no nos deben desanimar. No nos abandonemos.

¿Cuáles son los medios?
Fundamentalmente el ejercicio de la fe, la esperanza y la caridad. Y para ello oramos, nos alimentamos con su palabra y los sacramentos, nos esforzamos en llevar la cruz, aunque nos pese y a veces tropecemos, y procuramos hacer el bien de palabra y obra allí donde estamos. En misa, sobre todo la del domingo, con toda la Iglesia de Dios, miramos al Padre y con el Espíritu nos ofrecemos a Él con Cristo: “Por Cristo, con Él y en Él a Ti, Dios Padre Omnipotente, todo honor y gloria por los siglos de los siglos”.
Un día, que para nadie está tan lejos y para más de uno ciertamente está cercano, “cuando se manifieste lo que somos”, seremos de los que “gritarán con voz potente: La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en ello trono, y del Cordero. La bendición y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y el honor y el poder y la fuerza son de nuestro Dios, por los siglos de los siglos. Amén

P. José Ramón Martínez Galdeano S.J.